Tomó las llaves del carro y salió de la casa. ¿¡Qué salió!? ¡Voló! Las voces de sus familiares quedaban ahogadas por la distancia y, al encender la radio, eran reemplazadas por las canciones que había escuchado miles de veces.

Al llegar a la playa, María se bajó, activó la alarma y caminó directo al mar. Buscó una zona de la orilla en la que no hubiese muchas rocas. Se quitó las sandalias y sintió placer y gusto al tocar las piedrecitas finas que conforman la arena tibia. Entró en el agua lentamente para acostumbrarse a la temperatura.

El vestido que tenía era blanco y su ropa interior.... No le importaba. Si a la gente le molesta, mejor dicho, si a las demás mujeres les molesta que no combine, que se vayan a la porra. Se lanzó al agua y contuvo el aliento. Dejó que su cuerpo y su mente sintieran y pensaran lo que quisiera hasta que volvió a la superficie.

Dio unas pocas brazadas, chapoteó y se olvidó de las discusiones en su casa, el estrés del trabajo y todos los problemas relacionados con sus interacciones regulares.

Según su terapeuta, ella debía tomarse el tiempo para respirar, relajarse y, de ser posible, marcar límites a las personas que le drenaban la energía.

Al principio le costaba separarse y buscar un descanso de los demás. Cuando empezó a ponerle empeño a esa tarea de distanciarse, la gente hizo el esfuerzo de seguir usándola como vertedero emocional o como juguete para sentirse mejor ellos mismos.

Cuando vio los resultados de no escuchar las quejas de los demás, María dobló la apuesta y decidió cambiar de amigos y frecuentar a otros colegas.

María tomaba aire y se sumergía para salir a los pocos segundos. La nueva terapia le ayudaba a estar más consciente de las cosas, incluyendo su respiración. Nadar, moverse, sacar y meter la cabeza en el agua para renovar el oxígeno le exigía valorar el acto de respirar, el acto de vivir.