Otros mares | Cuento (1 de 7)
Unos y otros eran groseros, escandalosos, sucios y se dedicaban al pillaje y a los pequeños hurtos, sobre todo de macetas con flores y plantas decorativas que al parecer eran demasiado perezosos para cultivar por sí mismos. Sin embargo, al Guardia Nacional muerto no lo conocía en absoluto, por lo que concluyo que debía ser un hombre discreto y decente.
Pronto se supo que un guerrillero herido se había escondido en los alrededores del pueblo, o quizás en el pueblo mismo. Las cocinas y los porches se llenaron de susurros y miradas recelosas, y aunque no podía ser consciente de ello en toda su dimensión, conocí por primera vez el
ambiente envenenado del miedo colectivo. Dos o tres días después – acaso menos, el paso del tiempo no era algo muy claro para mí en ese entonces–, el ejército llegó en grandes camiones y procedió a un registro casa por casa. Dos reclutas bisoños, más asustados que nosotros
mismos, me pareció, dieron un rápido vistazo a nuestras tres habitaciones y a la sala-comedor en la que nos habíamos apiñado, más compactos como grupo familiar que nunca antes o después; no revisaron el baño ni la cocina.
No encontraron a nadie, aunque durante varios días se vio a las patrullas del ejército ir y venir por la carretera, sin motivo aparente, esgrimiendo siempre sus largas armas y mirando a los civiles con desconfianza como si esperaran de nosotros ataques traicioneros.
El día del registro, al atardecer, mientras nos apresurábamos a terminar la cena para poder ver en la televisión el Show de Dick Van Dyke, mi hermano Alonso anunció su intención de unirse a la guerrilla "después de terminar el bachillerato". Como estaba cursando el último año, no era mucho lo que faltaba para poner en práctica tan radical decisión, pero mis padres se lo tomaron más bien a la ligera. Mi madre soltó una especie de bufido, seguido de un "Muchacho pendejo", dicho en voz baja más que alta, pero suficientemente clara, y continuó rumbo a la cocina con su carga de platos sucios. Mi padre se limitó a mirarlo en silencio, su rostro adquirió una difusa palidez, luego se puso rojo encarnado. Alonso no dijo nada más; con el resto, se dirigió al horrible sofá anaranjado y blanco recién comprado en una mueblería de El Tigre y que era el orgullo familiar, y pocos minutos después reía con las payasadas del larguirucho cómico norteamericano.
Sólo yo me tomé en serio aquel propósito terrible. Alonso tenía diecisiete años, diez más que yo, y no era para mí un héroe ni nada que se le pareciera; sólo era mi hermano mayor. No quería que lo mataran.
Alonso tenía una novia, y este hecho simple y conveniente considerando su edad, y del cual mis padres se habían alegrado al principio, era una fuente creciente de conflictos. La muchacha en cuestión tenía unos irreprochables antecedentes familiares y ella misma resultaba encantadora; éramos nosotros los inadecuados, los impresentables. Me explico, para beneficio de estos tiempos más democráticos y menos rígidos: mi hermano había heredado el atractivo de mi padre y el color oscuro de mi abuela; la bella Irma, en cambio, era rubia por los cuatro costados y de destellantes ojos azules. Pienso que el factor racial no hubiera significado en realidad un problema demasiado importante –después de todo, la mezcla es nuestro sino desde el Descubrimiento y la Colonia, y en una misma familia suelen reunirse los más variados tonos de piel y color de cabello– si los padres de la muchacha no hubieran sido, además, ingenieros de la Compañía. Ingenieros venezolanos, es cierto, pero que habitaban esa otra parcela de la realidad conocida como Campo Norte, separada de nuestro lado Sur no por nada tan tangible como un muro o una cerca electrificada, pero sí por una conciencia muy clara de las jerarquías sociales.
Campo Norte ejercía una definida atracción sobre los muchachos y niños de Campo Sur. Acostumbrábamos pasearnos en las primeras horas del sábado o domingo por sus calles siempre desiertas, como no fuera por algún jardinero o sirvienta que se dejaba ver fugazmente. De nuestro lado había un club con fuente de soda, piscina y cine, y en el de ellos también, aunque más grandes y cómodos, y eso sin contar con el campo de golf y las canchas de tenis. Pero no eran estas cosas más o menos materiales las que nos alejaban tanto, sino, como ya dije, la conciencia de ellas, la separación que todos –los de un lado y otro– aceptábamos como natural, necesaria y conveniente.
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Muy bueno, colega. Tenia tiempo sin pasar por aquí. Pero siempre vuelvo por unos pocos autores. Y, entre ellos, usted. Me agrada mucho su narrativa y su manera de contar las cosas. Un abrazo y feliz navidad