CAPITULO III

Siete luchadores protegidos por plateadas armaduras...
ceñidas al cuerpo, danzan en una sala del Castillo en torno a un mismo enemigo. Siete largas espadas intentan golpear a un único adversario. El apuesto caballero lucha con la misma sutileza y rapidez con que el viento pasea entre los árboles. Sin ningún esfuerzo, el solitario combatiente, derriba, uno por uno, a cada contrincante.

Una vez finalizado el encuentro, Se quita el casco y deja caer en sus hombros sus rubios rizos. En un extremo de la habitación aparece aplaudiendo, en señal de aprobación, su majestad, el Rey Andrés, con su cabeza descubierta en la que se ve su cabello canoso. Lo abraza y este responde el saludo con un beso.
Los combatientes adoloridos se levantan del suelo y se van retirando de la habitación mientras que el joven príncipe va disculpándose con cada uno de ellos.
Una vez terminado su entrenamiento en armas decide pasear a caballo al rededor del castillo. En cada uno de los rincones del reino, Caleb era amado por su elocuencia, bondad y humildad para con sus súbditos. Las doncellas se maravillaban al verlo pasar y no había ninguna princesa en todo el imperio azul que se resistiera a una mirada de sus ojos verdes.

Pero esto no era cierto. Así era Caleb, el hijo de Andrés y Rainha, en su mundo interior. En la vida real una desconocida enfermedad lo había postrado en cama desde que tenía 10 años. Seis primaveras han pasado y, a pesar de todo el cuidado que le han puesto los Reyes y los empleados del Palacio, solo un viejo perro, que le solía pertenecer a su madre, le hace compañía en su infantil habitación. Sin saber por cuánto tiempo más seguirá consumiéndose en su soledad.

CAPITULO IV

El cielo aún estaba oscuro...
La vieja chimenea acaba de apagarse cuando Mabel decidió levantarse. Abrió la ventana para que entrara un poco de la luz, que emanaban las hadas del amanecer, a la vieja choza. Con cuidado de no hacer ruido para no despertar a su abuelo. Se ajustó el camisón y se colocó una cinta en su rubio y largo cabello. Al momento en que coloco al fuego un caldero, con tres granos de café y un poco de cacao en el centro, dos hadas revolotearon dentro de la casa chocando con todo lo que encontraban a su paso. Luego de espantarlas observo por un momento a su abuelo que seguía durmiendo a pesar del estrépito. Tendió la cama, hizo masa para el pan, cogió la escoba y barrio todo el humilde lugar. Para el momento de finalizar su labor, la bebida que estaba cocinando ya estaba lista. Quito del fuego el caldero, sirvió un poco del líquido en una taza de barro y se sentó en su antiguo banco de roble plateado.
En sus ojos verdes se reflejaba el fuego de la chimenea que aún negaba a extinguirse. Al probar el líquido Mabel arrugo la cara cuando sintió el sabor agrio del líquido que había preparado.
Se levantó y buscó en la despensa un frasco de miel y le coloco un poco de su contenido a su espesa y oscura bebida mientras se iba sentando. Al tomar nuevamente de la taza, sintió que algo se movía por sus pies, asomo la cara debajo de la mesa y al no ver nada volvió a su posición inicial. A su lado apareció alguien, Su abuelo estaba sentado con ella a la mesa pero eso no le sorprendió. Él es un hombre imponente, de manos gruesas y cabello blanco con residuos de su antiguo tono verdoso. El anciano caminaba con el alma ligera y ella se había acostumbrado a no notar su presencia al llegar.
El viejo saco un pastel que tenía escondido y con su voz de niño le dijo, "feliz cumpleaños número 16 mi querida Mabel".