LA PUERTA QUE BAJÓ DE LOS CIELOS
La Sierra de Segura (Jaén) y los pequeño pueblos que la jalonan son de los lugares más bellos que conozco. En una de esas pequeñas localidades, mientras me tomaba algo en la balconada de un bar, una persona me narró un caso OVNI fascinante. Los hechos se remontaban a unos años atrás y habían tenido lugar en una casa perdida en la sierra.A pesar de las indicaciones que me facilitaron, no resultó sencillo localizar dicha vivienda. Tuve que parar en numerosas ocasiones para preguntar a los vecinos que me iba encontrando si estaba en el camino correcto. Finalmente, llegué a una pequeña construcción con un amplio porche a modo de parasol. Una mujer muy extrañada por la visita salió a recibirme. El protagonista de la experiencia era su padre, que no se encontraba demasiado bien de salud. «No quiero que nadie le pregunte sobre eso porque puede alterarse», me dijo Carmen, que así se llamaba mi informante.
Di mi palabra de que nada contaría del suceso mientras ellos vivieran, ni publicaría sus identidades, y así lo hice durante décadas. Ahora que ninguno de los dos vive creo que es el momento de darlo a conocer. En la casa vivían Carmen, su hijo de siete años y el padre de ella, que había trabajado toda su vida en el campo.
Gracias a las exiguas pensiones de jubilación que cobraba él y a la de viudedad de ella, además de lo que obtenían de una pequeña huerta y unas gallinas, iban tirando mal que bien. Manuel, que así se llamaba el hombre, quería con locura a su nieto y cada tarde salían a pasear por los alrededores de la casa. Al pequeño le encantaban las estrellas, el croar de las ranas y el canto nocturno de los mochuelos y los autillos que abundaban en la zona. El abuelo le contaba historias y cada noche le «regalaba» una estrella. Le explicaba que los luceros se disponían en el cielo formando «dibujos» y que no había que asustarse de las estrellas fugaces porque eran deseos que se cumplían si uno sabía pedirlos.Una de aquellas noches observaron unas extrañas luces en lo alto. Presentaban diversos colores y se desplazaban erráticamente, parándose de vez en cuando para reanudar de nuevo el «baile». Una de aquellas luminarias comenzó a descender, situándose a escasos metros de ellos, «como si fuera una bengala que cae al suelo», me explicaba Carmen. Al tocar el piso, se convirtió en una línea de luz que comenzó a elevarse hasta alcanzar unos dos metros de altura. Carmen me narraba la historia, mientras su padre estaba sentado a pocos metros de nosotros. No decía una palabra. Estaba perdido en su mundo, con una constante y leve sonrisa en su rostro.
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