Debate de géneros: perspectivas y desafíos de un mundo en evolución

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Siempre se ha asegurado que la naturaleza es sabia y nunca jamás se ha dudado de esta afirmación, ya que para crear lo existente y hacerlo funcionar dentro de esa inmensa complejidad total que representa este universo se necesita una condición de superioridad extrema. Las religiones y algunos científicos incluso afirman la presencia de un Dios omnipotente, un gran maestro, que es capaz de regir todo cuanto ocurre en este mundo, pero esa es otra discusión que no vamos a tratar en estas líneas.

Los seres humanos, con su infinito ingenio, han logrado desde tiempos inmemoriales transformar, dominar, esa sabia naturaleza para beneficiarse de ella, para alcanzar los altos niveles de sofisticación y comodidad que disfrutamos en esta era súper tecnológica en que vivimos. Sin embargo, nunca esas alteraciones han negado el carácter intrínseco de lo creado; es decir, podemos desviar o encauzar las corrientes de las aguas y hasta manipular genéticamente los árboles para que produzcan más frutos y de mejor calidad, por ejemplo, pero jamás se nos ocurre señalar que ya el agua no es agua ni que el árbol no es árbol, sino otras cosas.

Nacemos, de manera natural, como hombre o mujer, eso es algo indudable. Nuestro cuerpo viene de una vez equipado con órganos que así lo ratifican y están destinados a funcionar de una manera específica para cumplir las esenciales tareas de reproducción y muchas otras determinadas por el género. Los padres, o quienes se encarguen de la crianza de un niño, no deberían obviar este hecho evidente: si la naturaleza estableció que fuese varón o hembra es necesario que se le trate de acuerdo con esa incuestionable verdad. No puede ser que, en nombre de una supuesta libertad, se le inculque desde esa tierna edad que él puede ser lo que le dé la gana.

Ahora bien, la indeterminación sexual de la infancia es un hecho corroborado por la ciencia, sin embargo, no creo que esto se deba a que su comportamiento puede indistintamente tomar hacia el lado femenino o masculino, pasando por alto lo que la naturaleza ha señalado. Estoy convencido de que eso forma parte de la normal ingenuidad que existe en esa etapa; es una estrategia de la sabia naturaleza para que los pequeños vivan a plenitud la magia de la inocencia sin que intervengan perspicacias sexuales que no son cónsonas con su mentalidad. Y nadie debe aprovecharse de esas circunstancias para suponer que alguien que nació dotado como hembra o como varón no posee género porque todavía no tiene plena conciencia de ello.

La naturaleza, entonces, no ha establecido otros géneros, sino el femenino y el masculino, son los paradigmas a través de los cuales nos hemos entendido por mucho tiempo. Anteriormente, si alguien estaba en desacuerdo con su conformación genética declaraba que se encontraba en un cuerpo equivocado, su mente de mujer estaba sumergida en la anatomía de un hombre o viceversa; no le convenía, según su conducta, ese físico que la naturaleza le había proporcionado. Pero no existía, como en esta época, la insensata actitud de aseverar que no se es varón ni hembra, sino que se pertenece a cualquier otro género que emergió de los caprichos de una rebeldía sin sentido, de una moda que solo pretende desafiar la normalidad desde un tremendismo que ha encontrado eco y aprobación en la irreflexiva parafernalia mediática de estos tiempos.

Quienes aseguran que no se siente hombre ni mujer, que su comportamiento no se encuadra en ninguno de estos dos géneros, solo quieren llamar la atención, escandalizar al mundo pregonando unas diferencias que atentan contra lo natural y socialmente instituido. Pero sus imposturas se han convertido en un peligro porque en este mundo globalizado han encontrado seguidores que pretenden que las excentricidades se transformen en hábitos comunes.

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