HEROE NEVADO: Canino de Raza Mucuchíes (HISTORIA)
Nevado es el nombre del perro de raza Mucuchíes que acompañó a Simón Bolívar durante la Campaña Admirable en 1813 y que luchó a su lado hasta la muerte en la Batalla de Carabobo, el 24 de junio de 1821 cuando se selló la independencia de Venezuela.
La travesía juntos comenzó el 10 de junio de 1813 durante el recorrido de Bolívar por los Andes venezolanos. El Libertador quedó sorprendido con la valentía de Nevado cuando al llegar a la Hacienda Moconoque, el perro enfrentó a sus tropas. Don Vicente Pino, dueño de la hacienda, se lo obsequió al Padre de la Patria y desde entonces lo acompañó en todas sus batallas.
Bolívar quiso tener un hombre de confianza que cuidara de su nuevo mejor amigo y es cuando designa al indio Tinjacá, criado del señor Pino, miembro de las tropas del Coronel Vicente Campo Elías, y posteriormente llamado el “Edecán de Nevado”.
El Mucuchíes fue declarado Perro Nacional de Venezuela en 1964 por ser considerado patrimonio histórico de la Nación, gracias a las hazañas de Nevado junto al Libertador.
Esta es la historia de Nevado escrita por el periodista e historiador merideño Tulio Febres Cordero:
EL PERRO NEVADO:
El silencio de los páramos es completo. No hay aves que canten, ni árboles que luchen con el viento, ni ríos estrepitosos que atruenen el espacio. Es una naturaleza grandiosa, pero llena de gravedad y de tristeza. Aquellos cerros desnudos y altísimos, acumulados al capricho, parecen las ruinas de un mundo en otro tiempo habitado por cíclopes y gigantes. Lo que pasa en alta mar, lo que pasa en la llanura inmensa, eso mismo sucede en los páramos andinos. El hombre se siente humillado ante la naturaleza y se recoge en sí mismo. Por eso la ascensión a las alturas de la cordillera venezolana no solamente es fatigosa para el cuerpo, sino abrumadora y triste para el espíritu. Bajo las mantas y abrigos que son necesarios al viajero para soportar un frío que acalambra los miembros, el alma también se recoge y busca el calor de los recuerdos, de los pensamientos y de los afectos que le son más caros en la vida.
En una brumosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una escolta de caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante una legua de la villa de Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela. La casa parecía desierta, pero apenas habrían dado dos o tres toques en la puerta, cuando instintivamente los caballos que estaban más cerca retrocedieron espantados. Un enorme perro saltó a la mitad del camino dando furiosos aullidos. Era un animal corpulento y lanudo como un carnero, de la raza especial de los páramos andinos, que en nada cede a la muy afamada de los perros del monte de San Bernardo.
Ante la actitud resuelta y amenazadora del perro brillaron de súbito diez o doce lanzas enristradas contra él, pero en el mismo instante se oyó a espaldas de los dragones una voz de mando que en el acto fue obedecida:
—¡No hagáis daño a ese animal! ¡Oh, es uno de los perros más hermosos que he conocido!
Era la voz del Brigadier Simón Bolívar, que cruzaba los ventisqueros de los Andes con un reducido ejército. Por algunos momentos estuvo admirando al perro que parecía dispuesto a defender por sí solo el paso contra toda el escolta de caballería hasta que el dueño de la casa, don Vicente Pino, salió a la puerta y lo llamó con instancia.
—¡Nevado! … ¡Nevado! ¿Qué es eso?
El fiel animal obedeció en el acto y se volvió para el patio de la casa gruñendo sordamente. Su pinta era en extremo rara y a ella debía el nombre de Nevado, porque siendo negro como un azabache, tenía las orejas, el lomo y la cola blancos, muy blancos, como los copos de nieve. Era una viva representación de la cresta nevada de sus nativos montes.
El señor Pino, que era un respetable propietario, se puso inmediatamente a las órdenes de Bolívar y sus oficiales, y obtenidos de él los informes que necesitaban referentes a la marcha que hacían, la continuaron hasta Mucuchíes, donde iban a pernoctar. Bolívar miró por última vez a Nevado con ojos de admiración y profunda simpatía, y al despedirse, preguntó al señor Pino si seria fácil conseguir un cachorro de aquella raza.
—Muy fácil me parece —le contestó—, y desde luego me permito ofrecer a Su Excelencia que esta misma tarde lo recibirá en Mucuchíes, como un recuerdo de su paso por estas alturas.
Media hora después de haber llegado el Brigadier a la citada villa, le avisaron que un niño preguntaba por él en la puerta de su alojamiento. Era un chico de once a doce años, hijo del señor Pino, que iba de parte de éste, con el perro ofrecido.
—¡El mismo perro Nevado! —exclamó Bolívar—. ¿Es este el cachorro que me envía su padre?
—Sí, señor, este mismo, que es todavía un cachorro y puede acompañarle mucho tiempo.
—¡Oh, es una preciosa adquisición! Dígale al señor Pino que agradezco en lo que vale su generoso sacrificio, porque debe ser un verdadero sacrificio desprenderse de un perro tan hermoso.
El chico regresó a Moconoque aquella misma tarde satisfecho de los agasajos y muestras de cariño que recibió de Bolívar. Este niño fue don Juan José Pino, que llegó a ser padre de una numerosa y honorable familia de Mérida y alcanzó la avanzada edad de noventa y cuatro años.
Bolívar quedó contentísimo con el espléndido regalo, y no cesaba de acariciar a Nevado, que por su porte no tardó en corresponderle las caricias, haciéndolo en ocasiones con tanta brusquedad que más de una vez hizo tambalear al libertador al echársele encima para ponerle las manos en el pecho.
Averiguado con varios señores de Mucuchíes si habría en la tropa algún recluta del lugar conocedor del perro, para confiarle su cuidado y vigilancia, se le informó que en el destacamento que comandaba Campo Elías había un indio que era vaquero de la finca del señor Pino, y de consiguiente, conocedor del perro y de sus costumbres.
No fue menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una orden a Campo Elías, que estaba acampado fuera del pueblo, para que le mandase al consabido indio, llamado Tinjacá. Era éste un indígena de raza pura, como de treinta años, leal servidor y de carácter muy sencillo. La orden, despachada a secas sin ninguna explicación, fue militarmente obedecida. El indio se encomendó a Dios, confuso y aterrado, al verse sacado de las filas, desarmado y conducido a Mucuchíes con la mayor seguridad y sin dilación alguna. El pobre creyó que lo iban a fusilar.
Era ya de noche, y Bolívar, envuelto en su capa por el frío intenso del lugar, revisaba el campamento acompañado de algunos oficiales, cuando se le presentaron con el recluta.
—¿Eres tú el indio Tinjacá?
—Sí, señor.
—¿Conoces el perro Nevado del señor Pino?
—Sí, señor, se ha criado conmigo.
—¿Estás seguro de que te seguirá a dondequiera que vayas sin necesidad de cadena?
—Si, señor, siempre me ha seguido —contestó el indio volviendo en sí de su estupor.
—Pues te tomo a mi servicio con el único encargo de cuidar el perro.
El indio estaba tan turbado por la brusca transición efectuada en su ánimo, que no acertó a decir palabra alguna de agradecimiento. Al cabo se atrevió a preguntar tímidamente dónde estaba el perro.
—Está amarrado en mi alojamiento —le contestó Bolívar.
—Pues si su merced quiere una prueba del cariño que me tiene Nevado, mande que lo suelten y le respondo que al punto se vendrá para acá, a pesar de la distancia y de la oscuridad de la noche.
Bolívar clavó sus ojos en el indio y se sonrió, manifestando de este modo su incredulidad; pero después de reflexionar un poco dio la orden y se quedó en el mismo sitio, advirtiendo a Tinjacá que si la prueba resultaba adversa lo castigaría severamente.
Las calles de la villa se hallaban a aquella hora cruzadas por muchos jinetes e infantes ocupados en procurar a las tropas el rancho y las comodidades necesarias. Bolívar empezó a temer que el perro, al verse suelto, se volviera como un rayo para Moconoque, pero en este momento Tinjacá se llevo la mano derecha a la boca, y acomodándose los dedos entre los labios de un modo particular, lanzó un silbido extraño y penetrante, distinto de los demás silbidos que hasta allí habían oído Bolívar y sus compañeros. Algo de salvaje y de guerrero había en aquel silbido que dominó todos los ruidos y algazara de los vivas y debió de resonar hasta muy lejos.
—El perro debe ya estar suelto —dijo Bolívar con inquietud, volviéndose a Tinjacá.
—Sí, señor —repondió éste—, y muy pronto estará aquí.
Y seguidamente lanzó al viento otro agudo silbido que hizo vibrar el tímpano a todos los presentes. Hubo un momento de ansiedad. Todos los corazones palpitaban aceleradamente, menos el del indio, que lleno de confianza, esperaba tranquilamente el resultado, sondeando la oscuridad con sus miradas en la dirección del alojamiento del Brigadier, que distaba de allí tres o cuatro cuadros. Un grito escapó de sus labios:
—¡Allí viene! —exclamó, echando con ligereza un pie atrás paro recibir sobre el pecho el pesado cuerpo del perro, que se te tiró encima dando saltos de alegría.
—Ya ve su merced cómo el perro sí me quiere —dijo respetuosamente Tinjacá dirigiéndose a su jefe.
Todos quedaron admirados del hecho, que vino a aumentar, si cabe, la estimación y afecto que ya Bolívar tenía por su perro. Él mismo le daba de comer, porque decía que el perro debe recibir siempre la ración directamente de las manos del amo. El resultado de estas contemplaciones fue que a los pocos días ya Nevado tenía por su nuevo amo el mismo cariño que demostraba por Tinjacá y que Bolívar aprendió a llamarle de muy lejos con el mismo silbido casi salvaje que le enseñó el indio.
Del ingenio festivo y picaresco de algunos oficiales del Estado Mayor salió la especie de bautizar a Tinjacá con el nombre de Edecán del Perro, especie que celebró Bolívar, pero no sus oficiales, a quienes nunca les cayó en gracia tal nombre.
Nevado compartió los azares y la gloria de aquella épica campaña de 1813. Sus furibundos ladridos se mezclaban sobre los campos de batalla al redoble de los tambores y estruendo de las armas.
Era un perro de continente fiero, semejante a un terranova, pero singularmente hermoso, que se atraía las miradas de todos en las ciudades y villas por donde pasaban.
El siete de agosto, en la entrada triunfal de Caracas, Nevado, acezando de fatiga, seguía a su amo bajo los arcos de triunfo y las banderas que adornaban las calles de la gentil ciudad. Más de una flor perfumada de las muchas que arrojaban de los balcones sobre la cabeza olímpica del libertador, vino a quedar prendida en los níveos vellones del perro.
El hermoso Nevado era digno de aquellas flores.
Dice la historia que cuando Nerón vino al mundo se vieron en el cielo nubes de color sangre y otras señales espantosas, lo mismo que al moverse contra Roma el formidable Atila. Tal así debieron verse en Venezuela en el cielo y en la tierra presagios siniestros cuando compareció en el escenario de la guerra a muerte el terrible Boves. Humillada su vandálica fiereza en el combate de Mosquiteros por el intrépido Campo Elías, vino a levantarse como un dragón infernal en la triste batalla de la Puerta, donde todo se perdió para la patria, menos la fe republicana y la perseverancia heroica de Bolívar, que logró salvarse de las garras de su feroz enemigo, acompañado de algunos de sus bravos tenientes, tomando la vía de Caracas con el alma desolada ante aquel inmenso desastre.
Meses antes, sobre el campo de Carabobo, donde habían sido derrotadas por completo las armas realistas, Nevado estuvo a punto de ser lanceado al precipitarse furioso sobre los caballos enemigos. El perro parecía perder el juicio a la vista del humo de la pólvora, del choque de las armas y los sangrientos escenas del combate.
Para prevenir este mal, ordenó Bolívar a Tinjacá que tuviese amarrado el perro en las acciones de armas; y esta orden, estrictamente obedecida, fue acaso su perdición en la Puerta, porque sus ladridos, escuchados desde muy lejos, orientaron a los perseguidores, y pronto descubrieron éstos a Tinjacá que huía siguiendo los pasos de Bolívar, pero entorpecido por el perro que iba amarrado a la cola del caballo.
El perro y su guardián fueron presentados a Boves como una presa inestimable. Hasta las filas realistas había llegado la fama del noble animal. En los labios de Boves apareció una sonrisa siniestra, y con la refinada malicia que lo caracterizaba se dirigió al atribulado indio, diciéndole:
—Has cambiado de amo, pero no de oficio. Te necesito para que me cuides el perro, y por eso te perdono la vida. Yo sé que no te atreverás a huir, porque él sería el primero en descubrirte hasta en las entrañas de la tierra.
Boves acarició a Nevado, seducido por su tamaño y rarísima pinta, pensando desde luego aprovecharse de su finísimo olfato para descubrir algún día el paradero de Bolívar y sus más allegados tenientes, a quienes el perro no podría olvidar en mucho tiempo.
Nevado asistió cautivo al sitio de Valencia que Boves dirigía personalmente. Bolívar había ordenado a Escalona que defendiese la ciudad a todo trance; y Escalona y su puñado de héroes así lo hicieron, hasta que reducidos al escaso número de noventa soldados, sin pertrechos ni víveres y constreñidos por los clamores del vecindario se vieron en la dura necesidad de aceptar la capitulación propuesta por Boves, quien se adueñó de la plaza por este medio.
Pero antes, este sanguinario jefe realista hizo celebrar una misa en su campamento, y adelantándose hasta el altar en el momento solemnísimo de la elevación, juró en alta voz ante la Hostia consagrada que cumpliría y haría cumplir los artículos de la capitulación, los cuales garantizaban la vida y hacienda del vecindario y guarnición de la ciudad heroica. Lo que sucedió, no habrá historiador que lo relate sin llamar la cólera del cielo sobre aquel insigne malvado.
Tinjacá y el perro fueron incorporados en la guardia personal del feroz caudillo, alojándose con él en la casa del Suizo, recinto lleno de familias patriotas, asiladas allí por temor a los ultrajes de la soldadesca desenfrenada.
Muchas damas patriotas, temerosas de provocar las iras del vencedor, asistieron, llenas de angustia y de sobresalto, al baile que la oficialidad realista organizó en la propia casa del Suizo, residencia de Boves, para obsequiar a éste por el triunfo de sus armas; y cuando este hombre infernal agasajaba con pérfidas sonrisas a las matronas y señoritas allí reunidas, en los hogares de éstas, en las prisiones y en las calles corría despiadadamente la sangre de los patriotas.
Aquel sombrío personaje de la leyenda arábiga, el jefe de los Abasidas, que hizo sacrificar a más de ochenta individuos de la ilustre familia de los Ommíadas prisioneros que descansaban en la fe de su palabra, y que sobre sus cuerpos todavía agonizantes hizo tender tapices y servir un banquete a los oficiales de su ejército; ese califa pérfido fue, sin embargo, menos cruel e inhumano que Boves en aquella San Bartolomé valenciana. Ese monstruo llevó su refinamiento hasta hacer que las madres, esposas e hijas de las víctimas danzasen entre música y flores en medio del esplendor de las bujías a la misma hora en que, allá entre las sombras, se retorcían sus deudos más queridos, villanamente sacrificados a lanzazos por una turba de asesinos.
Antes de que llegase a conocimiento de aquellas mártires la tremenda verdad de su infortunio y la inaudita perversidad de Boves, ya esto se sabía y se comentaba en los corredores de la casa, en los cuales reinaba un extraño movimiento. Entrada y salida de oficiales, órdenes secretas, sonrisas diabólicas en unos, caras de espanto en otros. Todo lo advirtió Tinjacá y tembló de pies a cabeza. ¡La hora de la matanza había llegado!
Los distinguidos patriotas Peña y Espejo, que estaban bailando, desaparecieron sin saberse cómo de las manos de sus verdugos, cuando dentro de la misma sala uno de los oficiales tenía ocultas debajo de la chaqueta las cuerdas para amarrarlos. Al día siguiente, descubierto el doctor Espejo en su escondite, fue fusilado en la plaza pública.
El indio concibió al punto la idea de fugarse con el perro, su fiel e inseparable compañero, pero lo detuvo la consideración de que Nevado lo comprometía, porque a pesar de la mucha gente y gran animación que había en la casa, sería muy notable su salida acompañado del perro, el cual estaba encadenado en el interior de la casa por orden expresa de Boves.
¿Qué hacer en momentos tan críticos? Empezaban ya a oírse en los labios de la soldadesca los nombres de los patriotas asesinados aquella misma noche, y multitud de partidas armadas cruzaban descaradamente las calles en busca de víctimas. Tinjacá corrió al interior de la casa y so pretexto de que iba a partir pan para darle al perro, pidió en la cocina un cuchillo del servicio. Seguidamente se dirigió al lugar donde estaba el perro, que se hallaba inquieto y gruñendo de cuando en cuando por el ruido inusitado que llegaba a sus oídos Con suma rapidez se allegó a él, lo acarició con más extremos que nunca y disimuladamente le cortó el collar de cuero de donde pendía la cadena, dejándolo unido apenas por un hilo, de suerte que Nevado con poco esfuerzo se viese libre; y repitiéndose sus extremadas caricias, hasta dejarlo sosegado, se alejó de allí, escurriéndose entre la mucha gente que llenaba la casa.
Al verse en la calle, consultó la dirección del viento y se alejó de aquella mansión diabólica. Más de una vez se detuvo y vaciló. El paso que daba podía costarle la vida. Tenía muy presentes las palabras de Boves cuando cayó prisionero en la Puerta. Huir solo era menos expuesto, pero no podía resignarse a abandonar el perro, por el cual sentía un cariño entrañable, un cariño que rayaba en culto, a que se unía el orgullo de ser el único guardián, el único responsable de aquel animal que era para Bolívar una joya de gran valor. El pobre indio de los páramos veía en Nevado el talismán de su fortuna; a él debía su posición al lado del libertador, y el cariño sincero que éste le profesaba. Abandonarlo era sacrificar su carrera, su porvenir: era sacrificarlo todo.
La música del baile aún llegaba vagamente a sus oídos. Era necesario detenerse un momento y esperar. Por fortuna la calle en aquel paraje estaba solitaria, a la inversa de los alrededores de la casa del Suizo, donde hervía el concurso de soldados y curiosos.
Cesó la música, y repentinamente en los grupos de militares y otras personas que llenaban los corredores y pórticos de la casa se notó un movimiento simultáneo de sorpresa y de terror.
—¡Se ha soltado el perro! —exclamaron muchas voces.
Efectivamente, Nevado atravesaba como una flecha los corredores de la casa, y rompiendo por el apiñado grupo que obstruía la puerta, derribando a unos y haciendo tambalear a otros se lanzó a la calle atronando con sus ladridos todo el vecindario. Ya fuera, se detuvo algunos instantes, volviendo a todas partes la cabeza, con la nariz hinchada, en alto las velludas orejas y batiendo su hermosísima cola, que a la luz que despedían las ventanas del Suizo semejaba un gran plumaje, blanco, muy blanco, como la nieve de los Andes.
Oyóse un silbido lejano que pasó inadvertido para los presentes, pero no para el perro, que partió, como tocado por un resorte eléctrico, desapareciendo a la vista de los circunstantes, a tiempo que el mismo Boves salía a la puerta y lo llamaba con instancia. Cuando éste se convenció, por el examen de la cadena, que la fuga del perro era premeditada, se colmó en su ánimo la medida del odio y de la venganza.
Allá, en oscura bocacalle, el indio postrado en tierra, sujetó rápidamente al perro por el cuello con una correa que se quitó del cinto, y rasgando una tira de la falda de su camisa, empezó a amordazarle, ingrata operación que el inteligente animal soportó dócilmente, aunque manifestando su contrariedad y sufrimiento con lastimeros quejidos.
Hecho esto, el indio tomó un rumbo opuesto para desorientar a los que saliesen a perseguirlos, que naturalmente seguirían la dirección que el perro había tomado en la calle. Ora avanzando cautelosamente, ora retrocediendo al sentir los pasos de alguna escolta, con mil rodeos y angustias caminaba en la dirección de los corrales, para tomar allí la vía de Barquisimeto.
De pronto, a la mitad de una cuadra, sintió los pasos acelerados que venían a su encuentro. Retroceder era imposible. Los pasos se acercaban más y más, hasta que sus ojos espantados vieron dibujarse entre las sombras un bulto informe. Era, por fortuna, una persona inofensiva, un padre que pasó de largo por la acera opuesta, llamado, sin duda, para auxiliar algún herido, según creyó Tinjacá. Pero no, aquel aparente religioso, como después se supo, era el bravo Escalona, que en hábito de fraile, se escapaba también de la matanza.
La situación del indio, que caminó toda aquella noche sin descanso, era doblemente crítica porque el perro era demasiado conocido en las villas y lugares por donde había pasado el Libertador, lo que le obligaba a una marcha sumamente penosa por parajes extraviados; pero si Nevado era para él una amenaza constante y causa de mil zozobras por los campos y vecindarios que recorría, todos enemigos, en cambio, era también un compañero fiel y cariñoso que velaba su sueño y sabia esgrimir sus poderosas garras y agudos colmillos para defenderle en cualquier lance personal.
Al cabo de algunos días logró incorporarse a la gente de Rodríguez, el jefe patriota de la guarnición de San Carlos, llamado por Escalona cuando supo la aproximación de Boves. Sabido es que Rodríguez llegó a los alrededores de Valencia con su tropa, que no pasaba de cien hombres, y tuvo que replegarse, porque el ejército sitiador le impidió la entrada. Unido, pues, a este puñado de valientes, corrió la suerte de ellos, atravesando lugares llenos de guerrillas enemigas, ora combatiendo día y noche, ora pereciendo de necesidades en las selvas y desiertos, hasta que lograron, al fin, incorporarse todos, esto es, cuarenta o cincuenta que sobrevivieron, al no menos heroico ejército de Urdaneta, que alcanzaron en El Tocuyo, para emprender juntos aquella célebre retirada que salvó del pavoroso naufragio de 1814 la emigración y las reliquias de la patria.
A su paso por Mucuchíes, Urdaneta dejó de retaguardia en este lugar trescientos hombres al mando de Linares, y con el resto de sus tropas ocupó a Mérida. El valor temerario de Linares lo obligó a combatir con Calzada, que los seguía y que casi inesperadamente descendió del páramo de Timotes y los atacó con todo su ejército en la propia villa de Mucuchíes.
Tinjacá y Nevado, como era natural, estaban allí con la fuerza de Linares en su tierra nativa, y se vieron envueltos en aquel combate heroico, que fue desastroso para los patriotas. El pronto auxilio despachado de Mérida al mando de Rangel y Páez, que volaron con un cuerpo de caballería al socorro de Linares, llegó tarde, pues se encontraron con los primeros derrotados una legua antes de llegar a la villa.
El pánico y la consternación se adueñaron de Mérida, cuyo vecindario vino a aumentar la gran emigración de familias que venían desde el centro de la República al amparo de Urdaneta, quien continuó su marcha hacia la Nueva Granada.
¿Qué había sido de Tinjacá y de Nevado? Tratándose del perro del Libertador, Urdaneta y su oficialidad indagaron inmediatamente con los derrotados por su paradero, pero nadie dio razón, y se temió que hubiese caído otra vez en manos de los españoles. Pero esto no era cierto, porque sabedor Calzada de que el perro se hallaba en el combate de Mucuchíes hizo las más escrupulosas pesquisas para descubrirlo, allanando al intento la casa y hacienda del señor Pino, su primitivo dueño; pero todo fue en vano: Tinjacá y Nevado no se volvieron a ver. Parecía que se los había tragado la tierra.
Meses después, cuando Bolívar y Urdaneta se vieron en Pamplona por primera vez después de estos desastres, aquél supo con tristeza toda la historia del perro, y admirando la fidelidad y valentía del indio, exclamó con entera seguridad:
—¿Sabe usted, Urdaneta, que abrigo una esperanza?
—Espero conocerla, General.
—Pues creo que mi perro vive y que lo hallaré cuando atravesemos de nuevo los páramos de los Andes para libertar a Venezuela.
No era la primera vez que Bolívar hablaba en tono profético.
Han transcurrido seis años. Por lo alto de los páramos de Mérida marchan con dirección a Trujillo varios batallones del ejército patriota; y nuevamente se detiene frente a la casa de Moconoque un considerable número de jinetes. Es Bolívar y su brillante Estado Mayor.
—Llamad en esta casa —dijo el Libertador a uno de sus edecanes.
El estrecho camino apenas podía contener a los jefes y oficiales que habían hecho alto en aquel sitio.
La casa estaba cerrada, y sólo después de fuertes y repetidos golpes crujieron los cerrojos de la puerta, y apareció en el umbral una india anciana, trémula y vacilante, que era la casera, la cual miró con ojos asombrados a la brillante comitiva.
—¿Vive todavía aquí don Vicente Pino o alguno de su familia? —le preguntó Bolívar.
—No, señor. Todos emigraron para la Nueva Granada, hace algunos años.
—¿Puede usted, entonces, informarme algo sobre el paradero del perro Nevado y el indio Tinjacá, después del combate de Mucuchíes?
—He oído contar muchas veces la historia del indio y del perro, pero ni aquí han vuelto ni nadie sabe qué ha sido de ellos.
Cuando Bolívar y su Estado Mayor continuaron la marcha, la india, deslumbrada todavía por el brillo y bizarría de tantos jefes y oficiales volvió a correr los cerrojos de la puerta, y se entró a comentar el suceso con los otros habitantes de la casa:
—¡Jesús credo! —les dijo—, esto es para confundir a cualquiera. Otra vez el perro; otra vez la misma pregunta. Si pasan los españoles, averiguan por el perro, y si pasan los patriotas, la misma cosa. ¡Este animal debe valer mucho dinero!
Pero no solamente en Moconoque, sino en la villa de Mucuchíes, a cada paso de tropas eran interrogados los vecinos sobre el perro, cuyo desaparecimiento estaba envuelto en el misterio. Bolívar también averiguó allí por Nevado y su guardián sin resultado alguno, y con esto perdió la esperanza que había abrigado de hallarlo a su paso por los páramos de Mérida.
Al día siguiente emprendieron la gran ascensión del páramo de Timotes. Pronto pasaron el límite de las últimas viviendas humanas y entraron en la soledad temible, donde la marcha es lenta y silenciosa, ora cortando la falda de un cerro, ora subiendo por algún plano rápidamente inclinado, con harta fatiga de las bestias de silla. Ya hemos dicho que el silencio es allí completo, y absoluta la desnudez del suelo. Hasta la menuda gramínea y la reluciente espelia, que constituyen la única vegetación de estas elevadas regiones, desaparecen en aquella espantosa soledad de varias leguas.
Los caracteres más alegres y festivos, allí se apocan y entristecen. Una fuerza oculta nos obliga a callar, rindiendo así culto al dios fabuloso que, según los aborígenes, vivía de pie sobre el risco más empinado de los Andes, con la frente inclinada sobre el pecho y el dedo índice apoyado en los labios: era el dios de la meditación y del silencio.
El Estado Mayor de Bolívar marchaba con una lentitud imponente. Sólo se oían las pisadas y fuertes resoplidos de los caballos acezantes. El panorama, en lo general uniforme, ofrecía sin embargo, rápidos cambiamientos debido al viento helado que sopla en aquellas cumbres, el cual tan pronto acumula las nieblas en torno del viajero, envolviéndolo por completo, como las aleja, ensanchándose el horizonte, para dejarle ver aquí y allá riscos y peñones atrevidos, que asoman sus cabezas mostruosas por entre las nubes, de un modo tan caprichoso como fantástico.
Los hilos de agua que vienen de lo alto, acrecidos por las lluvias y los deshielos, forman zanjones profundos que cortan el camino de trecho en trecho. Abismado cada cual en sus propios pensamientos caminaban todos, cuando de repente se oyó un grito de guerra:
—¡Viva la Patria! ¡Viva Bolívar!
Grito inesperado que rompió el silencio augusto del Gran Páramo y que, por un fenómeno propio de la comarca, fue repetido al punto por bocas misteriosas que se abrieron en el fondo de los valles y cañadas, al conjuro del dios Eco; de suerte que las voces Patria y Bolívar fueron retumbando de cerro en cerro hasta morir débilmente en lontananza como el vago rumor de un trueno.
Antes de que el eco se extinguiese, Bolívar vio salir de uno de aquellos zajones un personaje extraño, que parecía estar allí acechándole el paso, y que corrió hacia él con ligereza de un gamo. Una larga y oscura manta rayada de colores muy vivos cubría casi todo el cuerpo de aquel hombre, que tomaron por un loco en vista del modo tan brusco e inusitado con que se presentaba.
—¿No me conoce ya Su Excelencia? —dijo al Libertador con el sombrero en la mano.
—¡Tinjacá! —exclamó Bolívar lleno de asombro.
—Siempre a sus órdenes, mi general. Ayer supe en mi retiro del páramo que Su Excelencia pasaba…
—¿Y el perro? ¿Dónde está Nevado? —le preguntó Bolívar, sin dejarlo proseguir.
—Está por aquí mismo con una persona de confianza, pero no lo traje porque todavía dudaba, y quise ver antes por mis propios ojos si era verdad que Su Excelencia iba con el ejército.
—Pues ve a traérmelo en el acto.
—No hay necesidad. El vendrá solo —le contestó el indio, a tiempo que hacia un movimiento para llamarlo.
Pero al instante, Bolívar lo detuvo, diciéndole:
—¡Espera!, que yo lo llamaré.
Y con la excitación de su alegría, que era indescriptible como la sorpresa de sus tenientes, sacóse un guante, y llevándose a los labios sus dedos acalambrados por el frío lanzó al viento aquel silbido extraño, casi salvaje, que en otro tiempo había aprendido del indio, el mismo que oyó por primera vez en la helada villa de Mucuchíes y que más tarde salvó a Nevado, en la noche tétrica de Valencia. El eco se encargó de repetir y prolongar el silbido, que fue a extinguirse como un débil lamento en el confín lejano.
Entretanto Tinjacá sonreía de contento, los jefes y oficiales esperaban sorprendidos el desenlace de aquella inesperada escena; y Bolívar, pálido de gozo, rasgaba la niebla con sus miradas de águila.
Un grito unánime se escapó de todos los pechos.
—¡El perro¡ ¡El perro! …
Sobre el borde de un barranco próximo había aparecido Nevado, el mismo Nevado, más hermoso y altivo que nunca, batiendo al aire su abundosa cola, que semejaba un plumaje blanco, muy blanco, como los copos de nieve.
Momentos después, la cabeza del perro desaparecía bajo los pliegues de la capa del libertador, que se inclinó desde su caballo para recibirlo en sus brazos.
Si con el Estado Mayor hubiese ido la banda marcial, él habría ordenado que en aquel mismo sitio, sobre una de las cumbres más elevadas de los Andes, resonasen los clarines y tambores en alegres dianas por el hallazgo de su perro.
A partir de esta fecha, Nevado siguió a Bolívar por todas partes, ora jadeando detrás de su caballo en las ciudades y campamentos, ora dentro de un cesto cargado por una mula, a través de largas distancias y en las marchas forzadas. Él estuvo echado junto a la Piedra Histórica de Santana de Trujillo en la célebre entrevista de Bolívar con Morillo, provocando las miradas curiosas y la admiración de los oficiales españoles que conocían su historia; y durante el Armisticio, visitó el extinguido Virreinato de Santa Fe y durmió algunas siestas en la mansión de sus virreyes, sobre las ricas alfombras del palacio capitolino de San Carlos, en Bogotá.
Atravesando Bolívar con sus edecanes por un hato de los llanos, salieron de un caney multitud de perros de todos tamaños, y se arrojaron sobre los caballos, ladrándoles con tanta algarabía y obstinación, que los oficiales iban ya a valerse de las espadas para liberarse de aquel tormento, cuando les llegó el remedio, porque en oyendo Nevado, que venía un poco atrás adormilado dentro del cesto, los desacompasados aullidos de aquella jauría, se botó al suelo de un salto, con espanto de la bestia que lo cargaba, y a todo correr y dando descomunales ladridos arremetió de lleno contra la ruidosa tropa de podencos, los cuales huyeron al punto poseídos de terror.
—¡Bravo, bravo! ¡Lo has hecho muy bien, Nevado! —exclamaron los oficiales, agradecidos al potente animal que les quitaba de encima aquella insoportable molestia, a lo que agregó Bolívar, riéndose de la derrota de los galgos:
—Esos pobres perros jamás habían visto un gigante de su especie.
El 24 de junio de 1821, en la célebre llanura de Carabobo, enardecido el perro en medio de la batalla, se lanzó como una fiera sobre los caballos españoles, no obstante su edad de nueve años que empezaba a privarle de rapidez en la carrera y hacerle más fatigosas las marchas sorprendentes de su perínclito amo. En vano se le llamó repetidas veces. Ni él ni Tinjacá, que lo seguía, volvieron a presentarse a los ojos de Bolívar ni de su Estado Mayor.
Ya habían sonado en el glorioso campo las dianas del triunfo y sólo se oían a lo lejos las descargas de fusilería que daba el Valencey en su heroica retirada. Bolívar vuelto en sí del frenético entusiasmo de la Victoria, pregunta de nuevo por su perro, en momentos en que recorría el campo, cuando se presenta un ayudante y le dice:
—Tengo la pena de informar a Su Excelencia que Tinjacá, el indio de su servicio, está gravemente herido.
—¿Y el perro? —le preguntó al punto.
—El perro… —dijo titubeando el ayudante—, el perro también está herido.
Bolívar puso al galope su fogoso caballo en la dirección indicada. Un cirujano hacía la primera cura al pobre indio, quien al divisar al Libertador hizo un gran esfuerzo para incorporarse, diciéndole con voz torpe y extenuada:
—¡Ah, mi General, nos han matado el perro!…
Bolívar miró en torno con la rapidez del rayo y descubrió allí mismo, a pocos pasos de Tinjacá, el cuerpo exánime de su querido perro, atravesado de un lanzazo. El espeso vellón de su lomo blanco, muy blanco como la nieve de los Andes, estaba tinto en sangre roja, muy roja como las banderas y divisas que yacían humilladas en la inmortal llanura.
Contempló en silencio el tristísimo cuadro, inmóvil como una estatua, y torciendo de pronto las riendas de su caballo con un movimiento de doloroso despecho, se alejó velozmente de aquel sitio. En sus ojos de fuego había brillado una lágrima, una lágrima de pesar profundo.
El hermoso perro Nevado era digno de aquella lágrima.