Se fue un hombre sabio y se llevo consigo los secretos de su gran trabajo. por @oswaldo21100

Cuando supe de la muerte de Daniel “Nengue” Sánchez, sucedida hoy 17 de julio, enjugué mis ojos por mi viejo amigo y supe de lo mucho que lo he apreciado y querido sin siquiera haberme dado cuenta –como a veces nos pasa- y me arrinconé por un rato con los recuerdos de su presencia y de su ser de infatigable trabajador, mejor caminante y una persona extraordinariamente humilde, nunca percibido por muchos de sus coterráneos, algo que parece pasar siempre con los verdaderos grandes hombres que con su monumental humanidad, como Nengue, no necesitan carta de presentación y no han tenido necesidad de ningún protagonismo.
A mi mente vinieron tantos recuerdos como el de no haber visto jamás en otra persona unas manos más fuertes, toscas y ordinarias, pero tampoco ningunas otras de las cuales salieran las cosas más prácticas, útiles y bonitas que uno podía imaginar, como las que hacía con las suyas con los materiales más absurdos y hasta despreciados, porque a Nengue, sin escuelas ni maestros, lo que le salía de sus manos era poesía convertida en cosas
Hacer un inventario de las cosas bellas que podía hacer Daniel “Nengue” Sánchez con sus manos de campesino es algo imposible, me es suficiente con escribir que una vez dije de él que era una especie de Leonardo Davinci del trópico al que nadie o muy pocos descubrieron y valoraron.
Nengue tenía más de 103 años y un chorrerón de descendientes, era hijo de Amoroso García, un viejo serrano que, arriesgando perder la vida en la penúltima dictadura de Venezuela, se hizo a la tarea particular de resguardar luchadores por la democracia, acosados por la persecución criminal y asesina de esbirros en escondites por El Tún Tún, Viloria, El Guamo y La Peñita. Esos afectos y alto sentido de humanidad los heredó su hijo Nengue, quien además con su extraordinario sentido y capacidad de observación supo espencarle de manera prestada a la naturaleza las leyes y reglas de sus secretos, tan igual como un nuevo Plinio “El Joven”, para extraerle su utilidad y provecho, y respetarla como era su ley de vida, tal como me lo decía en nuestras conversaciones de viejo contador de historias que a mí me hacían intuir y entretejer otras historias ocultas por la desmemoria de quienes sólo escriben de hechos conocidos.
Me duele tu muerte viejo Nengue, pero me consuela grandemente decir que del tiempo que te conocí la vida sólo me alcanzó para recordarte -como ahora- con alegría y no con tristeza, con el extraño éxtasis que me provocaban tus cosas hermosas que conocí salían de tus manos y de tus historias que salían de tu boca y me impresionaban y dejaban embelesado en la mesa de mi casa cuando descansabas después de la limpia de mi solar, sí, para recordarte con la alegría que te notaba al hablar porque percibías que yo respetaba tus recuerdos venidos como un río con la lluvia por las montañas en donde viviste.
Yo no tengo miedo ni pena en decirte Adiós, viejo Nengue, como en la Roma de los nobles patricios en cuyo idioma latín esa despedida era igual que decir “ve y anda con Dios”, porque desde que te conocí creí y supe que siempre anduviste de la mano de él por este mudo, mi viejo maestro y amigo.

Edgar Santiago Méndez Castellano.