La noche de Halloween (Cuento de terror de Halloween)
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La noche de Halloween el niño haciendo gala de su rebeldía desobedece a sus padres y sale a la calle en busca de dulces, pero lo que encuentra es algo mucho más espeluznante.
Vagando solo por un oscuro callejón, escucha una voz siniestra llamándolo:
—Ven aquí pequeño, no te dejaré hasta que tengas tus caramelos... ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
Una risa maníaca e irritante que hiela su sangre. El pequeño comienza a correr aterrado, sintiendo una presencia maligna persiguiéndolo sin descanso. Corre y corre hasta que finalmente llega a su casa, golpeando la puerta con desesperación.
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Cuando sus padres le abren, se encuentran con una imagen escalofriante: su hijo está empapado en sudor frío, lágrimas corren por su rostro, y sus ojos desorbitados reflejan un terror indescriptible. El pequeño està mudo del espanto, incapaz de articular palabra alguna.
A la mañana siguiente, cuando recupera el habla, les relata su espeluznante encuentro con aquella entidad maligna en el callejón. Sus padres, horrorizados, lo castigan sin salidas ni amigos, encerrado en su habitación las 24 horas.
Pero el calvario del niño no terminó ahí. Todas las noches es atormentado por pesadillas donde esa risa burlona y grotesca le persigue sin tregua. Y cada vez que va a la escuela, no puede evitar mirar hacia ese lóbrego callejón, temiendo que la criatura salga de las sombras para reclamarlo.
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Con los años, el trauma se hizo insoportable. El niño ahora joven comenzó a alucinar, viendo sombras deformes en cada rincón oscuro. Hasta que una noche fatídica, mientras cenaba con su familia, dejó caer el tenedor y miró a su esposa con ojos desencajados.
—¡Está aquí! ¡La risa! ¡La puedo oír! —grita desquiciado.
Su esposa corre a socorrerlo, pero él ya había perdido la razón. Enloquecido, la ataca con un cuchillo de la mesa, y en su delirio termina asesinando a sus dos hijos pequeños también.
La policía lo encuentra al día siguiente, sentado en un rincón de la oscura sala, meciéndose y riendo de forma perturbadora, repitiendo:
—No te dejaré hasta que tengas tus caramelos... ¡Ja, ja, ja, ja!
Aparentemente, lo que sea que el niño hubiera encontrado esa fatídica noche de Halloween, nunca lo abandonó. La maldición lo persiguió hasta consumir su cordura... y su alma.