‘The Irishman’: la oscuridad de los hombres regresa al cine de Scorsese
En la forma que Frank madura y se hace un experto en el asesinato y la violencia. En la frugalidad de los pequeños actos que le conducen al abismo. En un momento dado, una pistola escondida en una bolsa de papel, simboliza la forma como se derrumba por completo el mundo de Frank y Scorsese lo logra a través del recurso simple de elucubrar sobre la sencillez de la derrota moral, la oscuridad interior que es imposible de ignorar.
Pero The Irishman es una película de actores y es probable que sea imposible analizar su impacto, sin mirar la forma como los grandes símbolos del cine adulto de nuestro siglo, llegan para demostrar su valor y su enorme importancia. Mientras Robert De Niro dota a Frank de una sensibilidad callejera y mundana muy cerca del desastre, Al Pacino crea quizás la interpretación más desconcertante de la película, al dotar a su Jimmy Hoffa de una cualidad humana inesperada, fragmentada y por momentos, por completo conmovedora. Resulta inevitable comparar su interpretación con la de Jack Nicholson que encarnó al mismo personaje en el ’92 dirigido por Danny De Vito, pues ambas son reflejos casi complementarios de una única versión sobre la corrupción, el miedo y al final, la dualidad del espíritu humano.
El Hoffa de Pacino es delgado, nervioso y despreciable. El de Nicholson era tenaz, brutal y atemorizante. Pero tanto una como otra versión del icono norteamericano sobre la traición a los principios, resurge en The Irishman como una cautelosa mirada al reverso de una cultura que se niega a analizar sus propios defectos y dolores. De modo que Hoffa, que en la película de De Vito era una especie de héroe de las mayorías desposeídas corrompido por la ambición, se transforma para Scorsese en una ruin antesala a la maldad como propósito. Entre ambas cosas, el director elabora algo más duro y doloroso sobre los hombres que se esconden al margen de la ley: su inevitabilidad.
El duelo entre actores es extraordinario, pero lo es aún más, la capacidad de Scorsese para construir una historia dura y solida sobre sus mejores obsesiones. De nuevo, regresa a las calles rebosantes de vida y de peligros, a los hombres concentrados, absorbidos por las fauces del monstruo del crimen con una facilidad de pesadilla. Se trata de un viaje a través de las etapas —conmovedoras y desgarradoras— de un hombre que debe matar y lo hace con singular eficiencia, pero también, su perspectiva sobre la posibilidad del dolor y el tiempo, en una combinación que en manos menos hábiles que las de Martin Scorsese, podría haber sido una combinación poco realista sobre los pequeños blancos de conciencia en que nuestra cultura apoya su hipocresía.
Pero en realidad, The Irishman es un trayecto oportuno y maduro, por el arte de construir historias con una cuidadosa combinación de belleza, brutalidad y mesura. Lo mejor de la película transcurre en la trastienda, mientras los hilos de la enorme tela de araña que sostiene y envuelve a Frank y Hoffa, se extienden en todas direcciones hacia una tragedia impensable, brumosa y todavía inexplicable.
Scorsese juega con sus símbolos favoritos: la calle se convierte en escenario de un recorrido hacia las sombras y sus personajes, testigos de la destrucción progresiva de sus vidas, que acaecen en pequeños golpes de efecto que el director muestra desde una perspectiva de dura perplejidad. Al final, The Irishman es la culminación de los temas recurrentes de un director que encontró en cierto lenguaje una forma depurada de narrar los secretos que se esconden en la transgresión, la violencia y lo criminal. Y lo hace, con una extrañísima belleza que convierte a la película en una peculiar una obra de arte. Quizás una carta de amor al cine meditado, pausado e incómodo que durante los últimos meses, Scorsese ha echado tanto en falta en la pantalla grande actual.