Estaba llena de soledades, desde niña sintió esa sensación de ser diferente. Le eran sosas las conversaciones de sus compañeras de la escuela; sus hermanas la llamaban loca y su hermano se sentía avergonzado de ella por su voz ronca y su fuerza descomunal.

Entonces comenzó a aislarse. Como era muy inteligente y sacaba buenas notas, sus padres la dejaban quieta, la atención iba hacia sus otras dos hermanas, Carmen y Leonor, y hacia su hermano Raúl, quienes era alumnos deficientes.

Pero ella era la más bella, le hacia honor a su nombre Hadalinda, mientras que Carmen y Leonor, no es que fueran feas, pero al lado de ella quedaban opacadas, además tenía un cuerpazo que no psasba desapercibido ni para las mujeres ni para los hombre. Algunos caballeros habían caído en la tentación de decirle cosas, pero luego se habían arrepentido, por los golpes que recibieron de ella.

Así que los muchachos no se les acercaron más, las muchachas la evitaban para no ser opacadas por su belleza, y en su casa la consideraban loca.

Acostumbraba a comer en el comedor y a veces se sentaba un rato en la sala, en silencio, a escuchar lo que hablaban los demás, pero desde que le regalaron un espejo el día en que cumplió sus 18 años, prácticamente no salió más.

Allí pasaba horas y horas mirándose. El primer mes fue una sensación de plenitud, de tranquilidad, de gozo; luego, ya para el tercer mes, comenzó a sentir cierta angustia, era como si esa imagen no fuera la de ella, sino la de otra persona idéntica a ella que la miraba. Al principio tuvo esa impresión, pero luego ya estaba segura: Esa no era ella. Así que un día, armándose de valor, le pregunto a la imagen del espejo: ¿quién eres?

—Yo soy tú. Tu yo verdadero —le respondió la imagen del espejo —mirándola fijamente a los ojos y dibujando una leve sonrisa en sus labios.

Hadalinda no sintió miedo, y preguntó:

—Entonces ¿quién soy yo?

—Él —respondió la imagen del espejo —señalando a un hombre de sombrero parado detrás de ella.

Hadalinda sintió la sensación de estar naciendo en ese momento. Sentía que ese él que la imagen le señalaba era su verdadero yo, y que ella era el hombre del sombrero.

Hadalinda cerró los ojos para no ver más el espejo, y así tratar de poner orden a sus ideas y pensamientos:

—¿Quién soy yo? ¿Ella o él?

Sonrió, sin abrir los ojos, y se dijo:

—Siempre lo supe.

Se dio media vuelta, quedó de espalda al espejo, salió de su cuarto, fue al cuarto de su abuelo muerto, sacó una ropa del baúl, se la puso, le quedaba perfecta; y así, sin importarle el asombro de la gente, salió a la calle, feliz y gritó con toda sus fuerzas:

—Yo soy un hombre.

Fin

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