El último centauro
—General Páez, New York ser frío en este épocas, ¡fuerza General! —Respondía entre risas el médico A.K Gardner, un galeno estadounidense amigo del General, tenía un español muy fracturado por la fonética inglesa
—Recuerde doctor que a Napoleón lo destruyó el frío, gracias por el cumplido. —Replicó Páez mientras estornudaba. Su cabellera canosa poco se movía con el viento, 83 años habían pasado en su existencia, y aún conservaba el brillo de sus ojos intactos, sus bigotes bien cortados y, aunque bajo en estatura y rechoncho, conservaba la fuerza de mil llaneros.
—¡Napoleón fue víctima de su propio ego, General! —Respondió el galeno. Ambos paseaban por el recién construido Central Park; un espacio natural en medio de la ya caótica ciudad del comercio de los Estados Unidos. Sus caballos respiraban con fuerza, soltando un fuerte vapor que se podía notar con facilidad.
—¡Mire usted doctor lo fuertes que son estos caballos, buenas bestias! —Irrumpió Páez mientras sobaba el lomo de su equino— ¡En los llanos venezolanos había buenas cepas de caballos, no eran puros, pero aguantaban hasta 4 leguas, pero no creo que aquellos nobles animales aguantasen este frío matador! —Dijo dando continuidad a sus quejas por el helado invierno, el cual se había prolongado hasta el mes de mayo.
—Es que yo poder imaginar las penurias que debe sentir en ambientes que no le son propios. —Aseguró el médico.
—Mire Mister Gardner, preste mucha atención a este cuento que le voy a echar. Yo recuerdo un buen caballo que me mataron, eso fue cuando la guerra de independencia, por allá en la Mata de la miel, ya ni recuerdo el día exacto. Ese día, o noche, mejor dicho, nos habían informado de la aproximación de tropas españolas al pueblecito de Guasdualito, el General Ricaurte, se retiró del pueblo, yo había decidido quedarme. Con 500 valientes jinetes me fui a buscar a los españoles, los avistamos en el sitio antes mencionado y ya era de noche, pues nos tocó atacar, ellos superaban los 1200 hombres, entre infantería y caballería. Acercándome un poco a las líneas enemigas y confiado en la cobija de la oscuridad, mi caballo empezó a tambalearse y se desmayó, cayéndome encima. Recuerdo que un gran amigo mío, mi buen Quero quien nunca me desamparó, me ayudó a zafarme del caballo dándome el suyo. Era una buena bestia coronel. Aún recuerdo que me postré frente a mis hombres, yo tenía mucha rabia por la muerte de mi caballo. —El General relataba aquellas proezas mientras el brillo de sus ojos se intensificaba—, Recuerdo que dije una proclama que jamás olvidaré, de hecho, doctor, la puede leer en mi autobiografía, la misma cita así: “Me han matado a mi buen caballo, y si ustedes no están resueltos a vengar ahora mismo su muerte yo me lanzaré solo a perecer entre las filas enemigas”, Y todos aquellos valientes contestaron: “Si, lo vengaremos”. —Un pequeño tosido intentó escapar de la boca de José Antonio. El Galeno escuchaba asombrado aquellas historias de glorias pasadas, pues, las historias de Páez eran de las más codiciadas entre muchos altos militares y personalidades estadounidenses.
"Vuelvan Caras" Batalla de las Queseras del medio. Arturo Michelena Imagen de referencia
—General Páez, sus historias de batallas no dejar de impresionarme. —Dijo el doctor, quien sonreía. Páez asentó con un movimiento de cabeza.
—Así es catire, así es… en la guerra uno aprende muchas cosas y conoce a mucha gente, cuantos buenos hombres lucharon conmigo… mi buen amigo Quero, que en paz descanse, Nonato Pérez, el gallardo Mina, el negro Rondón y mi gran amigo, el más noble de todos los soldados que hayan servido bajo mis armas, Pedro Camejo, el Negro Primero.
—¡Oh! —Irrumpió con sorpresa el Doctor—, ¿Ese Camejou no ser quién se acercó a usted en batalla Carabobo para despedirse? —Preguntó el doctor.
—¡No chico! —Respondió Páez luego de una larga carcajada—. Eso fue un invento de la gente, parte del ideario y la leyenda en torno a la independencia, el valiente negro cargó en auxilio de los británicos y cayó en las primeras balas de la carga. Lamentablemente fue luego de la batalla que me informaron de su muerte, y el dolor que sentí ante aquella noticia había nublado el sol de aquel triunfo. Recuerdo que le cubrí con una bandera tricolor del batallón Cazadores, el Libertador se acercó y lamentó aquel suceso con mucho pesar, pues ese negro faramallero siempre hacía reír con sus chistes. En ese momento recuerdo que El Libertador empezó a proclamar algo, me estaba ascendiendo a General en jefe de todos los ejércitos de Colombia y yo, ni le presté atención, en ese momento solo pensaba en todos aquellos a quienes había perdido en la guerra. Nunca lo expresé, pues uno cuando es jefe de gente como la que yo mandaba no puede darse el gusto de llorar, pero si me dolió mucho la muerte de ese gran carajo, hermosa lanza y amistad que llegó a mí, y a la que doy gracias a la virgen por haber tomado la decisión de aceptarlo en mis filas. —Dijo con mucha nostalgia. Una helada ventisca golpeó su rostro sonrojado por el frío, haciéndole toser con más violencia.
—Creo que es mejor devolver a su casa General, usted poder tomar resfriado. —Dijo el médico.
—Pues pa´ la casa nos vamos mi querido amigo, pues uno ya está viejo para estas guarandingas de andá cogiendo resfriados. No vaya a sé que me mate una gripe, y que esta haga lo que no pudo hacer ni Ceballos, ni Morillo, ni Santander, ni los neogranadinos, ni Falcón. Matarme. —Concluyó con una carcajada profunda y con un nostálgico acento llanero. El Doctor le acompañó en su vuelta.
—¿Cómo se siente doctor? —Preguntaba Ramón Páez Ricaurte, hijo del General José Antonio Páez al doctor Gardner, quien solo se limitó a bajar la cabeza. Ramón se dirigió a la habitación de su padre, quien ya se encontraba agonizante, pero aún conservaba el brillo de sus ojos y esa chispa que le caracterizaba. En la sala de espera de aquella modesta vivienda del n°42 de la calle 20 de Nueva York, algunos emigrados políticos, la mayoría cubanos, aguardaban nerviosos el desenlace de aquella funesta madrugada del 6 de mayo de 1873. Entre ellos se encontraba el reconocido médico Federico Gálvez.
—¿Cómo se siente pá? —Preguntó Ramón al ver a su padre postrado en la cama, se acercó y se arrodilló.
—¡Ahí mijito, ahoritica me siento maluco, ni cuando me mojaba en los llanos me había dado estas carrasperas! —Dijo Páez, quien notó las lágrimas de su hijo correr por sus mejillas.
—Estoy muy preocupado pá, no quiero que nada malo le pase. —Dijo.
—Tranquilo mijito, tranquilo, usted es un palo de hombre y podrá soportá cualquier percance, recuerde que usted es mi hijo, el hijo del General Páez, y los Páez no lloramos. —Una fuerte crisis de tos interrumpió al llanero, sus ojos casi se salían de sus órbitasؙ— ¡Carajo, me duele todo el cuerpo! ¡Coño, que buena vaina, tanto remá pa´ morí ahogado en la orilla, tanta batalla de la que salí bien librao y me va a venir a joder un resfriado! —Páez soltó una carcajada interrumpida por otro ataque de tos.
» Mire Ramoncito, yo no le tengo miedo a la pelona, bastante me le he enfrentado y bastante me le he escabullido, lo bueno es que si existe un lugar a donde van los soldados, pronto me encontraré con ellos y podré conversar de aquellos tiempos que tanto extraño, podré hablar con Camejo, podré conocer al General Ribas, al que siempre quise conocer, al igual que a Piar, que tanto que nos escribimos y nunca nos conocimos. Y podré tener una conversa con Bolívar, con quien tengo muchas cosas que hablar, y a quien aprendí a admirar con los años más de lo que lo había hecho en vida.
—Lo sé papá, lo sé, pero a uno le duele pues, usted es mi taita, y yo lo quiero, no me pida que no sufra por usted. —Respondió Ramón.
—Quédese tranquilo hijito, yo lo quiero mucho. A mí lo único que me duele es tener que morir tan lejos de mis llanos amados, ¡Cuánto extraño el olor a monte y comer una punta trasera bien cocida carajo! ¡Venir a morirme aquí en esta ciudad llena de edificios todos grandes ahí, que lo que hacen es tápale la vista a la gente pa´ que no pueda vé el amanecer, con lo bonitos que son. —José Antonio empezó a hablar más bajo de lo normal, Ramón hacía un esfuerzo por entenderlo.
—¿Qué pasa papá? ¿Qué dices? —Preguntaba mientras notaba que el color de su piel se tornaba morada.
—Vuelvan carajo… mi buen caballo me lo han matáo… negro del zipote… la nueva granada le va a traicionar mi General… —Decía cosas en aparente desorden, como escenas de su vida que se mezclaban entre sus recuerdos—, la patria se muere… los federales la matan… viva Venezuela Simón… viva la patr… —Respiró como si de un ahogado se tratase, luego, exhaló su último aliento, quedando tendido con los ojos abiertos. El Doctor Gardner entró corriendo a la habitación acompañado de Ramón y otros asistentes. El galeno tomó su muñeca para verificar su pulso, la penosa mirada indicó a los presentes que José Antonio Páez, había dejado de existir. Su hijo buscó consuelo en el hombro del Doctor Garcés mientras el Doctor Gardner cerraba suavemente los ojos del centauro.
—¡Me extrañar mucho sus historia y aventuras General! —Dijo dirigiéndose al difunto, dejando soltar un triste suspiro.
—¡Murió el último de los centauros de América libre, murió el General Páez! —Anunció el Doctor Gardner con profunda pena entre los sollozos de los presentes.
Juan Carlos Díaz Quilen
Serie Héroes Muertos
El último Centauro
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