Una tarde, mientras la lluvia inundaba el pueblo, ella llegó a la casa. La puerta del frente estaba cerrada, por lo que tuvo que dar la vuelta y llegar por el patio. Por ese lado de la casa, la puerta estaba abierta, así que entró dejando una estela de agua en el piso. Cuando la vimos, todos nos sorprendimos porque nadie la estaba esperando. La primera que se movió fue mamá, quien le buscó una toalla para que se secara. Todos los niños corrimos a abrazarla. Solo papá se mantuvo en la distancia, mirándola con tristeza y con algo de recelo. Ella medio alzó la cabeza y saludó a papá con un simple gesto en el rostro. Había llegado la tía, después de mucho tiempo.

Con la llegada de la tía, las cosas en la casa cambiaron. Ella era la primera que se levantaba y cuando mi mamá se despertaba, ya casi los quehaceres de la casa estaban hechos: desayuno, limpieza de los pisos, sacudidas de los muebles y hasta las matas estaban regadas. Mamá tomó la costumbre de despertarse tarde, por lo que de una u otra forma, la tía se convirtió poco a poco en la dueña de la casa. Papá que trataba de no cruzarse con mi tía, casi ni salía de su habitación y hasta varias veces peleó con mi mamá por darle las riendas de la casa a su hermana. Mi madre, al parecer, no le importaba mucho lo que pensaba papá y dejaba que la tía tomara el control de todo. Mientras la loza estuviera lustrosa, los pisos sacudidos y la comida hecha, mi mamá era feliz.

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El único tiempo que tenía la tía a solas y para ella, eran las noches. Diariamente, después de las 6, sacaba películas de una caja vieja que había en un rincón. Allí, entre Casablanca, The African Queen, Manhattan, Brief Encounter, The Bridges of Madison County y las 4 horas de Gone with the Wind, transcurrían las noches de la tía. Sentada en su cama, la tía miraba embelesada las historias de amor imposible que salían de la pantalla del televisor. Los niños teníamos prohibido entrar a la habitación, pero las veces que lo hicimos, con cualquier excusa, encontrábamos a la tía llorando. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas, cayendo sobre su regazo y sobre unas manos maduras y flacas que siempre apretaban un pañuelo blanco.

Con los años, luego de la muerte de la tía, me enteré que cuando joven, ella había tenido un romance con mi papá, pero que después que él conoció a mi mamá, la dejó. Escuché esto o algo parecido. No sé. Cuando le pregunté a papá, él solo mostró perplejidad. Lo que sí fue cierto es que mamá, después de la muerte de su hermana, ya nunca más fue la misma, ni los mosaicos, ni los pisos, ni las ollas, que ya más nunca estuvieron relucientes y limpios.

Espero que hayan disfrutado la lectura de esta historia. ¡Hasta una nueva oportunidad, amigos!