Debajo de un guayabo cinco niños jugaban despreocupados de todo: reían, corrían, y contaban mentiras, unas tras otras; con los dedos sucios sacaban los gusanos blancos y regordetes de las guayabas maduras, para comerse el resto con ese desenfado que da la niñez.

Rosana de 11 años, Luis José de 9, Fabiana de 7, Adrián de 5 y Matías de 4. Tres varones y dos niñas que colmaban de risas y gritos la casa y también la paciencia de la mamá, costurera y ama de casa.

Rosana se sacudió la falda y dijo:

—Ya vengo, voy a ver qué está haciendo el Niño Jesús.

—Yo voy contigo— dijo su hermano más pequeño.

—No, no puede ir nadie, porque a él no le gusta que lo vean, y si se pone bravo no les va a traer nada.

—No importa, ya yo lo vi, mi tía lo metió en una bolsa para ponerlo en el nacimiento el 24— dijo Fabiana con aire de sabihonda.

—Ese no es, ese es de cerámica, el que yo voy a ver es el verdadero, voy a preguntarle qué les va a traer a cada uno.—enfatizó Rosana— ustedes me esperan aquí.

La niña se fue corriendo al interior de la casa, levantando una polvareda y enredando los deseos de sus cuatro hermanos, que seguían escarbando guayabas, mientras esperaban su regreso.

No pasó mucho rato, agitada y sudorosa llegó nuevamente.

— Ya hablé con él, me dijo que va a traer unos camiones volteos de jugar con tierra y una muñeca con coche, pero si no me ayudan a tender las camas, y barrer el patio se quedan sin nada.

Cuatro niños hacendosos se esmeraron en que ni una hoja quedara mal puesta, sus caritas manchadas y sus ojos como soles iluminaban la mañana.

De adentro de la casa la mamá llamaba.

—Rosana, ¿a qué te mandé yo? ¿Qué haces echada en ese chinchorro?

Rosana soñaba con un inmenso carro de colores que bajaba del cielo, manejado nada más y nada menos que por el Niño Jesús, que afanoso, colocaba camiones volteos y muñecas por doquier.