Artículo comentado Eficacia de las guías antimicrobianas para la neumonía comunitaria adquirida en niños

in #medicine7 years ago

Artículo original: Smith, MJ; Kong, M; Cambon, A; et al. Effectiveness of antimicrobial guidelines for community-acquired pneumonia in children. Pediatrics 2012; 129:e1326-e1333.

Introducción
Como con ningún otro tipo de fármacos, la prescripción de antibióticos siempre causa —o debiera causar— un dilema ético. Por un lado, está la obligación de proporcionar al paciente el mejor tratamiento posible; en el caso de una infección bacteriana, un antibiótico con la menor posibilidad de falla por resistencia (además de otras consideraciones de espectro, eficacia y seguridad) debiera elegirse siempre. Con esa perspectiva unilateral, se emplearían carbapenems para tratar las más simples infecciones adquiridas en la comunidad, habida cuenta de que son de los pocos antibióticos contra los que virtualmente no existe la resistencia entre los patógenos no hospitalarios. La razón por la que no lo hacemos es, precisamente, por la necesidad de considerar el otro lado del dilema: el riesgo que la creciente resistencia bacteriana impone a la salud pública. Utilizamos entonces antibióticos que pudiesen tener mayores tasas de resistencia en la comunidad —un riesgo calculado—, y reservamos los carbapenems y otros antibióticos de similar espectro y menor resistencia, para tratar infecciones graves. Sin embargo, conforme la resistencia crece, el dilema se hace más difícil de abordar. Pensemos en las infecciones causadas por neumococos: las penicilinas simples fueron efectivas por muchos años, pero la resistencia, real o percibida, fue motivando un cambio hacia cefalosporinas, macrólidos y, más recientemente, fluoroquinolonas. Pero si la resistencia de los neumococos a las penicilinas no fuese alta, entonces el cambio a otros antibióticos no estaría justificado; desde el punto de vista ético sería simplemente inadmisible. Y ese parece ser precisamente el caso.
Aquí es probablemente necesario hacer un paréntesis para abordar un tecnicismo. Llamamos “resistente” a una bacteria capaz de crecer en presencia de un antibiótico dado, a las concentraciones alcanzables en el plasma o los tejidos de un paciente que recibe una dosis segura; pero esta habilidad de la bacteria debe conducir a falla terapéutica si se emplea el antibiótico en cuestión contra una infección causada por esa bacteria, de lo contrario la “resistencia” no tiene relevancia clínica. Establecer entonces los límites entre bacterias sensibles y resistentes, los “valores de corte” que usa el laboratorio de microbiología, es muy complicado, por cuanto implica no sólo detectar el cambio en las concentraciones inhibitorias del antibiótico (algo que se hace fácilmente in vitro), sino vincular ese cambio a la falla terapéutica (que sólo se puede determinar clínicamente). Durante muchos años, los comités que establecen esos valores de corte (el Clinical and Laboratory Standards Institute de Estados Unidos, por ejemplo) optaron por “curarse en salud”: ante un incremento leve en las concentraciones inhibitorias, lo denominaron “resistencia”. Esta cautela excesiva tenía una justificación aparentemente sensata: es mejor un “falso positivo” (reportar resistencia cuando en realidad no la hay) que un “falso negativo” (reportar como sensible a un organismo que en realidad es resistente en la clínica). La estrategia resultó, en el mejor de los casos, contraproducente: en algunos casos, especialmente el de la resistencia del neumococo a la penicilina, el establecer valores de corte muy bajos —falsos positivos—, llevó al abandono injustificado de las penicilinas como primera elección en el manejo de infecciones neumocóccicas, impulsando el uso de otros antibióticos de mayor espectro y, de la mano, rápida resistencia a estos últimos. El error se corrigió, parcialmente y demasiado tarde, en 2002: hasta ese año, se consideraba sensible a la penicilina a un neumococo con una concentración inhibitoria mínima de hasta 0.25 µg/mL, haciendo que todos los demás cayeran en la categoría de “no-susceptibles a la penicilina”; en 2002, re-evaluando los datos clínicos, se concluyó que si un neumococo es inhibible con hasta 1 µg/mL, sigue siendo sensible, siempre que no esté causando meningitis. Este cambio simple hizo que la proporción de neumococos “no-susceptibles a la penicilina” en Estados Unidos pasara, de 38% antes de 2002, a 4% después de ese año. Regresando a las consideraciones éticas, dar una penicilina a un paciente con neumonía neumocóccica cuando el riesgo de resistencia es de casi 40%, sería inadmisible; pero si el riesgo de resistencia es de sólo 4%, lo que resulta poco ético es no dar penicilina.

Aplicando la información correctamente: el valor de las guías
Con esta probablemente excesiva introducción, vayamos ahora al artículo. Habida cuenta de que la tasa de resistencia a la penicilina entre los neumococos no es en realidad tan alta, la Infectious Diseases Society of America y la Pediatric Infectious Diseases Society regresaron a la ampicilina (la primera aminopenicilina, con una de las más extensamente documentadas eficacia y seguridad, además de la ventaja de la administración oral) a la categoría de “primera elección” en el manejo de la neumonía comunitaria en niños mayores de 3 meses. Esas guías fueron adoptadas y adaptadas, de acuerdo con las observaciones del comité de buen uso de antibióticos (antibiotic stewardship) de un hospital infantil en Kentucky, Estados Unidos, de donde proviene el artículo. En forma resumida, esa guía recomienda: ampicilina como antibiótico preferido ante neumonía comunitaria, lobular sin derrame; clindamicina y ceftriaxona si hay derrame; azitromicina si la neumonía es atípica; y oseltamivir si es viral. La guía se emite en octubre de 2008, y los autores analizan las conductas de prescripción en su hospital, y los desenlaces clínicos en un periodo que va de enero de 2007 a septiembre de 2009. En ese periodo hubo 1,373 hospitalizaciones por neumonía comunitaria, de las que se excluyeron para análisis 127 por no haber recibido antibiótico en las primeras 24 h. Es probablemente destacable que, pese a tratarse de un hospital de tercer nivel de un país del “primer mundo”, en la enorme mayoría de los casos (1,101 de los 1,246 analizados) no se documentó la etiología de la enfermedad, lo que nos recuerda que, aún en las mejores condiciones, la terapia antimicrobiana de la neumonía comunitaria es mayoritariamente empírica.
El impacto de la formulación de la guía en cuestión, y de su seguimiento, en los patrones de prescripción de antibióticos, fue extraordinario: el uso de ceftriaxona, el antibiótico injustificadamente favorito contra la neumonía comunitaria, pasó de usarse en 56% de los pacientes, a justamente la mitad, 28%; al mismo tiempo, el uso de ampicilina pasó de 2% antes de la publicación de la guía, a 44% después. El uso de la vancomicina disminuyó (de 10 a 5%) y el de otros antibióticos permaneció sin cambios significativos (clindamicina de 12 a 10%, y azitromicina de 21 a 17%). Desde luego, esta observación carece de valor si no se revisan los desenlaces: no hubo muertes a lo largo del periodo estudiado, ni diferencia en incidencia de efectos adversos ni de tiempo de estancia en el hospital (3.11 días promedio antes de las guías, 3.13 después).
Las conclusiones de los autores giran en torno a la importancia de disponer en el hospital de guías adecuadas, y de un comité de buen uso de antibióticos; especialmente, el éxito en la implementación de las guías dependió, en la opinión de los autores, del apoyo de los administradores y los médicos con más experiencia, tanto en el proceso de la preparación, como en la implementación. Contrastando con la situación privilegiada de otros hospitales estadounidenses, que incluyen en su comité de buen uso de antibióticos a farmacéuticos con doctorado y entrenamiento adicional en pediatría e infectología, el hospital del que surge este reporte no cuenta con personal de tan alta especialización, lo que lo hace más representativo (y cercano a la situación mexicana). Personalmente, la conclusión relevante para el autor de este comentario es que al menos la mitad de las prescripciones de ceftriaxona, antes de la emisión de las guías, era innecesaria, y que la ampicilina puede hacer perfectamente el trabajo, sin someter a las poblaciones bacterianas a la presión selectiva de una cefalosporina de tercera generación. Aunque probablemente suene exagerado, ese uso excesivo de ceftriaxona, en estos tiempos de resistencia, simplemente no es ético.

Sí, bueno, pero eso es Kentucky… ¿y en México?
México carga el especial estigma de ser el país latinoamericano con la mayor prevalencia reportada de resistencia a la penicilina entre los neumococos: 70% son “no-susceptibles”, incluyendo 13% francamente “resistentes”, según algunos reportes. Sin embargo, esos porcentajes se calcularon con base en los valores de corte anteriores a 2002, de modo que muy probablemente estén igual de “inflados” que los datos de Estados Unidos. Hay que recordar, además, que usar un beta-lactámico, como la ceftriaxona, contra un neumococo resistente a la penicilina, es inadecuado por cuanto la resistencia suele ser cruzada (los neumococos resistentes a penicilina producen proteínas de unión a penicilina, PBPs, alteradas, lo que frecuentemente los hace también resistentes a cefalosporinas). Y la resistencia a otros antibióticos es también elevada: más de 70% de los neumococos son resistentes a co-trimoxazol, que en realidad nunca debió usarse en infecciones respiratorias; y casi el 50% a claritromicina (aunque en este último caso, también un número importante de “resistentes” en realidad no llevan a falla terapéutica). En el particular caso de las infecciones pediátricas, el uso de fluoroquinolonas “respiratorias”, como el moxifloxacino, está contraindicado. Lo que nos lleva de regreso a la ética.
Stuart Levy, un pionero en el campo de la resistencia bacteriana, define a los antibióticos como “fármacos sociales”: cada prescripción afecta, no sólo al paciente que lo recibe, sino a la sociedad en general, en forma de resistencia. “Cada antibiótico que demanda un paciente, cada prescripción innecesaria escrita por un médico, cada tratamiento inconcluso, cada uso inadecuado o innecesario en agricultura y ganadería, está potencialmente firmando una sentencia de muerte para un paciente en el futuro”, escribió en 2009 Matthew Dryden. Sólo los antibióticos tienen esa característica y es por ello que el dilema ético, entre el beneficio para el paciente y el riesgo para la sociedad, deba sopesarse cuidadosamente, para cada caso y poniendo en la balanza toda la información disponible. En ese escenario, debiera privilegiarse el uso de antibióticos con espectros reducidos y con menor potencial para seleccionar resistencias que hagan inmanejables a las infecciones graves. La frase anterior es particularmente relevante: unos más, otros menos, pero todos los antibióticos tienen el potencial para seleccionar resistencia; sin embargo, el uso de ampicilina y la resistencia que pudiese causar, no afecta significativamente las perspectivas de tratamiento de infecciones graves, por cuanto la ampicilina rara vez se usa en esas circunstancias. En cambio, el uso innecesario de cefalosporinas de tercera generación (e.g., ceftriaxona o las orales), como es el caso de la mayoría de las infecciones respiratorias comunitarias, propicia que esos medicamentos pierdan eficacia ante infecciones graves, en las que sí representan aun una opción valiosa. Aquí, como en pocos otros casos, la frase que más se asocia a la “teoría del caos” (“el aleteo de una mariposa en Brasil pudiese causar un tornado en Texas”) es particularmente cierta: una prescripción descuidada de un antibiótico contra una infección menor hoy, puede causar un brote hospitalario con alta mortalidad mañana. Desde luego, cada caso debe revisarse con cuidado: un paciente añoso y débil, con larga historia de exposición a antibióticos (o expuesto a nietos con larga historia de exposición a antibióticos), probablemente requiera un tratamiento de acción rápida y sin resistencia documentada; pero en el paciente joven, sin comorbilidad ni tratamientos antimicrobianos recientes, un antibiótico como la ampicilina puede ser la opción eficaz y segura. Además de ser “medicina basada en evidencia” es, simplemente, ético.
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