A Nílovi - Ensayo (carta de amor)
Mi felicidad es un golfo que deriva en hallarse fuera de tiempo, donde aparece impromptu tu figura con el antecedente feroz de tantas muertes. Tu recuerdo se desliza por mi designio de quererte sin que estés, y si no vuelvo a ti es porque te gusta de mí la ausencia. En el camino de calles angostas te vi en sueños ahogada de sonrisas y el pecho hinchado como lo hacías al escuchar Brahms, te veía de lejos el ritmo maestoso y grave de una lluvia sin tormenta, reculaba mis pasos, agitado y nervioso, y me afligía no hablarte. Me deseabas, lo supe cuando toqué tu cabellera alambrada que queriéndome besar los dedos me los mordía. Y con esa voz suave, sin querer repletar el espacio ni mi atención, lo abarcaste todo, sin pretensión, sin necedad. Estas letras prolegómenas del infierno que es nuestra causa común tienen la beligerancia del que ama con fuego, me derretías con tu mirada esquiva y el quiebre de tus labios, pero mi voluntad no se quiebra con azúcar, es como el attacca del concierto de Bruch. Confundiéndome te alejabas con desprecio disimulado. En el espacio entre la incertidumbre y la espera se agotaba mi equilibrio, hasta que nuestros ojos se atacaron con pretensión de ternura, me encontraste con la riqueza profunda en el estómago, el coraje tonto de los enamorados. Y fui tuyo.
Como la lluvia de angustia y placer, así es hoy. Y la tierra húmeda me acoge mientras escribo volando para encontrarte en el viento donde no hay casa, bailándonos sin pena. Veo tu mirada loca cruzada por el remolino de pelos en esa tormenta alegre, de cuando nos jugueteábamos los cuerpos antes de quedarnos dormidos, y te decía “¿por qué te preocupas, acaso sabes cuándo vas a morir? No, nunca he tenido reloj,” dijiste. Y yo que nunca veo el reloj ni las malas intenciones, tampoco vi un fin, cuando cantábamos alegres la sentencia de días con sabor a largos viajes misteriosos, agarrados y abrazando el color de la tarde con traviesas ganas parecíamos turistas en todas partes. La filosofía como epístola de la historia es tejida de pensador en pensador, así andábamos nosotros hilando fantasías de futuro. Beethoven es mi héroe, lo escucho y me deja hurgarte en el recuerdo opaco. Así como hace cien años un guerrero gritó desde la Bufa, en la Zacatecas verde de entonces, la lucha que abarcó el siglo y la geografía que nos acapara, yo grito la efervescencia cultural de hallarme constituido.
Eres un invierno mujer, un invierno con el otoño revolcado, te pareces a la ardentía de mayo cuando me meto en ti, sumergido en el embrollo de tu rareza me dispersas, aun lejos, mi control sucumbe en el anhelo de un encuentro contigo; qué terquedad en perderme cuando apareces con tu cuello pícaro codiciado por vampiros. Me atropello en un desierto de ilusiones poniendo ladrillos en los espacios pasados que no tuvieron relevancia. Contigo como utopía andaré, respirando un golfo de sueños en las alas de las aves que se pierden al caer la tarde muriendo lentamente con el sol. Y de tanto parecer eternos, nos pretendimos violentos, cada uno queriendo despojar al otro, buscando un supuesto nuevo significado al empeño de querernos, y nos dijimos adiós. Desde entonces tejo una red de motivos para no morir con el alma vieja, con mis metas alcanzadas. El amor es un banquete en eterna indigestión que lleva consigo a sus (dos) padres, sin molestias es inconducente. Y no te perderé. Te buscaré en la conclusión de cada muerte mía, porque amarte sin que estés, es la inmortalidad.
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