Bienvenidos al fin del mundo

in #miration6 years ago

Me he tardado unos seis meses para sentarme a escribir. A escribir de verdad. No podía ni siquiera escribir el título. El fin del mundo. Ahora que sé que las palabras son conjuros poderosos, por tanto, peligrosas, me permito la prudencia. Ellas son capaces de crear mundos y destruir sueños, que es igual que asesinar. En mi vida habré cosechado las dos cosas, conmigo misma, sobretodo. Pero hoy, después de saludar y sacarles el dedo a los jinetes del Apocalipsis, sí tengo ganas escribir.
Vivo en el país más ridículo del mundo. No, no es México. Al menos allá tienen más espacio. A nosotros nos toca emigrar. Salir de esta asfixia social. De este suicidio colectivo. Ya ni siquiera la música ayuda. La fantasía cannabinoide se termina en cuanto te falte la plata suficiente para engañar a tu cerebro. La comida se siente distinta, porque hay muchos, millones que no pueden sentarse a comer dignamente. Y duele. Duele como un puñal en el estómago. Y no juzgo a quienes siguen ciegos. Yo también creí que la vida era mucho más fácil.
Nací en la tierra prometida de América, la hija joven. Desde pequeña no concebía tanta belleza. Imposible no volverte poeta. La vida entera es una poesía, pero Olancho es la mejor expresión de belleza que conocí en esta vida. Mi familia materna es un clan de gente sencilla. No usamos armas. Si fumamos lo hacemos a escondidas. Si nos emborrachamos, lo hacemos en comunidad. La tradición también te puede dar confort. Por eso y por la sazón olanchana doy gracias cada mañana que me acuerdo de dar gracias. Algún mérito tuve en la encarnación pasada que se me permitió nacer en las faldas de la Sierra de Agalta. Y alguna falta grave hice en otra, por crecer en el resto de Honduras. No es fácil asumir esa contradicción. Cuando les digo que vivo en el paraíso no exagero. Las garras de las transnacionales todavía no alcanzan del todo este encanto tropical. Pero cuando les hablo del infierno, tampoco exagero.
Este barrio latinoamericano de nombre karmático es un criadero de artistas, criminales, brujos, y sicópatas (sobre todo en la política). Parece un destino inevitable. Dicen los espíritus que para alcanzar el bien hay que hacer el mal a escondidas. Que para llegar a la luz se debe primero nadar en sombras. Por eso pienso que, si los hondureños sobrevivimos al fin del mundo, seremos todos seres de luz.
Mi primer viaje a la oscuridad fue a los catorce años. Cuando asesinaron a mi papá. Mis hermanos tenían once, diez y dos años. El hombre que le disparó estuvo a penas unos días en la cárcel. La autopsia aseguraba que la única bala que le dieron por la espalda no le tocó ningún órgano. Pero los militares que lo llevaron al hospital lo dejaron morir desangrado. Al poco tiempo supimos que lo mataron por quitarle sus tierras, porque nos amenazaron de muerte al reclamar la herencia. El crimen fue ordenado por un conocido cacique de un pueblo que tiene nombre de santo. El que ejecutó y organizó ese plan fue su yerno, que, además era el mejor amigo y primo hermano de mi padre. Era nuestro tío más cercano. En su juventud perteneció al famoso 3-16, una fuerza especial hondureña entrenada por el ejército estadounidense para desaparecer jóvenes comunistas. En su retiro le entró con todo al negocio más grande de la economía neoliberal: el narcotráfico. Después del entierro de mi papá, él se quedó con todo, como hace la mafia. Nunca me respondió los mensajes, nunca nos dio la cara el muy cobarde y entonces mi corazón tuvo que aceptar lo evidente. Había sido él. Cuando me enteré que murió el año pasado de leucemia, pensé que la justicia “divina” sí existe. Y vaya que existe. La tierra solita se encarga de su purificación.
En mi paso muy temprano por el infierno con todo y sus judas, tuve que despertar del sueño perfecto donde todo florece con la magia y el cuidado de los padres. Desde entonces tuve que ver la vida como la verdadera selva que es. Mi papá tenía apenas 41 años y era un sobreviviente de la selva del mundo. Un viejo coyote que se encargó de pasar mucha gente hacia el norte en la ruta migrante más peligrosa del mundo. “Los mojados son los que sostienen este país, mija. Si ellos no existieran, ni vos ni miles de niños tendrían nada qué comer”, me dijo cuando le reclamé porqué hacía eso que la profesora decía era ilegal. “Trata de personas” le dicen a quien ayuda al pobre a lograr su objetivo: sobrevivir a la barbarie. Por eso es que ese éxodo masivo de compatriotas buscando refugio (que no empezó ayer) me atraviesa doblemente la conciencia. Me contradice. Me revuelve esos sentimientos primarios de ira, impotencia, desolación.
La pobreza en Honduras no es nueva, pero ahora está generalizada. Por eso hay más crímenes, aunque el gobierno se encargue de pagar spots multimillonarios para ocultarlo. Por eso hay más niños huérfanos, con hambre. El doce de noviembre serán catorce años desde que mi papá se convirtió en otra cifra. Ahí comenzó para mí el Apocalipsis. Por eso sigo luchando.
Y me apiado de las almas inocentes que no entienden lo que es una revolución. Y antes de convencerlos para que corran a leer a Lenin, Luxemburgo, Morazán y tantos más, les resumo: la revolución es una ley natural de vida. El ser humano siempre buscará la forma de salvaguardar el recuerdo y su futuro. Por eso vamos al cementerio o encendemos una vela para recordar a los muertos. Por eso celebramos la calaca y con respeto le hacemos el saludo. La muerte está hecha para crear vida. El mal existe únicamente porque el bien lo permite. Y tanta ira, tanto dolor, en algún momento encontrará la forma de salir. Justo como lo hacen los volcanes, que destruyen todo para volver construir. En otras palabras, la revolución sólo es una cuestión de tiempo.
No fue hasta hace un año que pude reconciliarme con el recuerdo de mi papi. La rabia y la astucia no son buenas compañeras. Pero yo preferí, contra todo pronóstico, empezar a construir. Decidí que quería ser escritora y contar todo lo que veo e imagino, sin tanto filtro. Me doy cuenta que aquí todos cargamos infiernos inconmensurables. Por eso se entregan fielmente a las cantinas, a las drogas, al degenere, como auguró la eterna sobreviviente del infierno, Juana Pavón. Y algunos deciden reír y hacer reír, que es mejor. Otros se autodestruyen o destruyen a los demás, que es peor. No hay empatía. La profundidad máxima que se llega ahora es publicar una foto retocada en Instagram. Puto internet. Bendito internet. Como la vida misma, sólo tiene dos caminos. Y es esa dualidad que nos mantiene de pie, sin saber exactamente por qué o para qué.
Hace tres años decidí irme de Honduras con el pretexto de estudiar un máster en Argentina. Vendí mi carro y usé lo poco que dejó mi papá para pagarme la universidad y esa maldita inflación porteña. Me fui con el sentimiento oculto de no regresar, al menos en mucho tiempo. Desde el día uno me encontré cada sorpresa diferente. Buenas y no tan buenas. Ángeles luminosos y desastrosos. La mejor mariguana del mundo traída desde Chile, no desde Colombia. La indescriptible felicidad de caminar tranquila por las calles. La todavía más indescriptible sensación de soledad cuando un don con zapatillas de gamuza me discriminó por mi color de piel. “En Honduras podremos matarnos, pero no andamos con esas pendejadas del racismo, pensé.”. En ese momento entendí que no todo es perfecto. El mundo tal como está, es un lugar desolador, pero es el único capaz de mantenerte despierto, caminado, con unas extrañas ganas de incendiarlo todo y empezar de nuevo. Es maravilloso. Quien quiera ver, que vea.
Entonces fueron las mujeres, mis hermanas, las que me ayudaron a reecontrarme con esa niña de catorce años que perdió un ala. Supe que la vida no era siempre hostil. Y los superpoderes de la naturaleza yacen dentro, en el útero, el verdadero corazón femenino. No sólo por su capacidad de crear vida, (porque hay quienes hemos decidido no ser madres en tanto no se arreglen las condiciones deplorables de la humanidad o simplemente no ser madres y ya), el útero representa esa fuerza sagrada de sanación. La sangre es transformación, no es un castigo. Tantos siglos de opresión nos han obligado a regresar a nuestra magia suprimida por el patriarcado y su envidia. Será el perdón, seremos las mujeres quienes sanaremos al mundo o si no, no habrá tal mundo.
Hace casi un año regresé a mi país. Sin un peso y en medio del caos. Los militares disparaban y siguen disparando a bala viva en las calles. Por primera vez, desde la gran Huelga Bananera, todo el país se organizaba para protestar por el fraude electoral más transparente de la historia, porque se hizo en las narices del mundo. Las redes sociales hicieron su parte y hay quienes (muchos) decidieron quedarse ahí. En una indignación por Facebook. Regresar al infierno no ha sido fácil. Pero es así como empezás a conocer a tus aliados y a tus enemigos.
Salí de la universidad con 21 años. Al poco tiempo (por fortuna) empecé a trabajar en la universidad. Mi ex jefe era (es) un tipo brillante y también la mejor representación de servilismo y oportunismo que existe. Para que elijas el lado de la corrupción, teniendo todas las herramientas y comodidades para hacer el bien, es porque sos un haragán y un sinvergüenza. El primer año, mis compañeras y yo estuvimos ocho meses sin sueldo, trabajando para la universidad pública más grande del país. Un día nos contrató para ayudarle en su trabajo doctoral. Nos sentamos frente a la computadora toda la noche y toda la madrugada. Nos pagó con la pizza de franquicia más barata que encontró. Nunca nos dio un centavo. Al tiempo, una de mis compañeras le cobró en su oficina. Se puso rojo como se pone Porky cuando lo sorprende el Pato Lucas. Tal como debe estar ahora mismo leyendo esto. Como les dije antes, este país es un criadero de “crialdad”. Pero cuando has sido un “niño bien” es peor, porque llegás a dirigir instituciones públicas y hasta creés que de verdad sos importante. El tipo sigue ahí, defraudando a más gente. En su palacio de corrupción, que ya hasta parece empresa privada, lamiendo botas para no hundirse en el barco. Y así como él, vienen otros arreando el camino. Por eso no es preciso dormirse en los laureles. Ya no podemos seguir bajo el mandato de hombres enfermos de la mente.
La vida adulta en Honduras no es nada fácil. Sobre todo para las mujeres pobres. Todas sufrimos de una u otra forma los estragos del machismo. Nos toca amar, sufrir, perdonar y volver a repetir el ciclo hasta que nos matan. Por eso he decido estar soltera hasta que mi corazón sane bien y encontrar un compañero que también busque sanarse de toda esta toxicidad. Aunque digan lo contrario, el amor monógamo (o el poliamor escondido) sigue siendo tóxico. Las personas somos tóxicas. Y la crisis económica que no ayuda a la psiquis. Por mis posturas políticas me dijeron que no podía volver a trabajar en la Universidad. Estuve tres meses viviendo en la casa de la mamá de mi mejor amiga. Por deberle dos meses de renta (seis mil lempiras), me trató muy mal. Igual de mal que traté yo a un amigo porque me debía el triple de esa cantidad. Así están estas Honduras. Donde a la gente se le olvida la solidaridad en tiempos de crisis. Pero ojalá sea todo esto una lección de vida, para todos y todas. Hasta para el parásito institucional de mi ex jefe. Hasta para los gobernantes oscuros que nos tienen así.
Trato de cargar mis cicatrices conmigo. En lo que puedo, cuando no estoy perdida en mi mundo, ayudo a alguien con una palabra de aliento, que es la única forma que ahora tengo para ayudar, pero no por eso es menos valiosa. No me importa si el mensaje llega a una sola persona. Si ayuda a convencerse que las tormentas pasan, que los infiernos sólo abren puertas más luminosas, no importa cuán profundo quieran ir. El camino es el mismo. El odio, el miedo y el dolor son motores que avanzan hacia la evolución, la naturaleza no conoce de vacíos, ni de retrocesos.
¿Sobreviviremos al Apocalipsis? Por supuesto que sí. Nunca se dio una noche sin la promesa del amanecer. Y para eso estamos aquí, para acompañar, luchar y disfrutar de la vida en el camino. En Honduras no todo es malo, quien diga lo contrario está ciego. Estamos vivos, bien joididos, pero vivos, por tanto, es ganancia. Sigamos viviendo y felices, sin tanto alcohol, contra todo pronóstico. Aunque la noche se ponga más oscura y los oportunistas sigan haciendo fiesta. No será siempre así. No lo vamos a permitir.
Nos ha tocado duro, sí y el futuro tampoco pinta bien. Pero no se compara ni un poquito con lo que ahora están pasando nuestros hermanos en su travesía al epicentro de la maldad, a las cincuenta estrellas de la muerte. Cruzando ríos, soportando balas, insultos. Sin embargo, también se han encontrado con brazos solidarios. El amor del pobre hacia el pobre, los que mejor saben de necesidad. Eso es lo que nos ayudará a sobrevivir el final de esta era. El amor acompañado de la determinación y la pérdida del miedo. Así como salen a cazar los felinos en la selva para alimentar a sus crías, saldremos a cazar nuestra libertad, mientras nos sanamos en el proceso con la fuerza femenina. Bienvenidos al fin del mundo, les dije, y así es. Se salvará quien decida salir a salvar a los demás.

FOTO: Sean T. Hawkey
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