El momoy
Corría el 29 de junio de 1813. Los patriotas se encontraban en una campaña relámpago contra las fuerzas realistas al mando de Domingo Monteverde. Simón Bolívar llevaba la guerra a cada rincón de los llanos mientras el coronel José Félix Ribas atacaba las posiciones españolas en los Andes. Las tropas se encontraban cercanas a Niquitáo, prestas a lanzar una ofensiva total contra los realistas.
Era la una de la tarde de aquel día, bastante soleado para la época y el lugar. Una patrulla patriota se encontraba custodiando el camino que lleva a la laguna de Niquitao; en medio de montañas añejadas por fríos picos, rodeada de algunos pequeños bosques parameros llenos de frailejones, algunas piedras muestran el pasar de los tiempos por aquellos lugares. La patrulla, compuesta de cuatro hombres, tenía una débil fogata en la que hervían un poco de agua de café esperando el relevo de su guardia, debían cuidar de cualquier vigía español que intentase adentrase en el campamento patriota.
—Pásame un tarrón de esos pa´servirme café. —ordenó un sargento de nombre Hernán Pérez. Un soldado raso, de apellido Parra, cumplió la orden.
—¡Carajo mi sargento, en estas montañas si hace frío! —exclamó mientras se frotaba los brazos. —¿Me da licencia para ir a orinar? —preguntó.
—¡Vaya Parra! —respondió el sargento. —¡Pero cuidadito y se me escapa, por que le voy a cazar como a un perro! —agregó con carácter.
Parra se levantó y se fue en dirección a la hermosa laguna, en ese momento la voz de otro soldado lo detuvo.
—¡Ni se te ocurra orinar en la laguna! Mira que si no un Momoy se va a molestar y te va a llevar. —dijo Eustaquio, un indio cuica que había sido reclutado por el coronel Ribas dos semanas antes por las cercanías de Capacho. Todos sus camaradas de armas voltearon con susto en sus miradas. Por unos instantes, las ganas de Parra decidieron esperar.
—¿Y qué carajo es un Momoy? —preguntó el sargento Pérez.
—Ellos son espíritus antiguos que cuidan estas montañas y viven cerca de los caudales, son hombrecillos desnudos con los pelos de las chivas bien largos y blancos, y andan con un sombrero de paja que les cubre los ojos. No son malos, mientras no te metas con las aguas ni las ensucies. Y por estas fechas de solsticio, es cuando andan más emparrandaos. —respondió el indio. Los presentes estaban atónitos con aquellas historias.
Parra, al no aguantar más las ganas, salió corriendo en dirección a la laguna.
—Escúcheme mi Sargento, ese no va a volver, que se lo dice este indio que ha visto cosas, o no lo verá en un buen tiempo. —agregó. El sargento Pérez y el otro soldado, de apellido Colmenares, se vieron un poco asustados.
Parra, producto del ajetreo, olvidó las palabras del indio, se sacó el piripicho y orinó en la laguna. Cuando terminó, ya más calmado, sintió unas piedras caer cerca de él. Pensó que eran sus compañeros echándole varilla, al voltear su vista, distinguió a un hombre de barba y desnudo, con un sombrero que le cubría los ojos, más pequeño que un niño. En ese instante, Parra recordó el cuento del indio.
—Mire carajito, ¿por qué usté echa miao en la laguna? —dijo el pequeño viejito. Su tono, más que espectral, parecía el de aquel ancianito cálido y sabio, razón por la que Parra no arrancó a correr.
—Perdóneme señor, yo no tuve intención de hacerlo, le juro que no va a volver a pasar. —contestó.
El viejecito sonreía, invitándolo con un movimiento de manos.
—Véngase, vamos a mascar masilla de tabaco.
Ambos se sentaron en unas piedras algo pequeñas. En ese momento, el ancianito lanzó un poco de tabaco y ambos empezaron a mascar. Luego, el mismo ser empezó unos cantos, el lenguaje era extraño, muy complicado de entender, pero hipnótico, y sobre todo hermoso. Parra sentía mucha paz y decidió escucharlo un poco más, y otro poco...
Una fuerte lluvia empezó a caer, las gotas pegaban duro en la piel, gotas frías que parecían hielo. Ya habían pasado cinco horas y Parra no aparecía. Al cambiar de guardia, el sargento Pérez, el indio Eustaquio y el soldado Colmenares buscaron por todo el sitio, pero solo encontraron el fusil. Al llegar al comando, el coronel Atanasio Girardot, quien era comandante del batallón al que pertenecía Parra, pidió a los tres testigos narrar los hechos.
—Mi coronel, —informaba el sargento Pérez—, él nos dijo que iría a orinar a la laguna, repentinamente el cielo se empezó a nublar y cayó ese chapuzón de agua helada con relámpagos por todas partes, se escucharon unos silbidos raros. Cuando medio escampó fuimos a buscarlos, y solo encontramos esto, —el sargento mostró el fusil, los plomos y las papeletas de pólvora. —No creemos que haya desertado, se hubiese llevado el arma. Quizás se metió a bañar y se ahogó. —agregó.
El coronel Girardot, ignorante de aquella leyenda que el indio se negó a contar en su presencia, hizo un gesto de desagrado. No entendía bien, no parecía un acto de deserción. Decidió dejar el reporte por escrito y mandó a retirar a los soldados. Una vez fuera de la tienda de campaña, el indio miró fijamente a los dos compañeros.
—Se los dije, a los momoyes no les gustan las balas, ese chorrón de agua fue por que estaban bravos, y esos silbidos que escuchábamos eran sus cantos, cuando ellos cantan llueve parejo hasta desbordar. Nuestro compañero difícilmente va a volver, les meó en la laguna y eso es sagrado compas. —agregó el cuica. —Búsquense una botella de aguardiente y tabaquillo en masa, voy a dejarle una disculpa al Momoy pa´ que se relaje y no nos trate mal al compañero. —dijo.
De inmediato ambos militares buscaron las cosas y así, el indio fue al lugar donde se perdió Parra a dejar el tabaquillo y el aguardiente, arrodillándose y pidiendo disculpas a los dioses del agua.
—Ya mijitico, váyase, ya terminé de cantar, es hora que vuelva con los suyos. —Dijo el viejecito.
Parra se levantó y al volver su vista para despedirlo, el Momoy no estaba. Al volver en sí, sentía mucha paz, recordó a sus compañeros, buscó su fusil pero ya no estaba. Salió corriendo al campamento y ya no había nadie, sin darse cuenta, sus ropas estaban viejas y desteñidas, su barba blanca y canosa. Sintió un poco de angustia y volvió a la laguna.
Casualmente, un hombre con una larga ruana pasaba por el sitio, era un indio ya viejo y con pocos dientes. El indio, al ver a Parra, brincó de un susto.
—¿Parra? —preguntó.
—Eustaquio, amigo mío, ¿por qué estas tan viejo? ¿Qué pasó? ¿Dónde está el ejército? —preguntó con cierto temor.
—Ya no hay ejército, la guerra terminó hace 5 años y el Libertador murió en diciembre del año pasado. El sargento Pérez ascendió a capitán, murió en la batalla de Carabobo del año 24 y el soldado Colmenares se perdió en las campañas del Perú. —respondió. La desesperación en los ojos de Parra era incontrolable, al borde de la locura miró al indio y decidió preguntar, con mucho temor:
—¿En qué año estamos? —el indio sabía lo que había ocurrido. Guardó silencio unos segundos y decidió responder.
—1831.
—Mi mamá, mi esposa, mis hijos.... —Lloraba desesperado mientras en un arrebato de locura echó a correr por la vía. El indio solo le veía perderse en la demencia, como a todos aquellos que abusan de la bondad de los buenos momoyes.
Momoy tallado en madera
El Momoy: mitos y leyendas de Venezuela
Juan Carlos Díaz Quilen
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Nota: Esta historia es ficticia, basada en los comentarios y creencias populares de los andes venezolanos mezclados con los momentos históricos del desarrollo de la Campaña Admirable.
El Momoy siempre se le describe como un hombre pequeño, con barba larga blanca, un sombrero y que jamás muestra sus ojos.
Son los espíritus protectores del agua, no hacen daño, a menos que, según los relatos de muchos andinos, se ensucien las aguas.
Cuando están bravos, estos espíritus provocan lluvias torrenciales, dicen los relatos que en medio de las lluvias, se escuchan cantos. Son los momoyes que celebran el mudarse, pues lo hacen a través de los grandes caudales de los ríos.
Les encanta el chimó (masa de tabaco), el aguardiente y son muy enamorados.
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