Solo es feliz quien está dispuesto a morir por lo que ama, por lo que le apasiona. La felicidad no es una meta en sí misma ni un punto en el espacio o en el tiempo al que hemos decidido llegar a toda costa, sino la confabulación de una serie de eventos que desembocan en la dimensión del bienestar que se llama felicidad. Llegamos hasta ella porque nos hemos esforzado por hacer bien todo aquello que nos corresponde, porque nuestra dedicación, entre errores y aciertos, ha obtenido los resultados que apetecemos o va en camino de lograrlo, lo cual quiere decir, entonces, que nuestros anhelos perciben la correspondencia de nuestros esfuerzos.
No puede ser feliz quien vaya por la vida sin ningún propósito, sin ningún amor que le señale a cada instante una nueva perspectiva que le ofrezca un aliciente para seguir adelante. No puede ser feliz quien ya está plenamente conforme con su realidad porque eso significa que ya están canceladas sus opciones para idear otros senderos. No puede ser feliz quien decreta que quiere ser feliz y habla de la felicidad, y teoriza la felicidad, y se refugia en consignas edulcoradas, en las frases hechas que inundan las redes sociales, acompañadas de paisajes idílicos, mientras ensaya las sonrisas que señalan para esta pequeña aldea que es el mundo que sí experimenta la máxima felicidad, como si fuese una condición ineludible gritar a los cuatro vientos por toda la web que somos felices para poder ser, en verdad, felices.
La felicidad es una suma de causas y efectos que lleva impresa la vehemencia de nuestras mejores intenciones; las alegrías y las amarguras que provienen del buen proceder que no está pensando en la felicidad, sino en el orgullo y la alegría de alcanzar aquello que nos impulsa a continuar con nuestra vida, lo cual una vez que se hace realidad incluye, entre otras cosas, la felicidad.