Ensimismados iban todos en el transporte público. Sentados y parados, iban mirando hacia afuera con una mirada desprovista de interés, pero sí llena de cansancio y hastío. El mediodía era el momento perfecto para tratar de multiplicar el tiempo, desear que las horas se hicieran más largas y poder llegar a casa con todo el día por delante. Pero no.

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Metidos en sus pensamientos, nadie se dio cuenta que un niño, en un rincón de uno de los asientos, estaba dormido. Nadie se fijó que había subido llevando una bolsita de sardinas algo pasadas y algunos desperdicios de vegetales que habían tirado en los puestos de la plaza. Nadie se fijó que con sus dos manitas llevaba la bolsita aguantada y que a esa hora de la mañana no había desayunado.

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Poco a poco los pasajeros se fueron bajando, sin toparse entre ellos, sin compartir una mirada. Bastante problemas tenían en su cabeza, como para fijarse en los problemas de los otros. Cuando llegó la última parada, también el chofer de la unidad bajó como si nada y detrás de él dejó las puertas cerradas. Pero el niño no bajó, dormidito estaba. Nadie se fijó en sus ropitas sucias, en las ojeritas de su cara. Como autómata iba la gente, su propia vida esperaba.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS