Lluvia Macabra.
Lluvia Macabra.
Víctor, siguió los ladridos de su perro hasta encontrarlo por fin, frente a un automóvil aplastado por el cadáver de su esposa.
Ella, o mejor dicho, lo que quedaba de ella, se colaba entre los pliegues de lo que antes había sido el techo del vehículo. La imagen le llegó sin aviso, tubo que reprimir un grito y no pudo evitar retroceder unos pasos.
Víctor, ejercía la profesión hacía más de treinta años y en ese lapso quedaban ya muy pocas cosas que no hubiera visto. Él decía que era más fácil considerar todo lo puro y sagrado de la vida y luego profanarlo de todas las maneras posibles, que intentar enumerar las atrocidades que había visto a lo largo de su carrera policial. Sin embargo, esa noche había presenciado lo más extraño y macabro que había visto jamás.
La jornada había comenzado como tantas otras: soleado por las mañanas, lluvioso por las tardes y con una pelea conyugal por la noche que lo había obligado, una vez más, a cargar su perro y algo de ropa en el automóvil. Resignado a cenar en cualquier lugar y dormir con el freno de mano encajado entre las costillas, Víctor condujo hasta el imponente edificio del paseo de compras. El edificio e erigía orgulloso, de cara a las costas del Canal de Beagle. Estaba sentado frente a los ventanales del patio de comidas. Aguardaba la cena y contemplaba las últimas pinceladas de luz sobre aquel hermoso paisaje: La bahía abrazando el mar, la ciudad comenzando a brillar con sus primeras luces y por último, el frondoso paño verde que cubría las montañas y se reflejaba en el azul del mar.
Cuando los últimos destellos del atardecer se apagaron, los enormes ventanales solo le devolvieron el reflejo de su inexpresivo rostro, junto a alguna que otra gota de lluvia. Tras el cristal, lejanos y borrosos destellos de luz llegaban como tímidos relámpagos que daban cuenta de la tradicional fiesta de la playa. La juventud de aquella ciudad acostumbraba a festejar con fogatas y bailes que se extendían durante toda la noche.
Estaba perdido en su propio reflejo, cuando de pronto un inesperado golpe lo despertó de sus cavilaciones. Dispuesto a descargar todo su estrés y frustración contra el distraído y mal afortunado comensal, Víctor se incorporó de un salto y con rabia le dijo: «Escúchame imbécil, la motricidad fina no es tan difícil de dominar si pones un poco de atención. Procura mirar por donde caminas o yo me encargaré de que ya no tengas que caminar más; ahora esfúmate antes de que…» Un repentino golpe sobre los ventanales corto la amenaza de Víctor. Estos vibraron de manera ensordecedora, causando el sobresalto y la tensión de todos en el recinto. Luego el silencio fue absoluto, sólo interrumpido por el repiquetear de las gotas de lluvia sobre los cristales o el amortiguado silbido del viento.
La oscuridad exterior no permitía ver qué fue lo que impactó contra los ventanales que se elevaban por más de quince metros sobre las frías aguas de la bahía. El siguiente impacto, se dio diez segundos después, y no solo rompió el ensordecedor silencio de todos los presentes sino que también destrozo en mil pedazos el vidrio. Envuelto en un millar de astillas, un cuerpo inerte había traspasado el cristal, destrozado a su paso, una de las tantas mesas cercanas a los ventanales y aplastado a la infortunada persona que se encontraba sentada de espaldas al macabro proyectil.
Los impactos de cuerpos estrellándose contra el edificio, la mampostería y los muebles, continuaron por algunos segundos. Víctor, salió del paseo de compras y se dirigió directo al estacionamiento. Durante los veinte metros que lo separaban de su vehículo, hizo caso omiso a la imagen dantesca que lo rodeaba, y con pericia profesional, ignoró la macabra lluvia, concentrándose solo en buscar algún tipo de patrón entre los cuerpos esparcidos por todo el estacionamiento. Fue justo en el momento en el que divisó su vehículo, aún a salvo de los proyectiles humanos, que algo le llamó la atención: todos los cadáveres eran de jóvenes de no más de veinte años, todos parecían ser de la zona y todos parecían vestir de fiesta. Entonces lo entendió, y aunque era consciente de la oscuridad, volteó a mirar en la dirección en la que se realizaba la tradicional fiesta de la ciudad. No encontró más que un negro vacío y una terrible certeza.
Entre tanta locura, Víctor, se alegró al ver que su perro aún lo esperaba a salvo dentro del coche. Se sorprendió cuando al abrir la puerta, el perro salió corriendo y ladrando.
De: Marcelo G. Federico