Desde mi posición en el Louvre, observo la pintura con absoluta curiosidad. El cerrojo, como se le conoce, despierta en mí una mezcla de curiosidad y misterio. Soy una venezolana de casi 29 años, atrapada en la encrucijada de mi vida y la historia que se presenta ante mí. La escena es interesante e íntima. Un hombre, apenas vestido, cierra con determinación el cerrojo de una puerta de lo que parece ser una habitación. A su lado, una joven mujer se retuerce. Sus miradas se encuentran revelando: pasión, deseo, peligro. ¿Quiénes son ellos? ¿Qué secretos ocultan tras esa puerta cerrada? Como venezolana, no puedo evitar relacionar esta escena con nuestra propia historia. En las calles de Caracas, también hay puertas cerradas, corazones que se cierran al amor y al riesgo. Somos un país de pasiones y secretos. Nuestra historia está llena de luchas, amores prohibidos y decisiones que sellan destinos.

Esta pintura me hace pensar en los momentos en que debo elegir si debo salir de mi zona de confort o no. ¿Abrir la puerta o mantenerla cerrada? He aprendido que hay magia en lo desconocido, en las historias que aún no se han contado. Fragonard, en su obra, logra capturar esa dualidad. El cerrojo, ese pequeño objeto de metal, se convierte en un símbolo de elección. ¿Qué decidirán estos amantes? ¿Qué decidiré yo?

En mi mente, el cerrojo se convierte en una metáfora de la vida. Somos todos prisioneros de nuestras decisiones, de nuestras pasiones y miedos. Yo me enfrento diariamente a mis propios cerrojos: la incertidumbre política, económica, la búsqueda de un futuro mejor, el equilibrio entre la razón y la emoción. No temas abrir puertas, aunque detrás de ellas haya secretos o pasiones. Porque en ese espacio entre lo seguro y lo desconocido, reside lo bello de la vida. Así que aquí estoy, una venezolana de casi 29 años, frente al cerrojo. Mi mente vuela, porque en cada trazo, en cada color, hay una elección. Y yo elijo abrir la puerta y descubrir lo que hay más allá.