TABAQUERÍA O DEL LABERINTO DE LA EXISTENCIA
Si Alguien me hace recordar a Fernando Pessoa, a su genialidad de poeta,
a su asombrosa manera de desdoblarse en autores, cada uno de
espiritualidad y estilos distintos, es el ya ausente José Francisco Ortiz,
nativo del estado Trujillo pero con obra literaria hecha en su totalidad en
Maracaibo, ciudad portuaria, ciudad de navíos, ciudad solar donde se vive
en cada mirada el infinito. Pero no porque el poeta José Francisco Ortiz
tenga en sus líneas poéticas trazos de influencia de Pessoa, sino porque
un día que estuve en su despacho, él leía Tabaquería del autor lusitano,
uno de los poemas más bellos y humanos de la literatura universal, y
éste resonó en mí como un himno fundamental de la existencia.
Tabaquería es una obra de un escéptico delicioso y nos hace temblar
(como lo hacía la voz de Ortiz cuando lo recitaba), porque estamos
muy arraigados a lo racional, al pensamiento, sobre todo occidental
desde “el pienso, luego existo” del filósofo y matemático René
Descartes, y es una tabaquería, apenas un punto perdido del universo,
o de los universos que sabemos que existen por la ciencia, lo que nos
despierta, nos llama, porque tenemos las llaves del sueño, en palabras
del poeta “Tengo todos los sueños del mundo”,; y es precisamente la
imagen del sueño la que refleja nuestra fragilidad pero también lo por
nosotros esperado.
Tabaquería es más que una proclama sobre la monotonía de la vida,
como esa hilera de casas que semejan, en palabras del poeta, vagones
de un tren que despiertan ante su silbido, en su ya trayectoria
predeterminada por el destino, que en este caso, es la voluntad del
hombre. Y el poeta en su posición abisal, que es el adentrarse en la
lucidez que da la poesía, como una bisagra que une a dos mundos,
no sin cierta ironía, intuye lo efímero sobre lo que yacen los valores
humanos, tanto los que vienen de la ciencia, religión y metafísica:
“¡Como chocolates, muchacha! /¡Come chocolates! /Mira que no
hay metafísica en el mundo como los chocolates. /Mira que todas las
religiones enseñan menos que las confiterías. /¡Come, sucia
muchacha, come! ¡Si yo pudiera comer chocolates con la misma
verdad con la que tú los comes! /Pero yo pienso y al arrancar el
papel /De plata, que es de estaño /Echo por tierra todo, mi vida
misma!”.
En esta abismal lucidez de Pessoa, de un lado de la puerta donde
surgen los sueños, a veces cargados de realidades promisorias, es
donde se instalan los hombres con la esperanza de conquistas,
algunas veces como un Kant metafísico, otras como un genio que
cambiará el curso de la historia. Sin embargo para el poeta, tiene
el mismo peso negativo, la misma indiferencia que, la muchacha
que como chocolates, el mismo destino que la muerte cegadora
ejecuta. El universo pareciera expresar lo fractal, la belleza del
conjunto de Cantor, y aparecen y desaparecen mundos, poemas
buenos y malos, amantes que, como dice Ernesto Cardenal nos
miran desde Andrómeda, en palabras de Pessoa: “En un momento
dado morirá el rótulo y morirán mis versos /Después morirá el
planeta gigante donde pasó esto. /En otros planetas de otros s
istemas algo parecido a la gente /continuará haciendo algo
parecido a versos, parecido a vivir bajo el rótulo de una tienda,
/Siempre una cosa frente a otra cosa, /Siempre una cosa tan
inútil como la otra /Siempre lo imposible tan estúpido como
lo real, /Siempre el misterio de fondo tan cierto como el
misterio de la superficie, /Siempre ésta o aquella cosa o ni
una cosa ni la otra”.
Poesía del desencanto en ese movimiento pendular que es la
vida, donde el poeta ya no espera momentos de esplendor, y
aunque a veces sienta el llamado del ocio que incita a la
meditación, su voz impone el caos, la duda, el espíritu de
contradicción (“real, imposiblemente real, cierto,
desconocidamente cierto”); pero no con el propósito de
conducirnos a algo, como si ocurre con Zenón, por ejemplo en
su paradoja de Aquiles y la Tortuga, para convencerte que no
existe el movimiento; o del bello desencanto del persa Omar
Kayam donde el sabor de la manzana de cada día es el que
vale toda la gratitud del mundo, por encima de las religiones,
la ciencia, el oro de los emires. Y el “tan sólo sé que no sé nada”,
o el “conócete a ti mismo” socráticos, en su voz es la paradoja
poética “¿Qué puedo saber lo que seré, yo que no sé lo que soy?
/ ¿Ser lo que pienso? ¡Pienso tantas cosas ¡ /¡Y hay tantos que
piensan con esas mismas cosas que no podemos ser tantos!”.
La crítica resalta el carácter heterónimo de la obra de Pessoa, porque
el poeta creía en varias existencias y que el mundo era cambiante y en
cada cambio aparecían rasgos de existencia independiente, como lo
indicado por Heráclito en sus aguas cambiantes, y Tabaquería expresa
de alguna manera estos aciertos; libro de antimetafísica como lo
puntualizara Octavio Paz, no de antipoesía, porque el que escribe
poema no puede estar haciendo otra cosa, al menos que quiera
llamar con esto la ruptura de un estilo o una forma de escribir en
algún momento de la historia.
Un amigo me dijo que el mejor antídoto para superar una separación
era enamorarse de nuevo, sin medida, para llenar de nuevo el espacio
emocional. Aunque parezca una fórmula simplista, esto conlleva a
darle forma a una nueva realidad, porque el hombre no escapa de
ella, por más que quieras disfrazarla, y al final del poema de Pessoa
que nos ocupa, encontramos al poeta con el peso de la realidad
sobre él, que es la Tabaquería de la esquina, a la que acude o ve desde
la ventana, en la que el dueño sonríe y el saludo de Esteva
reconstruye universos en su pensamiento por más que sean ideales
sin esperanza.
José Francisco Ortiz cierra la lectura de Pessoa, sobre su escritorio,
decenas de libros esperan un llamado de resurrección, una lectura que
exprese su esencia musical, su universo. Somos felices como el dueño
de la Tabaquería a la que refiere Pessoa, todavía no sentimos el peso
doloroso de la metafísica.