Atalaya
Virginia Woolf, Fiodor Dostoievski, Liev Tolstoi y Stefan Zweig son los cuatro nombres que normalmente saltan de mi boca cuando me hacen la difícil pregunta de quién es mi escritor favorito. No siempre digo el mismo nombre, y el orden en el que los he señalado tampoco es indicador de preferencia. La elección de uno u otro está estrictamente relacionada a cómo me siento en el momento en el que me toca contestar la pregunta.
A cada uno llegué por vías distintas: a Woolf la conocí cuando vi “The Hours” (2002), le robé “El jugador” a un profesor coqueto que tuve en secundaria, Tolstoi es herencia de mi primer novio y a Zweig me llevó el ajedrez. Una razón bastante débil porque cuando digo que el ajedrez es el culpable me refiero a que él tiene un libro llamado “Novela de ajedrez” y yo juego desde muy pequeña; me llamó la atención el libro apenas por su nombre. Dos páginas leídas y ya lo proclamaba mi escritor favorito de turno.
Es necesario aclarar que, aunque distintas las vías, todas fueron impulsadas por el mismo motivo: me seduce la gente que ha vivido, esos que no parecen salir de una para entrar en otra; y aunque en la mayoría de los casos esto suele tener una connotación negativa, últimamente he leído mucho sobre Jane Austen quien, a pesar de haber vivido en circunstancias medianamente cómodas y convencionales, se encargó de hacer de su vida una aventura personal. Sí, me seduce la gente que hace que le pasen cosas porque siempre tienen algo que contar, porque son los que toman decisiones, los que forjan los cambios. Gente con vidas extraordinarias.
Y no hay que confundir una vida extraordinaria con bondad y pureza de corazón; yo misma he hecho cosas terribles (de las que no me enorgullezco y esto no es una invitación a hacer daño a los demás), pero de aburrida ninguno de los que me conoce podrá acusarme nunca. Tampoco llamar extraordinario a viajes exóticos, ya sea geográficos o astrales. Una vida extraordinaria es una que sabe cómo pasar por fuego.
Así que para que un escritor me interese, lo primero que hago es investigar sobre su vida. Bajo esa premisa, hoy vi “Stefan Zweig: Farewell to Europe”, una película sobre su vida en el exilio en Brasil, específicamente sobre sus dos últimos años de vida. Con su segunda esposa, Lotte, se refugiaron en ese país debido al peligro que representaba para ellos como judíos vivir en Alemania o Austria durante la Segunda Guerra Mundial. No sabré decir qué tan fiel sea el ojo de María Schrader, la directora, pero sí puedo hablar de la tristeza que se lee en los últimos libros de Zweig, esos pocos escritos durante esos años; misma tristeza que se ve reflejada en la película y que lo acompañaba en las reuniones que celebraban las autoridades locales para homenajear su nombre, o mientras escuchaba “An der schönen, blauen Donau” como regalo de bienvenida, o incluso mientras asistía a su propia fiesta de cumpleaños. Él parecía estar complacido con la vida pacífica que había logrado crear en esa tierra, y de hecho lo dice en voz alta — aunque con tinte de resentimiento, influenciado por toda la gente que seguía sufriendo el caos en Europa, la impotencia, la culpabilidad, todo aquello que no le permitía disfrutar la vida tranquila que le habían regalado los brasileños. Se le escucha apreciar a los burros cargando canastas de zanahorias, lo agradable del clima en ciertas zonas ideales para el verano, es amable con la gente y se deshace en cariños hacia un perro que le regalan. Platica con un viejo amigo que se muda al pueblo, hacen planes para el café, comparten el periódico y le invita a una partida de ajedrez. Tres meses después se suicidó junto a su esposa.
Adjunto una transcripción de la carta que dejó:
Declaración
Por mi propia voluntad y en plena lucidez
He creado toda esta parafernalia porque esta película me recordó años más vívidos, en los que, aunque de forma bastante irresponsable, me las arreglaba para construirme experiencias poco comunes. Hoy soy mucho más calmada y cautelosa, pero eso no significa que no haya día del mundo que no cambie de calle solo por saber qué hay del otro lado.
Siendo atea, yo no creo que haya nada después de morir así que lo que sea que deba sucederme tendrá que ser aquí, donde y mientras lo pueda disfrutar.
Aunque sea para tener algo que contar cuando me reúno con mis amigos.