La viajera caminante

in #maria4 years ago

María tomó a su hijo de 3 años en sus brazos y decidió irse a su pueblo de origen, dónde había nacido, donde había crecido. El señor del cuarto que ella alquilaba, la había echado porque ella no pagó la renta del mes. Muchas personas estaban regresando a sus lugares de origen, porque ya no había nada que hacer en esa ciudad, aquella ciudad en la que alguna vez soñaron un nuevo amanecer, un amanecer que no tenían en el lugar donde nacieron. María sabía que no podría usar ningún vehículo para irse. Todo estaba restringido en el país. Ella tomó dos maletas con la ropa que poseían ella y su hijo. María caminó largas horas para llegar a la salida de la ciudad. Ella pensó que sería un gran desafío hacer un viaje de ese modo. Ella logró llegar a la carretera central. Allí vio a muchas personas que hacían lo mismo. Ella con el poco dinero que poseía podría haber pagado la renta para quedarse un mes más en aquella ciudad, pero ya había pasado en realidad un mes, ya que el presidente había casi jurado que serían solamente dos semanas. Ella confiaba que serían dos semanas, no un mes, no cuarenta días, ya no podría confiar en pagar un mes más y arriesgarse a quedarse sin dinero para poder comer, para poder alimentar a su hijo. Ese dinero que le sobraba prefería usarlo para llegar a su pueblo donde ella tendría una mejor suerte, ya que se ahorraría en hacer muchos gastos ya que contaba con el cuarto que su madre le ofreció por teléfono de manera gratuita, además que los alimentos serían más fáciles de encontrar, ya que tenían una pequeña chacra y unos animales.
María se despertó a media noche al oír el llanto de su hijo, un llanto justificado porque estaban pernoctando en medio de la carretera con una garuo intenso. Ella no tenía una carpa, se las había ingeniado para armar una tienda de campaña con sus mantas, y algunos plásticos grandes y que alguno de los otros viajeros le había ayudado a armar. El hijo de María tendría hambre, tendría frio, tendría miedo. Ella se mantuvo fuerte porque quería mostrarle confianza a su hijo, para que este no tema. Así que le converso ligeramente. Su hijo tenía mucha fiebre, y tos. Ella creyó que su hijo ya tenía la nueva enfermedad, se puso a llorar también. Algunos viajeros caminantes que oyeron algo al respecto, murmuraban con malicia diciendo que María ya no debía continuar el recorrido con ellos, en ese grupo, porque si sospechaba que su hijo tenía esa enfermedad, era muy seguro que ella también lo posease. Algunas pocas personas la miraban con compasión a lo lejos, pero sin ayudarla pensaban: “Pobre, ojalá pudiera hacer algo, pero nadie puede”.

María siguió el camino a solas, partió a la media noche con su hijo en brazos, abandonó sus maletas, tomó el dinero en sus bolsillos y corrió maldiciendo a los que la miraban con ojos de odio, condenándola de que ella estuviese infectada, y sin nada de empatía a una madre que lo había perdido todo en la ciudad que creyó, le daría lo que el pueblo al que ella regresaba no pudo. María sintió que su hijo mejoraba, ya el sol estaba sobre su cabeza, su teléfono sin batería, ningún carro viajaba, esas carreteras ahora eran desiertas y solamente recorridas por los militares que, cuando pasaban, le gritaban: “debiste quedarte en tu casa viajar no hará que te salves de este virus”.

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