Jardín de Infancia Las Vocales A, E, I, O, U.
Mucho antes del ciclópeo colegio San Vicente de Paul existió en mi vida otro sitio lleno de llantos, pañales y mocos; un Jardín de Infancia cuyo nombre correspondía a Las Vocales.
Aunque había asistido a un patio trasero donde el señor bodeguero de la cuadra nos enseñaba cómo hacer a estas dichosas a,e,i,o,u en un cuaderno de caligrafía, en este Jardín de Infancia me enseñarían muchas otras cosas, que mientras transcurría dentro de ella, lo disfrutaba en forma. Colorear, recortar dibujitos con tijeras pompas, retropoyectores con imágenes fijas sobre blancanieves y personajes disneynianos, en este Jardín aprendería sobre cuál era mi mano izquierda y derecha, debiendo reconocer a cada una de ellas, y también cuantos dedos correspondía en cada mano. Duro fue asimilar con mis cinco añitos lo que aquella individua me quería decir. Me preguntaba a mí mismo que era mano y luego dedos. Ahora, los chamitos de cinco añitos parecen viejas almas que se las saben todas con su mínima edad. Pero yo, para mi época, era lento pa aprender. Me gustaba entretenerme y pasar el rato con aquella cuerda de llorones, y casi me importaba un bledo las pruebas que me realizaban. Tiempo después vería el resultado de todas esas pruebas, demostrándose en ellas el perfil psicológico que mis cuidadoras notarían en mi infante personalidad. Amable, sonriente, explosivo, caprichoso, orgulloso, colaborador, marca tendencia de liderazgo y demás. Y casi puedo decir que ese análisis no ha cambiado con el tiempo, aunque admito que debo agregar algunas buenas y malas actitudes que se han ganado de más. En tal caso, aquel Jardín de Infancia de nombre Las Vocales me enseñó a ser la persona que soy, absorbiendo en mi hogar las actitudes de mis alocados y extravagantes padres, hippies enamorados de una época que pasó volando en esta Venezuela de eras tan diferentes.
Mientras que 1982 asomaba a mi existencia la deliciosa década que sería, y Giovanni nacía y yo lo disfrutaba como el chiquitico llorón que me encantaba molestar en su cuna, mi padre trabajaba en la dura panadería de su hermano mayor, al lado de otros hermanos que escuchaban con atención al líder que era el mayor. Entonces todos hacían el pan y luego lo horneaban, para venderlo con alegría a la comunidad italiana que visitaba a la grandiosa Panadería California, una escuela que les enseñó a cada uno de estos hermanos a cuidarse cuando cada uno de ellos tuviese su propia panadería. Y aunque problemas y roces presentaban los hermanos, un domingo a mediodía en esa gigantesca panadería-pastelería-charcutería y venta de víveres, era una delicia para el maracucho que gustaba comprar el crocante y exquisito pan de corteza ennegrecida y dura llamada pañota; en ese local se escuchaba delicioso las trifulcas y conversaciones en altas voces de aquella comunidad de italianuchos con tirantes y pantalones por encima del ombligo, gente que hablaba un idioma que yo, a mi tierna edad, un carajo entendía. Porque las palabras de cariño y amor que me prodigaban mis padres estaba lleno de un lenguaje más coloquial y más rico, el tono caribeño que hace que los del sur sean más divertidos que los de cualquier lado. Y mientras se mezclaba en mi sangre la pobreza del sur de Italia que hizo que mis abuelos saltasen el Gran Charco, aunque venían con esa sangre del pobre con esperanzas, que sonríe y sonríe porque no puede pelear en tierras ajenas, la simpatía de estos italianos se mezcló con la jerigonza de cada uno de los coloridos estados. Y por un muy buen tiempo hubo armonía entre todos, en esta Venezuela que no sabía qué era el prejuicio ni racismo, sino que creía en la convivencia como buenos hermanos. Allá los políticos adecos y contrariados copeyanos que se agarraban a coñazo limpio en la asamblea; la gente, igualito, se toleraban como buenos hermanos. Era 1982 y llegaría el vídeo clip que marcaría el final del Jardín de infancia Las Vocales en mi pichoncita era humana.
El animador Guillermo "Fantastico" Gonzales tenía un show nocturno que se llamaba "Cuanto Vale el Show", donde se presentaban talentos venezolanos, y bodrio también. Puedo decir con orgullo que uno de mis tíos pasó por este dichoso y divertido show, ganando una suma para poder comprar algún instrumento musical que luego, después, desechaba. Tío Franco, el que después hacia el Show de Frank en los largos buses maracaiberos, para luego, años después, en las medianas busetas merideñas, estuvo presente en este divertido show recibiendo la antipatía de la Malandra Elizabeth, un mujerón de terribles y divertidas críticas y alucinante antipatía. Entonces, una noche de primicia para el mundo, presentaba el señor Fantástico Gonzales el alucinante video clip "Thriller" del reconocido artista Michael Jackson. Y presenciando esa mini película que me espantó con una transformación que sigue siendo ejemplar, (el paso de hombre hasta ser hombre lobo), para luego tranquilizarme porque el negrito estaba cantando, para espantarme otra vez con un repugnante cementerio viviente que luego danzaba para luego espantar, fue demasiado para mí, alucinante el espectáculo que anonadó los sentidos de todos los presentes venezolanos, incluido mi padre. Y mientras en Las Vocales me recibían y me enseñaban cosas para llegar a entrar en el colegio de preferencia de mis padres, el señor Rocco, el travieso hombre de ojos claros que desafiaba a todas sus fuerzas con las exigencias del trabajo panadero, para luego acudir a una academia de Kung Fú donde aprendía con enorme rapidez, y enseñado desde un Sifú original chino, el brutal entrenamiento del asiático arte marcial hasta llegar al máximo laurel; el mismo señor Rocco que da ahora clase de Yoga en toda la ciudad merideña, mi papá, consiguió el video clip del negrito danzarín en un cassette para usar en el flamante betamax, para yo aprender los pasos artísticos del diestro bailarín.
Y en la fiesta de despedida que era una fiesta de disfraces, el señor Rocco le compró a su hijo mayor una macabra mascara de labios caídos y mirada mortuoria. Rasgando viejos pantalones del niño, y camisas que apenas y yo usaba, buscando pintalabios que le quitaba a mi madre, y ésta a regañadientes accedía, me disfraza en un mini cadáver ambulante entrenado por Michael Jackson y sus cohorte de zombies, listo para la fiesta de despedida del Jardín de Infancia Las Vocales.
Montándome en el automóvil musical, donde mi padre sonreía pícaro ante lo que imaginaba que iba a pasar, termina de fraguar su plan dejándome en la esquina de mi pequeñita y primera escuelita. El carro me acompañaba a un lado mientras yo caminaba, a las siete y treinta de la mañana, por la acera como un zombie perdido, con la máscara moviéndose y yo perdiendo la vista de los huecos por donde debía ver, pero siguiendo mi arrastrado paso del espantoso mini caníbal.
Dentro del jardín hay una explosión desconcertante, unos gritos infantiles que alertan a las profesoras hasta abrir la puerta, dejando ver al mini zombie que llegaba arrastrando su paso por el pequeño pasillo que conectaba a la escuelita con el exterior, explotando a carcajadas las maestras gracias a la reacción terrorífica de los pequeños que corrían a esconderse detrás de las cortinas, bajo las mesas o en los cuartos de cuidado. Por allá salió el minizorro espantado, mientras que minichavo lloraba a moco tendido y las minihadas se cagaban en sus pañales.
Demás está decir que me quitaron la máscara minutos después, entre risas y carcajadas, para que, al momento de quitármela, los chamos terminaban de espantarse con ese niño pintado con profundas ojeras y tez blanca. Mi padre, advirtiendo que me quitarían la máscara, prepara otro disfraz dentro de ella para no terminar de frustrarle la fiesta a su hijo. Con talco y grasa me hace la cara más pálida y ojerosa. Y las profesoras se reían y carcajeaban, gracias a la picardía de mi astuto padre.
El baile fue un éxito. Me permitieron usar otra vez la agraciada máscara, concursando con otros chiquillos que copiaban mis movimientos de baile. El premio fue un enorme muñeco, un perro lanudo que, con el tiempo, nunca más supe de él.
Fué una delicia haber sido cómplice de las travesuras de mi padre. Todavía escucho los gritos de horror y me divierto sin querer. Es bueno recordar lo bueno, y más, sonreír de ello. Para eso uno archiva esos momentos en la memoria, para escribirlos y luego disfrutarlos. Espero que les haya gustado.
Tatá.
Pp.
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