Un día Baltazar (1/3)
01
La familia lidera el grupo. El padre y la hermana: Carlos y Amalia. Ella es rubia y lleva el pelo muy largo, recogido prolijamente en una trenza, sujeta con un lazo negro. Se los reconoce a la distancia por su altura.
Detrás de ellos camina Elsa. Lleva los brazos cruzados detrás de la espalda y mira el suelo.
Valeria los acompaña con la cara entre sus manos.
Algunos de sus amigos marchan con pasos cortos. Guardan un silencio conmovedor. Mirando el cielo o con los ojos cerrados. Atrás los sigue un grupo de mujeres. Varias de ellas miden más de un metro setenta, verdaderas modelos de pelo planchado o bucles prolijos. Delgadas, conmovidas hasta las lágrimas, imponentes. Caminan en parejas, abrazadas o consolándose, tomadas de la mano o dedicándose brevísimas frases de aliento. Un segundo grupo las sigue. Menos delicadas y más llamativas, voluptuosas, muy maquilladas. Mujeres de distintos tamaños que parecen llevar mejor la situación: no lloran ni se dicen nada. Concientes de lo que vale su presencia.
El suelo está húmedo y todos siguen la huella del anterior arrastrando un pie y después el otro. En silencio y cumpliendo el luto con rigor. Observados por docenas de ángeles y virgencitas de cemento o de piedra. Cubiertos por una delgada pátina de agua.
Los hombres miran adelante, enteros.
Las construcciones y algunos vidrios rotos cuidan que el rito se ejecute al detalle. Cada paso después del anterior, y otra vez con el siguiente. Todo a través del mismo velo delicado.
El grupo se detiene cuando la familia llega a la bóveda. Es como una casa pequeña, tapizada con roca negra, brillante. Se persignan uno a uno, se besan la mano y despiden el cajón con una caricia. La hermana, después el padre, sin decir nada. Pasan y dejan que el resto los imite. Les siguen los pocos amigos íntimos, uno a uno. Dicen alguna palabra en voz muy baja o lanzan un suspiro profundo. Mirando el suelo o levantando la vista hacia el cielo y sus nubes negras.
Lo saludan sus ex mujeres. Dejó un departamento para cada una y bastante dinero. Baltazar Chávez siempre fue generoso. La copia de su testamento que llevaba con él lo confirmó. Una de ellas lleva el pelo teñido de rojo y recogido con un pañuelo negro. La otra es rubia de pelo corto y lo usa suelto bajo un sombrero pequeño. A lo lejos Gustavo percibe la escena a través de la fina llovizna: Amalia inmutable, Carlos cruzado de brazos, las dos mujeres y el ataúd inconfundible.
Arrastra un pie detrás de otro. La fina película de barro crece sobre el cuero de sus zapatos. Pone un cigarrillo en su boca y lo enciende. Camina con el grupo cansado que cierra la procesión. Levanta la vista y reconoce decenas de nucas en torno de otros pies que se arrastran. No escucha nada.
Es obvio que prefieren que termine pronto, reflexiona. No llamar la atención. Hay demasiada paranoia en esta familia.
El grupo que cierra la columna acompaña a Gustavo al mismo ritmo. Jerry, Clarita y El Gordo. Selvia se aleja unos minutos para saludar a sus colegas.
Gustavo vuelve la vista a su izquierda y observa a sus dos amigos con las manos en los bolsillos. Son blanco y negro, opuestos por el vértice. Los ingenieros en sistemas, reflexiona y se ríe por la ocurrencia.
Uno a uno ejecutan el saludo y dejan el lugar a quién tienen detrás. Tocan el cajón y se empiezan a retirar. Los empleados lo acomodan junto a los restos de su madre y abuelos. Gustavo adivina a lo lejos cómo Amalia rompe en llanto y Carlos trata de abrazarla; cómo ella no se lo permite.
Selvia vuelve y le toma la mano a Jerry. Caminan juntos hacia la salida. El Gordo toma a Gustavo del brazo, le da una palmada y sigue a los otros.
Él observa cómo las dos enanas lloran abrazadas. La rubia y la colorada.
Ya voy.
Gustavo también levanta la mirada hacia las nubes oscuras. Algunas gotas le entran en los ojos. Vuelve a concentrarse en Amalia que se consuela sola. La pierde cuando un grupo de turistas japoneses pasa apurado delante de él. Cree ver a Álvaro González con anteojos negros y una cámara colgando del cuello.
Enano de mierda, dice en voz muy baja y se frota la cara.
Vuelve la vista hacia el Gordo que se acerca otra vez. Camina algo incómodo dentro de su traje. Insiste con un par de palmadas en la espalda. Le dice al oído que quizás ya es la hora, que tal vez se tengan que ir yendo.
Está bien. Vamos.
Gustavo extiende la mano como en un abrazo pero se arrepiente y le da una cachetada en la nuca pelada. Caminan en silencio hasta la vereda. Jerry los espera apoyado sobre la puerta de un auto negro. Autos japoneses, reflexiona Gustavo; observa durante un momento el coche fúnebre y se detiene sobre su amigo. Está armando un cigarrillo de marihuana grueso como un pulgar mientras Selvia lo ayuda con las dos manos para proteger el papel de la llovizna.
Clarita lo abraza con fuerza sin mediar palabra. Le huele el pelo mojado y suspira. Él siente la presión de sus curvas poco definidas. Trata de imaginársela desnuda pero piensa en las curvas de Amalia y el abrazo se termina. Ella acelera el paso hasta alcanzar a Selvia y le pregunta dónde compró su vestido. El Gordo trata de mantener su paraguas lo más alto posible.
Tomá, boludo.
Jerry exhala una nube de humo en su cara y le extiende el cigarrillo.
Enano de mierda, dice Gustavo con los pulmones llenos.
Tose dos veces y escupe en el piso.
Se acaba de dar cuenta de que Baltazar descansa en paz.
02
Abrió los ojos y buscó el despertador en la oscuridad. Eran las tres y media de la mañana. Habían salido campeones del mundo de fútbol cinco; soñó con la copa, gigante, de oro puro. Daban una eterna vuelta olímpica. Desnudos.
Fue al baño, encendió la luz y se miró al espejo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y el miembro erguido.
Pelotudo, se dijo y puso la cabeza bajo el agua fría.
Volvió a la cama y tocó el cuerpo de Amalia hasta despertarla.
03
El Gordo se acomodó como si de él dependiera el destino de un país que lo seguía por televisión. Con las manos sobre las gruesas rodilleras y la frente transpirada miró fijo la pelota. Encorvado hacia delante y con todos los músculos tensos como rieles del ferrocarril. Llevaba puesto un buzo negro, empapado. Se ajustó los guantes otra vez. Jerry usaba un pantalón muy corto, rojo intenso. El mismo desde que se conocieron. Y una camiseta de algodón. Decía que era lo mejor para la piel, por la transpiración. Caminó con displicencia y pateó la pelota sin mucha fuerza. El Gordo se revolcó por el piso y los tres pudieron escuchar el golpe de la pelota contra el travesaño. Jerry caminó hasta recuperarla. La volvió a acomodar en el mismo lugar, afuera del área. El Gordo se incorporó ayudado por uno de los palos. Acomodó el arco en su lugar y volvió a la posición concentrada de último penal en la gran final. Se mordió el labio inferior y escupió sobre el césped sintético. Jerry tosió y se miraron a los ojos.
Mirá esto, boludo.
Caminó menos apurado que la primera vez pero pateó con más potencia.
Barrilete cósmico, dijo Gustavo cuando el caño hueco volvió a sonar. El Gordo desde el piso puteó en voz baja. Jerry sacó una lata pequeña de su riñonera mientras iba a sentarse en el banco junto a la guitarra. Gustavo se paró y le dio una palmada en el pecho al pasar. Trotó unos metros hasta alcanzar la pelota. Empezó a patearla contra la pared y cuando entró en calor lo hizo con más fuerza. Intentó patear al arco de lejos, desde atrás de la mitad de la cancha. El Gordo, sorprendido, la sacó de adentro del arco.
Por qué no corren un rato, dijo.
Cuando vengan los otros dos puede ser.
Vamos a quedar afuera en primera ronda.
No te calentés, gordito.
Jerry terminó de armar un cigarrillo de marihuana y le pasó la lengua de punta a punta. Lo prendió y empezó a caminar de vuelta hacia la cancha. Alternaron con Gustavo tiros al arco y largas pitadas. El Gordo atajó algunas y dejó pasar otras. Pocas pelotas fueron afuera.
Gustavo se paró muy derecho y pateó con el pie izquierdo, tratando que todos sus tiros fueran a los ángulos. Tenía una camiseta nueva, con el escudo de la AFA bordado en hilos dorados.
¿Ya pusieron fecha?
Jerry preguntó con el pecho inflado de humo y los ojos entrecerrados. Gustavo metió un pelotazo furioso al lado del palo derecho que el Gordo no llegó a sacar pese a un gran esfuerzo.
Lo tenemos que definir en estos días.
No quiso volver a explicar que ella no le dejaba hablar del compromiso. Antes tenía que pedirle la mano a su padre. Un trámite, se dijo.
Me gusta, comentó el Gordo sacando la pelota de adentro del arco. Me gusta la formalidad, quiero decir, buena familia.
Hace diez años, contestó Gustavo y tosió. Le pasó el cigarrillo a Jerry y pateó débil, afuera. Cuando tenían toda la guita del mundo.
Muchas reglas, mala onda, opinó el otro con el pecho lleno de humo.
Jerry corrió muy rápido, dentro del área y cabeceó la pelota a la red. El Gordo no la vio.
No des rebote, boludo.
Se secó el sudor con la manga de su camiseta de algodón.
A lo mejor pasamos de first round, si no das rebote.
04
Gustavo encendió un cigarrillo y cerró los ojos. Pensó que cuando se casaran empezaría a fumar habanos en la casa. Ya lo había hecho en su estudio un par de veces, o cuando Jerry lo visitaba. Ella se acomodó sobre su perfil y él no pudo contenerse. Le dio un golpe resuelto, con la mano abierta, donde su piel todavía estaba colorada.
Culo, pensó pero no dijo nada.
Pará un poquito.Se paró y pudo ver su cuerpo desnudo, sus piernas largas. El pelo rubio rozaba el tatuaje sobre la base de la espalda. Entró al baño y se duchó con la puerta abierta.
Culo, se dijo.
El vapor empezó a entrar en la habitación cuando Gustavo dio otra pitada al cigarrillo. Tiró las cenizas en una copa con algo de vino y se tapó con el acolchado. Afuera lloviznaba y el cuarto estaba oscuro.
El celular de ella sonó un par de veces, pero no atendió.
Tenía programada la música de Volver al Futuro para cuando llamaba su hermano.
Amalia tuvo su primer orgasmo con Gustavo y eso lo convirtió en el hombre de su vida. Él se dio cuenta en ese instante, seis meses antes. Este recuerdo lo conmovió tanto que apagó el cigarrillo y entró al baño para lavarse la cara.
Humo en los ojos, aclaró encorvado sobre la canilla mientras Amalia se envolvía en una toalla rosada.
05
Último piso del edificio, cerca de la estación central del ferrocarril. Gerencia. Gustavo tenía dos teléfonos sobre su escritorio, un celular en la cintura y otro en el bolso de fútbol. El río dominaba la panorámica con su variedad de tonos marrones. Las persianas americanas protegían el lugar de convertirse en un invernadero. El sol entraba por las ranuras y tapizaba con haces de luz el escritorio, las bibliotecas y la computadora.
Le dijo que iba a quedar en observación. No sonaba preocupada.
¿Querés que te acompañe a verlo?
Gustavo pensó que el nuevo estatuto antitabaco de la empresa iba a terminar por volverlo loco.
Amalia hablaba del choque de su hermano como si fuera una noticia que vió por televisión con el volumen apagado. Estaba fuera de peligro.
Gustavo se llevó un habano a los labios. Jugueteó con el cigarro en la boca y lo volvió a tomar entre sus dedos.
06
El Gordo llamó por la otra línea. Trabajaba dos pisos más abajo. Sistemas. El Gordo de Sistemas llamó por la otra línea y le preguntó si había equipo para el sábado.
Diego y Armando.
¿No pudieron conseguir a nadie más? Preguntó, preocupado.
Gustavo le explicó que no encontraron a nadie, que tampoco buscaron, que los mellizos jugaban bien y que se los tenía que bancar.
Si nos va mal no nos anotamos más, dijo y se limpió la nariz con una servilleta de papel. Lo miró fijo un segundo. Nos va a ir bien, aclaró. Tuve un sueño, el otro día.
Por la persiana entreabierta el sol empezó a colarse directamente sobre el sillón de cuero negro. Gustavo, con la notebook sobre las piernas, empezó a cabecear.
Durmió veinte minutos.
Soñó con las curvas rosadas de Amalia.
Se despertó conmovido. Fue al baño y se lavó la cara con abundante agua. A las cuatro tomó el ascensor hasta el estacionamiento, en el segundo subsuelo.
Manejaba por una avenida ancha con la ventanilla abierta, llevaba la corbata en el asiento del acompañante. Aceleró para que el viento entrara con más violencia.
Un semáforo en rojo le dio algo de tiempo.
Prendió el habano y expulsó una bocanada de humo afuera de la camioneta.
Jerry abrió la puerta descalzo y le hizo un gesto para que entrara. Caminaron en silencio. En un rincón y sobre una mesa de madera, descansaba la bandeja junto a su colección de discos de vinilo. Divididos en tres cajas: Folk, U.S. Country y Rock & Roll.
Subieron, uno a la vez, por una escalera angosta hacia la terraza. Gustavo miró atentamente el enorme tatuaje que su amigo tenía en la espalda. Decía Grateful Dead, con una tipografía psicodélica, en rojo brillante sobre negro. Abajo se había hecho el logo de Harley Davison, una bandera de su país y un símbolo de la paz un poco más chicos. Falta IBM, reflexionó.
Compartieron lo que quedaba del cigarro sentados en las reposeras de plástico. Tomaron una cerveza. Había una heladerita llena al lado de la puerta.
Jerry tomó la lata pequeña del bolsillo de su malla y empezó a armar un cigarrillo de marihuana. La desparramó sobre la mesa de ping pong y usó los dedos para acomodarla sobre el papel. Lo enrolló con cuidado y le pasó la lengua para cerrarlo con precisión.
Para el coraje, dijo alcanzándoselo junto con un encendedor.
No sé si es la mejor idea.
No seas boludo.
Gustavo prendió el cigarrillo y mantuvo el humo en sus pulmones varios segundos.
El enano tuvo un accidente con el auto, trató de explicar.
Jerry sacó la guitarra de abajo de la parrilla. Lo primero que se compró con los dólares de su retiro. Tocó un par de estrofas de la canción que estaba escribiendo. La melodía mutó en Blowing in the wind de Dylan y terminó con un rasguido violento, casi flamenco. A Gustavo lo intimidaba su perfecta pronunciación del sur de Arizona y escuchaba en silencio.
Se quitó el calzado y las medias y tiró todo cerca de la puerta, a la sombra. Un zapato rodó por la escalera. El reflejo verde de la mesa de ping pong lo obligaba a mirar de costado.
El Gordo dice que no quiere jugar más con tus amigos.
Jerry suspiró exagerado. Gustavo tomó un trago de su cerveza. Despegó la espalda del asiento sólo para alcanzar el cigarrillo.
Le dije que para la próxima conseguíamos a alguien.
Pidió permiso, entró en el baño y se lavó la cara con agua fría. Se peinó y se frotó los dientes con el dedo untado con algo de dentífrico. Jerry lo acompañó a la vereda, le dio una cachetada y le deseó suerte.
Él lo observó desde la camioneta, con su metro ochenta pálido. Tenía las costillas marcadas. Las piernas eran escarbadientes clavados en la pequeña malla. Lo saludó con la mano que sostenía el cigarrillo y volvió a entrar por la puerta de metal. Gustavo se tomó un segundo. Revisó que el saco no tuviera manchas ni pelusas y arrancó.
07
Una hiedra de hojas grandes y brillantes cubría el frente de la casa donde creció Amalia. Gustavo estacionó en la vereda opuesta y se miró otra vez en el espejo retrovisor. Basta de boludeo, se dijo.
Observó con atención como apenas le temblaba la mano sobre el nudo de la corbata. Tragó saliva y bajó. Elsa estaba lavando la vereda. Observó el agua surgir de la manguera y deseó refrescarse un poco.
La empleada lo saludó con un beso y lo hizo pasar. Se secaron los pies en la puerta y ella encendió las luces. Preguntó por su familia sin ningún interés en la respuesta. Se sentó en un sillón del living. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que era igual a la sala de espera de su dentista.
Ahora se lo llamo, dijo y se perdió por el pasillo.
Se incorporó y empezó a caminar con pasos cortos. Se acercó al pasillo y se detuvo a estudiar algunos de los cuadros. Respirá hondo, se dijo.
Había fotos, muchas en blanco y negro. También diplomas y recortes de diario. Estaba la carta de un presidente de facto, cuando su empresa contrató al operario número mil. Se detuvo en una instantánea de la familia: Carlos, Ana Paula y los chicos. Baltazar tendría unos cinco años y Amalia estaba en brazos de la madre. Punta del Este, enero de mil novecientos ochenta y uno.
El señor dice que lo puede atender ahora.
Gustavo siguió a Elsa. Cruzaron el patio y ella le abrió la puerta, de par en par. Carlos escuchaba música clásica a todo volumen.
Sentate, pibe.
Gustavo cerró la puerta tras de sí y se acomodó en la silla. Al otro lado del escritorio Carlos apagó el equipo de audio. Entrelazó los dedos de sus manos y se las llevó al mentón. Chistó y le hizo un gesto a Gustavo para que hablara.
Voy a ser claro: vine a pedirle la mano de Amalia
El aire acondicionado le helaba el sudor de la cara.
Quiero casarme con su hija.
Carlos miró por la ventana. Observó cómo un pájaro buscaba algo de comer entre el pasto.
Horneros de mierda.
Estamos preparados, dijo y se humedeció los labios con la lengua. Viejo loco, pensó. Respirá hondo.
Hicieron nido en el tapa rollos de la pieza de arriba.
Carlos volvió a mirarlo.
Quiero darle el anillo esta semana, tengo todo preparado.
Carlos se paró y empezó a caminar por la oficina. Dio una vuelta al escritorio. Pasó una mano por sobre la lámpara de pie y se quedó parado frente a la ventana. Ahora dos pájaros lo miraban parados sobre el césped.
Vos querés ser parte de esta familia. Y yo quiero lo mismo.
La frente alta, miralo a los ojos, basta de boludeo.
No entiendo.
Carlos cerró la persiana y volvió a sentarse en su lugar.
Necesito que hagas algo.
Gustavo curvó la espalda y apoyó los codos sobre el escritorio. Quiso insistir pero guardó silencio.
Necesito que hagas algo por mi. Por nosotros. Se acercó y habló en voz baja. Mi hijo, Baltazar, está internado porque tiene miedo algo, de algo ahí afuera. Necesito que me digas por qué. Se apoyó en el respaldo de la silla y Gustavo lo imitó. No puedo confiar en nadie. Para vos es ideal esta oportunidad de demostrar tu compromiso con la familia, dijo y tocó un timbre al lado del teléfono.
¿Sí, señor?
Elsita, el chico ya se va.
Se pararon y Carlos se le acercó.
Cásense, pero antes ayudame con esto. Mi secretaria te acompaña a la puerta.
Viejo loco. Enano de mierda. Gustavo se mareó un poco y cerró los ojos con fuerza intentando que no se notara. Le dice secretaria a la empleada doméstica, y yo lo escucho.
Seguro. Gracias.
Elsa abrió la puerta y le indicó a Gustavo que lo siguiera. Cruzaron el patio y después el pasillo. Pidió permiso para pasar al baño y se lavó la cara con agua fría.
La despidió con un beso y se subió a la camioneta.
Ella se puso a regar el cantero lleno de flores.
Y el tronco de la hiedra que cubría el frente de la casa.
08
Necesito una mano con algunas reservas.
El cielo gris llenaba la vista hasta el horizonte. En la notebook estaba abierta una página de Internet. Los diez salones top de Buenos Aires.
Gustavo sostenía el teléfono con el hombro y miraba por la ventana. La línea de grúas amarillas se adivinaba atrás de la lluvia gris.
También quiero que lo llames al Padre Mémoli. Hizo una pausa y chequeó el nombre en una libreta abierta sobre el escritorio.
Su secretaria tomaba nota en una oficina del piso de abajo.
El Gordo golpeó la puerta de vidrio y Gustavo le hizo un gesto. Entró con dos bolsas de papel en una mano y una botella de gaseosa en la otra. Después de apoyarlas en el escritorio sacó un mazo de cartas del bolsillo de la camisa y lo dejó al lado de la botella.
Esperame un segundo, dijo tapando el auricular con el hombro. Pedí los presupuestos y después hacemos las reservas, entonces. Sonrió. Gracias, Clarita.
Cuando cortó tenía dos hamburguesas, las papas fritas y un vaso lleno de gaseosa frente a él.
¿Cómo está tu geisha?, preguntó el Gordo con la boca llena.
Siempre te manda saludos.
Escucharon algo de música en los parlantes de la notebook mientras la lluvia caía sobre las ventanas. Escucharon un trueno y después las luces titilaron como si se hubiera bajado la tensión.
El Gordo corrió algunos papeles del escritorio y tiró la botella vacía al tacho de basura. Gustavo tomaba aire en una pausa entre hamburguesas.
Un relámpago iluminó la oficina, un instante. El Gordo estaba sentado, reposando cada gramo de su cuerpo sobre una silla de respaldo alto.
Somos nosotros dos, Armando, Diego y Jerry. Sin suplentes. Como siempre. Y, por sorteo, nos tocó empezar en octavos, dijo Gustavo.
Pero vamos a juntarnos antes. Una vez, por lo menos, a correr y patear un rato. Si no, estamos en el horno.
Después de otro trueno la luz se cortó definitivamente. La pantalla de la computadora, trabajando con baterías, y la música de sus parlantes los separaron del silencio y la oscuridad. Sólo unos segundos mientras se encendieron los grupos electrógenos del edificio.
El Gordo se llevó a la boca el último puñado de papas fritas. Te tengo que mostrar uno nuevo, dijo.
Se arremangó la camisa y mostró ambos lados de cada mano. Rompió el envoltorio de las cartas y buscó los cuatro ases. Se los mostró a Gustavo uno por uno y mezcló un poco. Apoyó tres cartas boca abajo y el as de corazones hacia arriba. Hizo un movimiento con las manos y levantó la vista.
Ya está. Todo marcha sobre ruedas, dijo Gustavo.
El Gordo chistó y volvió a mostrar las manos de ambos lados. Dio vuelta una de las cartas y después las otras dos. Ahora eran la reina de tréboles, el diez de diamantes y el ocho de corazones.
Basta de pensar, se dijo.
El Gordo volvió a mostrar las manos y los antebrazos. Juntó las cuatro cartas y las mezcló. Las volvió a acomodar como la primera vez, tres boca abajo y el as de corazones a la vista.
¿Y ahora?
Da vuelta estas tres, dijo el Gordo llevándose las manos a la nuca.
Gustavo apoyó el vaso con gaseosa en el escritorio y dio vuelta las cartas.
Los cuatro ases quedaron acomodados sobre el escritorio.
Viejo loco, suspiró Gustavo. No podía quitar a Baltazar de su cabeza. Un trueno hizo temblar las ventanas. Apretó los dientes y se pasó una servilleta de papel por la cara. Volvió la mirada a su compañero.
Está bueno, lindo truco.
09
Las gotas empezaron a caer más pesadas y Gustavo tuvo que encender el limpia parabrisas. Las motos pasaban a su lado a toda velocidad. Anduvo dos cuadras más.
Mensajes urgentes, se dijo y sonrió.
Manejó unas quince cuadras y guardó la camioneta en un estacionamiento techado.
Se puso el piloto y caminó hasta la entrada. En la vereda trató de estar atento a las baldosas flojas pero las pisó todas. Golpeó una puerta de madera y dijo su nombre. Un hombre de más de ciento cincuenta kilos le dio la mano y lo hizo pasar.
Bajó por una escalera angosta y se sentó frente a la barra. En el escenario, mínimo, bailaba una mujer de unos treinta y cinco años.
Gin tónic, por favor.
Sólo llevaba puesta una falda escocesa.
El barman sirvió el trago en un vaso frente a Gustavo y lo decoró con una rodaja de limón.
Ahí estás, boludo.
Jerry le dio una palmada en la espalda y se sentó a su lado. Hizo un gesto y le sirvieron otro trago igual.
Se llama Mariana, dijo señalando sobre su hombro. Pretty lady.
Mariana se quitó la pollera y la tiró hacia donde estaban sentados.
Me gusta para tu despedida de soltero.
No sé.
Brindaron y comentaron el partido de la semana siguiente. Gustavo trató de explicar que quizás se debían juntar y entrenar.
Los mellizos juegan, nada más, explicó Jerry y bostezó sin taparse la boca.
Gustavo prestó atención al espejo detrás de la barra: él con la corbata desajustada y Jerry de espaldas, con sus bermudas de jean y sandalias de cuero. Miraba el siguiente espectáculo. Un dúo. Levantó la mano para llamar la atención de alguien que bajaba las escaleras. Un hombre de unos cuarenta años, con saco marrón, pantalones negros y las mismas sandalias.
Es el uruguayo del que te hablé, aclaró.
Se dieron la mano y tomó asiento junto a ellos.
Álvaro González, mucho gusto.
Fue policía en Montevideo, le estuve contando del caso.
¿Querés tomar algo? Preguntó Gustavo.
Uno de estos está bien.
Gustavo pidió gin tónic para los tres. Fue directo al grano y le preguntó por su experiencia en este tipo de trabajos. Álvaro González se pasó la lengua por el bigote mojado. Tenía una barba muy parecida a la de Jerry, pero negra.
Estuve haciendo algunas cosas para algunas personas, sí. También para empresas. De guardaespaldas, hizo una pausa como tratando de recordar algo más. Problemas de pareja, seguí gente por ahí. Un poco de todo.
Y juega muy bien al tenis de mesa, aclaró Jerry.
Se sentaron cerca del escenario. Una chica de aspecto aniñado bailaba disfrazada de monja. Llevaron sus vasos y una de las camareras les despejó la mesa recién desocupada.
En realidad yo tampoco sé muy bien lo que pasa, confesó Gustavo en un intento por descontracturarse.
¿Querés que averigüe antecedentes? ¿Que lo siga? Álvaro González encendió un cigarrillo. Se lleno la boca de humo y lo expulsó lentamente. Jerry miraba a la chica en el escenario cuando se levantó la falda en tono de dedicatoria. Está internado, así que no hay que seguir a nadie, aclaró Gustavo. Por ahora.
Cuando empezó el show de sexo en vivo se incorporaron para volver a la calle. Gustavo pagó la cuenta y Jerry dejó una propina importante antes de calzarse su sombrero de cowboy. En la puerta saludaron al hombre que les abrió.
Fue un placer, dijo Gustavo y le dio a Álvaro González un fuerte apretón de mano.
Ni bien tenga algo te llamo al celular, o te mando un mensaje por medio de él, que nos vemos seguido.
Se despidió de Jerry con un beso y se alejó caminando apurado.
¿Con lo nuestro qué hacemos?
Nos encontramos el viernes directamente, dijo Gustavo antes de encender un cigarrillo y llenarse el pecho de humo.
Great. A las ocho, respondió Jerry mientras abría su riñonera de cuero negro.
Te paso a buscar media hora antes.
10
Había pasado la medianoche. Se escuchaban algunas gotas gruesas contra las ventanas del cuarto. Amalia había prendido varias velas y un sahumerio.
Gustavo la tomó de los pelos en silencio. Hizo fuerza para rotar su cuerpo hasta que quedó acostada boca abajo. Ella emitió un sonido sordo y por su cuerpo corrió un temblor como un escalofrío. Él la penetró sin soltarle la trenza rubia.
Respiraba con dificultad, agitado.
Se detuvo. Las sábanas y el acolchado ya estaban en el piso. Ella pronunció un suspiro muy agudo. Él se puso de pie sobre la cama. Una de las velas se apagó y apenas podía verla. Amalia encorvó la espalda sin quitar la cara de la almohada. Gustavo se masturbó unos segundos mirando su piel blanca. El tatuaje celta y la trenza bastante desarmada. Eyaculó sobre su espalda.
Se sentó sobre sus pies y empezó a hacerle un masaje suave. Usó las yemas de sus dedos. Le acarició los bordes de la espalda por debajo de los brazos y trató de descontracturarle los hombros. Hasta que se quedó dormida.
Gustavo tapó a Amalia con el acolchado y bajó a la cocina con un cigarrillo en la mano.