Acechando
Imagen de Peggy und Marco Lachmann-Anke en Pixabay
Cuando pienso en ti, aún siento cosas.
No he podido sacarte de mi mente.
Infinitas noches, incontables días, y tu presencia sigue acechando mi pobre alma desierta.
Estás en la casa en la que vivimos; estás en mis sueños cuando duermo.
Caminas conmigo al andar.
Y siempre siento el tremendo desamparo de no tenerte.
Desde que te perdí, envejecí mil años.
Mi pelo se volvió nieve, y mis dolores no paran.
Deseo tu bien y que tu paz sea eterna, aunque mis días sean de pena.
No hay paralelo posible a tu existir.
Parece que se puede amar una sola vez en la vida, porque no veo a otra mujer como a una mujer; son solo sombras que pasan y no dejan rastro.
Mi ser no quiere soltarte. Tiré todas tus fotos porque eran el pasado, y yo te quiero en el presente.
Hace mucho que no veo tu cara; parece que pasó un siglo.
Cuando te fuiste, estaba enfermo, y ahora estoy moribundo.
¿Quién podría querer ahora a una persona como yo, que fue abandonada como algo sin valor alguno?
El existir es incierto; no hay reflejo de mí.
No hay diferencia entre la luz y la oscuridad; no percibo el miedo ni el terror, porque no hay cosa más pavorosa que no tenerte entre mis brazos.
Y si me querías, ¿por qué me hiciste tanto daño?
Creí en tu amor como en ninguna otra cosa.
Y no alcanzó, no sirvió, no sirvo más; se acabó mi tiempo.
Tal vez el día de mi adiós pueda verte por última vez y darnos un beso despiadado, ese que no nos dimos el día que dejaste mi amor tirado como mugre en el piso.
Que mis días acaben rápido, así ya paso como un recuerdo olvidado.