Jornaleros de la crisis.
Los tiempos se repiten. Al igual que la historia, existe un eterno retorno. Hace veinte años tuve una extraña conversación con un amigo llamado Nicolas Soteldo. Me hablaba de un viaje que hizo como jornalero o bracero, así los llaman, quizà despectivamente. El era un joven de 17 años y se iniciaba en labores rurales. Alguien le dijo que buscaban obreros para ir a trabajar en el campo, muy lejos de Acarigua y de duración de veintidós días. Esta es su narración. "Había mala situación en el país. El salario era medio dolar diario y debíamos internarnos en el llano adentro. Subì con la esperanza de traerme unos reales y ahorraría, porque estaba asegurada la comida en sus tres turnos. Me pidieron mi documento de identidad y se la guardaron. Eramos veinte y subimos a una cava obscura y pútrida. Estábamos apretados y emprendimos un viaje de cuatro horas sin saber el camino ni nada. Salimos en la madrugada del día domingo y llegamos como a las ocho. Cuando nos bajábamos el sol estaba resplandeciente y no podíamos ver nada. Al rato, nuestras vistas se aclararon, podía ver una montañita donde estaba construida una casa con corredores a los lados con muchas hamaca campechanas colgadas".
Hasta ese momento nada me había dicho Nicolas. Se fumò un cigarrillo, asesino mortal de mi amigo, y me alargó un café puro y negro cerrero. Continuó con aquel relato y sus ojos se agrandaban. "A cada quien se le entregaron los aperos de agricultor, a saber, un machete, una escardilla y una hoz. El caporal nos mostró las tareas de trabajo y debíamos empezar de una vez. Iniciamos el trabajo, Nadie desayunò nada, bebíamos agua en un tinajero y solos con el sol en nuestras espaldas. A mediodía paramos. En minutos bajò el caporal y nos increpò de mala gana que el trabajo no esperaba. Preguntamos por el almuerzo y nos dijo que se hacìa solo la cena. Pensábamos en fugarnos todos, carajo, cómo hacíamos sin dinero ni identificación, ni siquiera sabíamos dónde coño estábamos. Trabajamos el día domingo hasta esperar la cena. El desasosiego era general.¿ Por qué en una democracia existía aquel régimen de terror privado?No había una respuesta. La cena era de quinchonchos amargos con arepas de maíz pelado. No divisamos el camino y menos donde estábamos. No, Francisco, no te imaginas. Cansados y hambrientos.
En la mañana-continuó el relato mi amigo- La misma vaina, ir a trabajar y cenar. Mientras algunos proyectamos una fuga, otros miedosos y timoratos a la muerte, preferían trabajar los veintidós días y listo. Estuve estudiando y buscando algún almanaque de una firma comercial, una factura, algo que nos dijera la ubicación de aquella región maléfica, aunque el sitio no tenìa la culpa. Los que fuman solo podían agarrar hojas de tabaco y construir los puros. Paulatinamente empezamos a buscar soluciones a nuestro problema. Cazar de noche animalitos del monte y asarlos para comer algo de proteínas animales. Fuimos paliando el hambre de esa manera y matando el tiempo peleándonos entre nosotros. Nos caíamos a coñazos por cualquier vaina. Solo a puños, no se valìa otra forma, nada de armas blancas. Pero, el tiempo se alarga en esos momentos y los veintidós días estaban mas lejos que los testículos de un gato. Un día pudimos ver lo horroroso que es el ser humano. En aquella hacienda estaba un niño de doce años que pesaba doscientos kilos, dormía en un cajón de madera que tapaban en la noche y abrían en la mañana. Era como una pintura de Botero, o, como un luchador de sumo. La madre le daba de comer en el mismo cajón y el padre, que era el caporal, le daba golpes en la cabeza como caricias. No existía jabón o detergente para nuestras ropas, menos nuestros cuerpos. Para evitar los malos olores, usábamos apios podridos en nuestros sobacos.
Todo se me arremolina en la cabeza. Habíamos planeado matar al caporal, a la vieja y al gordo. Todo para qué, no podíamos saber si estábamos en Colombia o Venezuela. La incertidumbre no nos hacìa pensar. Nuestros cuerpos no se debilitaron porque comíamos bàquiros, chigüires, conejos y matos reales. Hórrida vida, delgados y sudorosos, sin mujeres, ni siquiera una burra o una mula o yegua para bajar nuestras erecciones de jóvenes. Estábamos bajo el influjo del demonio y en el infierno terrenal. Un día antes de viajar a nuestros hogares nos pagaron nuestros salarios. Y como prueba pidieron voluntarios para el próximo viaje. Todos al unísono levantamos las manos. No estudiamos aquellos pero lo gregario había hecho mella en nosotros, la voluntad individual se había perdido, tal vez, hasta nuestra dignidad.
En la mañana del día veintidós viajamos de nuevo a Acarigua. Nos entregaron nuestras cédulas al bajar de la cava. Cuando nos repusimos y vimos la ciudad, la cava se marchò. También nosotros corríamos sin mirar atrás. No se si esta vaina fue un sueño o pesadilla. Te la cuento y aún no se nada, ahora lloro como llorè aquella tarde cuando me vi libre. Me sirvió para no trabajarle a nadie. Lo triste es que se siga repitiendo en el mundo estas tragedias modernas.