Año nuevo empacado para llevar
Como te sucede en todos los amaneceres de los días libres, despiertas sobresaltado y molesto por haber olvidado desconectar la alarma del celular al acostarte. Con aquel desagradable sonido perforándote los tímpanos, abres los ojos inyectados de sangre y sientes que vas a morir en cualquier momento. Te palpita el cerebelo, y por unos segundos ni siquiera recuerdas quién eres tú, cómo te llamas, qué hiciste anoche, o por qué tienes ese sabor metálico y pastoso en la boca.
Primero, con un solo ojo medio abierto, haces una inspección general para comprobar que todo esté en orden. Salvo un cenicero que se volteó sobre la cama y dejó un reguero de colillas y cenizas en la sábana, todo parece estar en su lugar. No hay vómito en el piso. No hay vómito en las ventanas. No hay vómito bajo la almohada. Luego vienen las reflexiones: ¿qué hice anoche? ¿A qué hora llegué? ¿Volví sin ayuda, o alguien me acompañó?, y poco a poco los recuerdos comienzan a aparecer. Al principio llegan con timidez, como los primeros clientes de un bar que aún no abre sus puertas, pero luego vienen más, una estampida de recuerdos terribles que son desplazados por otros aún peores, y entonces ya no sabes cómo frenar aquel alud de degradación para no seguir recordando.
Tus tripas rugen, te recuerdan que sigues vivo y que tienes que cumplir algunos deberes con tu cuerpo. Debes levantarlo de la cama, asearlo, alimentarlo, consentirlo un poco. No es sencillo mantener un cuerpo vivo y saludable. Muchos se cansan de arrastrarlo por el mundo complaciendo todos sus caprichos, y amanecen un día cualquiera convertidos en carne molida sobre las vías del tren, o como una estampilla al pie de un edificio alto, o con la piel azulada y durmiendo el sueño eterno junto a una bombonita de helio. Pero tú no estás tan cansado como ellos, así que no te angusties. Lo tuyo solo es resaca. Una gran resaca y un poco de remordimientos de conciencia, no tanto por los recuerdos que has logrado pescar en tu desordenado ático de ideas, sino por los que apenas presientes y que aún no se perfilan con claridad.
Pero, no pensemos más… ¡Hagamos una tregua! Después de la ducha, después que te restriegues la boca con jabón y con lejía hasta arrancar la pasta blanca que cubre tu lengua, quedarás absuelto para ir a comer. Ya habrá tiempo de sobra para enjuiciarte por tus pecados.
No tienes idea de cómo sudan los cerdos, pero supones que deben de sudar muy parecido a como lo haces tú ahora. Sientes que sudas como un cerdo. Tal vez tengas la tensión arterial muy alta, o muy baja, quién sabe. Cuando abres la nevera, el aire frío te bendice el rostro con una caricia y te calma por un instante el ardor interno que te consume. Si la nevera fuera más grande, no dudarías en buscar tu cama y meterla ahí, para dormir a 3°C por lo menos dos días más, hasta que se te calme el dolor de cabeza y recuperes las ganas de vivir. Hay mucha paz dentro de las neveras; son como una especie de cementerio climatizado. Pero no puedes acostarte dentro, y por el momento la prioridad sigue siendo comer, al menos un poquito de cualquier cosa, para que puedas tragarte después una o dos pastillas de ibuprofeno de 600 mg sin riesgo a morir de peritonitis.
En la nevera solo quedan sobras de los días anteriores. No hay nada fresco. No hay frutas ni verduras. No hay granos recién preparados. Nada es saludable. Nada es orgánico. Acabas de cruzar el puente de entrada al reino de los potes de colores, de los platos tapados por otros platos, de los envases cubiertos por bolsas plásticas. A vuelo de pájaro pareciera que tuvieras mucha comida aquí, que vivieras en una abundancia tremenda, pues no cabe casi nada más en tu nevera; pero, si te pusieras a limpiarla y a ordenarla con seriedad, a desechar todo lo que no sirve, no tardarías en descubrir que en realidad no tienes ahí casi nada que sea comestible. Cuando se te acaban los recipientes, no lavas los que tienes ahí guardados, sino que sales y compras más, agravando la raíz del problema. Por un lado están los potes veteranos, esos generales del campo de batalla, que esperan con una paciencia implacable a que la colonia de hongos verdes, naranjas, rojos y amarillos que florece en su interior haga saltar en pedazos la tapa abombada, e inunde de vida y colores las paredes del refrigerador. Hay, además, otros cacharros más discretos, que apenas tendrán una semana o dos de olvido sobre las repisas interiores. Estos son los novatos. Y así, viejos y novatos conviven en armonía, mezclando sus esencias para formar esa atmósfera rancia que te golpea la nariz cada vez que abres la puerta de la nevera. Todos padecen del síndrome del tiesto olvidado: se infectan de mal olor, les salen colonias de algodoncillos fosforescentes y acumulan charcos de un fluido opaco y baboso que recuerdan en aspecto y olor al que se deposita en las urnas portátiles de las compañías funerarias. Algunos tarros resguardan miembros amputados que algún día formaron parte activa de un animal: una pierna, un ala, un pedazo del lomo, siempre acompañados por una porción de carbohidratos; y otros esconden tesoros sin vínculos con su origen orgánico, como los nuggets, las salchichas, o aquella media lata de jamón endiablado que nadie se atrevió a botar a la basura. Sin que importe cuántos nitratos, estabilizantes y antioxidantes les agreguen al prepararlos, tarde o temprano todos terminan por rendirse al tiempo y sus batallones de hongos rojos y negros.
Mientras tragas otra vez el reflujo ácido que te hizo subir a la garganta un eructo fugaz, puedes detenerte a reflexionar sobre el mensaje que te envía tu nevera. ¿Sabías que las neveras hablan? Pues sí, hablan; nos dicen cosas, y la tuya solo nos habla de desamparo, de soledad, de abandono. Como nadie vive contigo, cocinar te parece una perdida de tiempo. También limpiar, ordenar, mantener. Vives en un mundo de embutidos, jugos de cartón y pan mohoso. Vives en un mundo de hamburguesas a medio comer que terminan formando colonias de hongos en potes de plástico olvidados. Vives una vida tan artificial como el jugo de naranja que bebes ahora directo del envase. Y entonces cierras los ojos, te pasas una mano por rostro y te preguntas: ¿Cuánto tiempo más seguiremos así? En el congelador hay un pernil congelado desde hace dos años, que parece un pedazo de fósil de mamut incrustado en el permafrost. Y ahora te preguntas: ¿Cuánto tiempo más seguiremos aquí?
Anoche brindaste con toda la familia de tu novia. No los soportas, ni ellos a ti, pero la etiqueta del momento los obligó a alzar la copa en alto, y a brindar con una gran sonrisa en los labios. A medida que avanzaba, la reunión se convirtió en un contrapunteo de mentiras inspiradoras, de hermosísimas relaciones cubiertas por un incipiente moho gris con puntitos blancos que nadie parecía notar. Todos queriéndose tanto, todos deseándose bien, augurándose éxitos y felicidad… Para poder soportarlo, tuviste que zambullirte en tu vaso de whisky con hielo, sin agua, sin soda, sin limón, sin jengibre; solo el whisky, el hielo y tú contra la hipocresía del mundo; el alcohol y tú en dispareja batalla contra las luces, la música, las risas y la alegría fingida que el instante histórico iba imponiendo; tu rencor ancestral frente a una bebida que también iba dirigida contra ti mismo, porque ya no soportas lo mucho que te has transfigurado por culpa de las pésimas decisiones que has tomado en tu vida.
Los vasos de whisky se perseguían uno al otro, como hormigas formadas en caminitos de paciencia, rumbo a tu estómago, que se convirtió en el nido de la reina hedonista de las hormigas alcohólicas. El cerebro a veces se instala en el estómago, digan lo que digan los neurocirujanos. Y a medianoche, como te sucede en casi todas las fiestas, terminaste abrazado con alguien que no recuerdas quién era ni cómo se llamaba, un tío de tu novia, o un primo, o una compañera de escuela o una vecina del edificio; pero, gracias a los milagros del whisky, acabaron por convertirse en los más entrañables amigos, casi hermanos, como si se conocieran de toda la vida y no desde hacía solo media hora y en avanzado estado de ebriedad. No dudes en contar conmigo, compañero, amiga, para lo que sea y dónde sea. Y la mesa repleta de jamones, de quesos, de delicias navideñas, y las parejas bailando en la pista, las lucecitas de navidad, el olor a pólvora en la calle, y los potes en tu cocina llenos de arroz a la penicillium, de jamón verdoso en su caldo, de asado envuelto en líquenes naranja, y el aliento de tu nuevo camarada y también el tuyo, agrios y pútridos como la atmósfera mefítica que encierran tus caldos de cultivo refrigerados, ambos hablando a la vez y sin escucharse, entrelazándose en un gentil universo de ficciones; y el brazo sobre el hombro, la mano que estrecha la mano, el ojo clavado en el ojo para ofrecer un poco más de confianza. ¡Brindemos, amigo mío! ¡Salud! Brindemos por que el próximo año sea tan bueno para todos como este que se termina.
No recuerdas ni siquiera cuándo te despediste, o cómo volviste a casa. Sabes que corriste en tu coche más de la cuenta; o, mejor dicho, solo lo intuyes, pues cuando bebes casi siempre te obstinas tanto que conservas la esperanza de no volver a amanecer. Quieres que te fulmine un rayo, que te aplaste un terremoto, que te borre para siempre la bondadosa ira de un tsunami de piedad. Los cauchos chirriaban sobre el asfalto mojado en cada curva. Los vidrios de las puertas iban bien cerrados para mantener la lluvia fuera y los hongos dentro, el caldo espeso, el mal olor. El recipiente que se abomba y se abomba hasta llegar al punto crítico, al momento de la explosión.
Tomas cualquier sobra de la nevera, la que luce menos amenazante o esa otra que no huele tan mal, y la lanzas sobre el sartén. El aceite ardiente eliminará las bacterias tóxicas. El fuego purificará los pecados. Para aplacar el mal sabor de un recuerdo no hay nada como un poco sal, algunas especias milagrosas y un gran vaso de whisky con hielo. O, mejor, que sean dos vasos. Al fin y al cabo, como siempre ha ocurrido, las crisis se olvidan pronto, y en menos de lo que canta un gallo te encontrarás listo para asistir a tu próxima celebración.
Galileo.