El carnicero de Amuay

Eran las 6 de la mañana y el frío matutino aún no se disipaba, algunos pajaritos cantaban entre los matorrales mientras en el oriente ya se asomaban los primeros rayos del sol. Los soldados se encontraban organizados y listos. Piar, Soublette, MacGregor, Monagas y Freites estaban tirados en el suelo mientras veían al ejército enemigo en la lejanía. Piar le pasó el viejo catalejo al General MacGregor.
—Hay entre 2000 a 2500, están posicionando la caballería a su izquierda, pues la derecha está protegida por aquel bosque. —Dijo Piar, MacGregor añadió:

—Podríamos concentrar baterías en su ala más fuerte y así debilitamos su flanco izquierdo.

—El problema mi General MacGregor son aquellos bosques a la derecha, mi caballería no podrá maniobrar bien en ese lugar y seremos blanco fácil. —Dijo Monagas.

—Yo podría apoyar a MacGregor en el centro. —Agregó Freites. Piar se notaba pensativo.

—¡Lo tengo! —Dijo sorprendiendo a todos—. MacGregor y Soublette, ustedes se posicionarán en el centro con el Barcelona y el Honor, Freites y yo nos formaremos a la izquierda bien alejados de ustedes con dos piezas de artillería, haremos que la caballería enemiga nos persiga mientras sus batallones atacan su flanco desprotegido. Monagas, usted cargue contra el centro para obligar su avance, y allí MacGregor avanzará sobre el centro.

—¿Y qué pasará cuando la caballería vuelva en apoyo? —Preguntó Soublette.

—Monagas caerá sobre su retaguardia mientras toda su infantería está en desbandada. —Todos aprobaron con ciertas dudas. —¿Qué les pasa? ¿Acaso nunca leyeron los escritos del Conde de Gubert? —Preguntó. MacGregor sonrió, ya entendía la estrategia.

—¡Orden oblicuo de circunstancias, ahora comprendo sire! —Respondió el escocés.

—¡MacGregor, Soublette! De ustedes depende que ganemos esta batalla. —Dijo Piar mientras se levantaba. La batalla estaba a punto de comenzar.

Los ejércitos se habían formado en aquel extenso campo, una vez más, patriotas y realistas se encontraban frente a frente; los patriotas comandados por Manuel Piar se habían organizado en tres grandes grupos: la primera división compuesta por los batallones Cumaná y el regimiento de caballería Maturín más dos piezas de artillería, la mayoría de los soldados eran reclutas con poca experiencia. La segunda división compuesta por los batallones Barcelona y Honor y la tercera por dos regimientos de caballería guiados por José Tadeo Monagas.

Piar vio a los artilleros, ordenándoles el ataque. La artillería patriota había comenzado a disparar, cañonazo tras cañonazo causaban algunos estragos en la reserva realista. Eran las 7 de la mañana y la batalla en los campos de El Juncal había comenzado.

—¡Comandante Mirabal! —Gritaba Francisco Tomás Morales—. ¡Ataque a la artillería insurgente, nos están causando muchas bajas en la reserva! ¡Comandante Rosete, atento con los flancos y nuestra infantería! —Alejo Mirabal, uno de los comandantes más fieros de José Tomás Boves cogió las riendas de su caballo y cabalgó frente a sus hombres.

—¡Lanceros, jinetes del Rey, allá están los mantuanos, lo poco que queda de la insurgencia, a la carga! —Gritó Mirabal alzando su lanza mientras más de 600 jinetes empezaban su vertiginosa marcha en contra de la división de Piar.

—¡Fuego! —Gritaba Piar una y otra vez mientras los soldados disparaban, algunos jinetes caían, a pesar de ello, algunos soldados patriotas fueron alcanzados por caballos desbocados. Poco a poco, la primera división patriota se alejaba del campo en aparente retirada mientras Mirabal se empeñaba en despedazarlos.

—¡Es nuestro momento, avancen! —Ordenó MacGregor mientras los batallones Honor y Barcelona trotaban, manteniendo el orden, al flanco izquierdo del ejército de Morales. MacGregor echó pie en tierra y trotaba junto a su tropa mientras se posicionaban de lado izquierdo de las fuerzas de Morales, quienes, al darse cuenta de la presencia de los insurgentes, formaron líneas para contrarrestar el ataque patriota, eran comandados por el temible Francisco Rosete; canario, uno de los comandantes más fieros de Boves, un anciano con calva y cabellos blancos a los lados, ojos saltones, quijada pronunciada, con gran barriga y siempre sin camisa alguna. Rosete fue el mismo que cometió temibles degollinas en Ocumare del Tuy.

—¡Fuego! —Ordenaba Rosete una y otra vez a sus hombres mientras los patriotas seguían avanzando—. ¡Malditos insurgentes de mierda, vengan a probar plomo del bueno! —Gritaba vulgar y con rabia.

—¡En línea, fuego! —Ordenó MacGregor. Sus hombres, cuya mayoría eran soldados haitianos profesionales, gozaban de mejor puntería que los hombres de Rosete. Dos andanadas de disparos causaron considerables bajas en los realistas.

—¡A la bayoneta, todos a la bayoneta! —Ordenó Rosete mientras sus hombres cargaban con brío. La infantería realista, armada con chícoras, machetes y orcas, se lanzaron al choque de ambos contingentes. El choque entre ambos grupos fue brutal, como todo en aquella guerra. Un joven teniente patriota de nombre Juan Caballero repartía sablazos mientras intentaba ubicar al comandante Rosete, quien se encontraba en un caballo. Entre el humo de los disparos, logró ubicarlo, tomó un fusil abandonado y apuntó a la bestia, un disparó dio en aquel cuarterón provocando que Rosete cayera del mismo. Con gran habilidad, el teniente caballero se abrió paso entre los cientos de hombres que luchaban, corriendo hasta donde se encontraba Rosete.

Rosete era un anciano con poca habilidad para el combate, su fuerza residía en comandar montoneras, lejos de ello, en un combate cuerpo a cuerpo no tenía posibilidad alguna de triunfar. Entre quejidos de dolor, el comandante se levantó aturdido, frente a él, se dibujaba la silueta del joven teniente, su guerrera sucia y con muchos remiendos, daban prueba de incontables batallas. Con sable en mano, se dirigía hacia Rosete.

—¡Muere maldito insurgente! —Gritó Rosete mientras lanzó un machetazo contra Caballero, quien, con habilidad, lo esquivó, Rosete lanzó un segundo ataque y el joven lo volvió a esquivar contraatacando, logró herir a Rosete en un brazo, tomándose su tiempo. El canario intentó huir, pero fue alcanzado por Caballero, quien lo tomó por la espalda y le atravesó con su sable. Rosete veía con terror la punta del sable ensangrentada. Caballero se acercó a su oído.

—¡Esto es por la gente inocente que has asesinado maldito, reúnete con Boves en el infierno! —Dijo mientras con el pie empujaba el cuerpo del comandante Rosete. Había caído uno de los más temibles lugartenientes de Boves. Rosete se desangraba en el suelo, mientras la borrosa imagen de aquel joven se perdía, poco a poco sentía como se le iba la vida, invadido por el terror de aquel que pronto será juzgado por el Creador. Poco a poco los rostros de aquellos muertos de Ocumare del Tuy se acercaban a él, incontables caras le veían mientras las puertas del averno se le abrían, justo como las puertas de aquella iglesia en Ocumare, llevando terror a todos aquellos feligreses que buscaban la santa inmunidad en medio de aquella guerra de psicópatas.

Juan Carlos Díaz Quilen

Serie Héroes Muertos

El carnicero de Amuay.

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