Érase una vez, en una linda granja, un gallinero de los más distinguidos. A las gallinas les gustaba vestirse de seda y terciopelo y presumir su elegancia. Solo una gallina, entre todas, se vestía modestamente. Pues la pobre era ciega y mirarse en un espejo no le servía de nada. Aun así, los granjeros la querían como a las otras gallinas y enseñaban a sus dos hijos pequeños a quererla también, a pesar de su ceguera.

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Sin embargo, había un problema que necesitaba solución: como las otras gallinas no le hacían caso y no la incluían en sus conversaciones, la granjera pensó en darles una gran lección. Aunque ciega, Blanquita (así se llamaba la gallina, pues su plumaje era todo blanco como las nieves) ponía los huevos más grandes y más ricos de todo el gallinero. Había un evento en la feria de la aldea todas las primeras semanas de cada mes: el granjero o la granjera que llevara los mejores huevos de su granja se ganaba un premio en dinero. La dueña del distinguido gallinero decidió, entonces, que ya era la hora de que los huevos de Blanquita participaran en la feria, en vez de terminar todos en los platos de la familia, cocinados. Sabiendo que los huevos de Blanquita saldrían de la granja por una buena causa, ni el marido de la granjera, ni los niños se quejaron.

Para que las otras gallinas no se sintiesen discriminadas a la hora de elegir los mejores huevos para el evento de la feria, la granjera le pidió a su empleada doméstica que le tapara los ojos con un pañuelo, mientras los niños miraban divertidos la escena.

Así elegiría los mejores huevos, solamente guiada por los sentidos de olfato y tacto. La granjera conocía hasta el mínimo detalle de su gallinero y sabía que no iba a fallar: se llevaría exactamente los huevos de Blanquita. Y así fue.

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Todas las demás gallinas se quedaron pasmadas y entendieron que de veras una discapacidad no impedía a Blanquita de poner los mejores huevos de todo el gallinero. ¡Aún más pasmadas se quedaron, una vez que los huevos de Blanquita fueron los ganadores del evento de la feria! Las gallinas aprendieron una buena lección de humildad y ya no excluían más a Blanquita de sus conversaciones. A la dueña de la granja, ahora, solo faltaba convencer a Blanquita de que su discapacidad no debía ser motivo para no vestirse bien como las otras gallinas. Con el dinero de la feria le compró ropa de seda y terciopelo y finalmente logró convencer a su querida gallina de que se las pusiera. Y así, Blanquita también aprendió que una discapacidad no tenía que impedirle una vida más cómoda, ni que los queridos dueños de la granja la consintieran.

Invito a participar a mi amiga @rosselena. Saludos y abrazos desde Mercosur.