Concurso de Redacción de Historias: Escaladores de montaña

_{Imagen editada en PowerPoint/ F}

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Jorge, Kendrick, Luis y Francisco se miraron entre sí, desconcertados en un primer momento, pero en seguida acordaron que debían salir a dar parte a los organismos de rescate, aunque antes decidieron llamar al centro de salud más cercano con la esperanza de que sus amigos estuviesen allí. El encargado de la posada les permitió, con la proverbial amabilidad de los merideños, que utilizaran el teléfono fijo, ya que ninguno de sus dispositivos móviles tenía cobertura. Después de marcar varias veces, nada sucedió, parecía evidente que al otro lado de la línea repicaba el aparato, sin embargo, no había ninguna respuesta.

Ya estaban a punto de salir para la calle, cuando sonó el teléfono de la posada. Francisco corrió a atenderlo y, apenas escuchó las primeras palabras, el rostro se le iluminó y sus amigos se dieron cuenta de que por su sonrisa y la distensión del rostro había buenas noticias de Manuel y Emilio… Se encontraban en un ambulatorio que estaba a tres calles de allí, les dijo después; un médico de guardia le había recomendado al enfermo que pasara en el centro de salud esa noche y su compañero, por supuesto, no podía dejarlo solo. Vamos para allá, dijeron todos, y se fueron.

La única enfermera de guardia los condujo a la habitación y se quedó allí, fascinada, cuando la emocionada voz de Emilio comenzó a relatar que se habían perdido de regreso a la posada. De repente llegamos a un sitio, señaló, donde no se veía ningún camino, no sabíamos hacia qué dirección debíamos agarrar y ya Manuel estaba demasiado mareado. Nos sentamos a descansar, creo que nos estábamos quedando dormidos cuando apareció un muchacho como de quince años. ¿Están perdidos? Vengan conmigo, por aquí cerca está nuestra cabaña, dijo sin esperar a que le respondiéramos nada, y nosotros nos levantamos y lo seguimos muy lentamente.

Como a la media hora, llegamos a una casa de madera, muy humilde, pero impecablemente limpia y ordenada. Una señora con un cabello tan largo que le llegaba a la cintura y los ojos muy azules en seguida sentó a Manuel en una mecedora y le untó con sus manos un líquido espeso que extrajo de una botella. Ahora pueden seguir por aquí hasta el ambulatorio, nos dijo luego señalando el sendero, ahí lo atenderán mejor; se van derechito y como en veinte minutos llegarán. Antes de salir, por supuesto, le dimos las gracias un millón de veces, pero cuando preguntamos por el joven que nos condujo hasta allí, a la señora se le salieron las lágrimas y nos mostró una foto que estaba en la pared: ¿Quién, ese? preguntó con un hilo de voz, y mientras movíamos afirmativamente la cabeza, expresó con gran pesar: él es mi hijo Atilio, hace ya veinte años que se perdió en esos páramos y lo encontraron muerto después.

Todavía no salíamos de nuestro asombro cuando la enfermera emitió una sonora expresión de temor y exclamó, persignándose: Ay, Dios mío… la mamá de ese muchacho, Atilio, también murió de la pena a las dos semanas de fallecer su hijo y esa cabaña ya lleva más de veinte años solitaria.

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Invito a los amigos:
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