Había decidido preservar todo lo que pudiera de mi vida. Cada objeto cargado con energías y recuerdos estaba dispuesto en muebles de madera y vitrinas que lo protegía del polvo, el agua y, desde luego, de niños traviesos y mascotas que no entendiesen los límites de lo que les está permitido.

Con ahínco y diligencia, dedicaba horas enteras a pasar trapos húmedos para eliminar el polvo, cepillos de largas cerdas para llegar a los puntos más difíciles, tiempo de espera para que la humedad se disipara y luego, el orgullo de haber podido con la hercúlea tarea de mantener vivo mi patrimonio emocional.

Una mañana, salí a trabajar y pasé todo el día en la oficina. Hubiese llegado hasta las seis como era costumbre, pero los vecinos me llamaron anunciando que mi domicilio estaba en llamas.

Mientras abandonaba mi puesto, evité que mi mente se imaginara lo peor. Lamentablemente, al llegar al lugar donde antes había una linda casa llena de recuerdos guardados en varios formatos y extendidos sobre los objetos que la suerte designó para tal fin, ahora había una armazón de madera, con tuberías sobrecalentadas o derretidas y un olor a destrucción que envolvía a todos los presentes.

Una vez que el alma deja atrás el cuerpo, este procede a descomponerse y a mostrar la cruda verdad que siempre ostentó y que nosotros nos negamos a ver.

Con este siniestro, la vida me hizo ver que nada sobrevive el paso del tiempo. Ni siquiera mis recuerdos.