El día comenzó más temprano, su madre preparaba el alimento a sus hermanitos quienes en su inocencia aún no sabían si volverían a comer y él, como todos los días después de que su padre los dejó, se tomó un café y comenzó a alistarse para irse a trabajar.

Emilio era el mayor de tres hermanos, vivía con su padre, su madre y sus dos hermanitos en una pequeña casa que habían heredado de su abuela materna hasta que un día su padre tras un ataque de pánico o ansiedad, algo que hasta ahora él no había logrado descifrar, los dejó sin decir una palabra y contando con tan solo 8 años sintió el llamado de la responsabilidad.

Su madre solía preparar empanaditas de queso para que él las vendiera en la plaza del centro del pequeño pueblo y frecuentemente lograba venderlas todas pero ese día fue diferente, en casa habían amanecido sin harina y sin dinero para poder comprar. Su madre, en un acto desesperado le dijo a Emilio, anda a casa de la Señora Antonieta y dile que por favor te preste un poco de harina, que al finalizar el día tu se la devolverás. Emilio era un niño obediente y aunque sentía mucha vergüenza fue a llevar el recado de su madre. Al cabo de un rato, después de llamar a la puerta en repetidas ocasiones y casi devolverse, la señora Antonieta respondió.

Emilio había recorrido todo el camino desde su casa hasta allí, repitiendo una y otra vez las palabras que debía decir de parte de su madre y lo tenía en su memoria justo hasta el momento en que la Señora Antonieta asomó su cara al abrir la puerta. -¿Qué era lo que debía decir?, ¿Cómo se lo diría?-, repentinamente en su cerebro apareció una neblina que le obstaculizaba recordar, sus piernas le temblaban y lo único que hizo fue bajar la cabeza, apretar su sombrero y romper a llorar. Antonieta, sin saber lo que le pasaba, lo tomó del brazo y lo sentó en la acera mientras iba por un vaso con agua y cuando lo sintió más relajado le preguntó en qué podía ayudarle y fue entonces cuando le contó.

Antonieta era un dama respetada en el pueblo y, por esa razón, el niño sentía tanta vergüenza de ir a su casa a pedir su ayuda; sin embargo, después de haber escuchado a Emilio, movida por su don de gente y empatía le dijo que esperara un poco, que ya volvería con lo que le había pedido. Antonieta regreso con la harina y además trajo consigo otros alimentos que creyó podría necesitar y le pidió que regresara al día siguiente para que le ayudara a trasplantar unas matas en su jardín.

A pesar de que la jardinería era un trabajo que ella podía realizar sin ningún problema, Antonieta vio la necesidad y ayudó y como sabía que Emilio era un niño trabajador, no quiso que sintiera que lo que le daba era una limosna sino que sería el pago por sus servicios.