La ingenuidad que nos caracteriza cuando estamos en nuestra etapa de infantes suele conllevarnos a creer las mentiras que nos dicen nuestros padres y, a pesar de que ellos no lo hacen con maldad, es una situación que a veces genera diversos debates por ello, me complace decir presente en esta dinámica ya que, hay mucho por decir. Sin más preámbulo, comienzo con mi participación.

  Mentir es una de las acciones o expresiones más común que hacemos las personas y, a pesar de que es considerada como una acción incorrecta, en ciertos aspectos tienden a proyectarlo como la medida indicada para proteger a alguien de una realidad que no va a saber manejar.

  Algunas personas califican la mentira; es decir, afirman que hay mentiras blancas o negras y el motivo de esto se debe a que de acuerdo a su categoría, justifican la razón del por qué lo dicen. Sin embargo, es indispensable tener en cuenta que las mentiras no deben ser una expresión que se normalice ya que, al final la realidad siempre sale a la luz.

  En gran medida mi infancia transcurrió acoplada a la realidad y, esto es algo que agradezco mucho porque de alguna forma u otra, no sentí que estuve sumergida en una constante mentira. Sin embargo, debo acotar que existieron dos mentiras que me enseñaron una filosofía de vida muy importante y, a pesar de que lo comencé a comprender en mi etapa joven, pienso que la experiencia no fue tan mal para el fin que tenía.

  Ahora bien, la primera mentira con la que crecí fue que si decía mentiras, me iba a crecer la nariz de la misma forma que le ocurría al personaje de ficción Pinocho. Les confieso que creí tanto esta teoría que, hacía lo esencial para no mentir y también le decía a otros niños que no dijeran mentiras porque iban a ser unos Pinochos.

  La segunda mentira que formó parte de mi crecimiento es que, las nubes eran mi vigilante y en vista de que al caminar tenía la percepción de que ellas me seguían; lo creí. Cabe destacar que, esta mentira me la dijeron bajo el basamento de que si hacía algo incorrecto, las nubes le iban a dar la información al adulto que estaba bajo mi cuidado.

  Mi primera reacción al descubrir que ambas mentiras eran falacias fue de risa y, recuerdo claramente que me reí a carcajadas porque sentí que caí en un engaño un tanto subliminal pero con lecciones de vida que iba a poder aplicar el resto de mi vida. Un aspecto curioso de todo esto es que, las dos mentiras las descubrí el mismo día y esto fue cuando supe que uno de mis primos se había escapado de su clase y al llegar a casa, le dijo a mi tía que suspendieron las clases; sin embargo, al siguiente día el profesor le contó todo. Cuando vi que a él no le creció la nariz y las nubes no lo delataron, inmediatamente pregunté y a ella no le quedó otra opción más que decirme la verdad detrás de esas mentiras.

  Aunque mi experiencia con las mentiras no fue traumática considero que lo indicado es decirle la verdad a los niños. Aquí quiero dejar presente que, la mentira no es un método de protección; más bien esta es una manera indirecta de promover el engaño y no está bien ya que, cuando se pierde la confianza de alguien, es muy complicado volver a recuperarla. Ahora bien, dada esta circunstancia la clave es que se debe saber decir esa verdad que de acuerdo a nosotros puede ocasionar un daño.

  Saber decir las cosas siempre va a ser lo mejor y aunque el niño esté pequeño, él va a agradecer no haber vivido en una burbuja donde la realidad de lo que ocurre en su entorno no existe y en caso de seguir manteniendo la teoría de protegerlos, entonces no se le dice nada hasta que se considere el momento pero, creo que es importante dejar de romancear la mentira.

¡Muchas gracias por leer mi publicación!