A pesar de sus malos hábitos es imposible no sentir empatía hacia esta familia, y no sabemos realmente qué lazos filiales existen entre ellos hasta advertirlo al final del film. Entendemos, así, que cada uno de estos miembros optó en dónde y con quién quieren estar o, al menos, eso entendemos.

La forma de vivir de estos adultos no son los mejores ejemplos a seguir para una adolescente y dos criaturas inocentes. Pero cuando advertimos a escenas donde la cofradía y el amor son los pilares principales, es menester olvidarnos de sus malas costumbres; desechar los comentarios y actitudes que habla, por sí sola, de la pobreza mental de esta familia. Creemos que hasta las peores acciones pueden ser compensadas por los abrazos y momentos de risa, donde la insistencia de decir “papá”, un corte de cabello y mojarse en la playa se fortalece con un “gracias”.

No se trata de justificar las malas acciones, ni siquiera de sentenciar lo que hacen estos personajes. El film nos ha colocado en una postura difícil, donde entendemos una parte de la historia que no se había contado, o al menos no desde este punto de vista. Por momentos parece que sólo vemos a tres adultos holgazanes y oportunistas; y por el otro, a personas que no han podido surgir porque el mismo sistema se lo impide. Se trata de ese mal llamado “viveza criolla” ese que, si no se detecta a tiempo, termina por convertirse en un cáncer.

El filme está repleto de momentos de reflexión. No señalamos en ningún momento quién es bueno y malo, por el contrario, entendemos que todos son héroes y villanos, victimas y victimarios. Cómplices. Sabemos que moralmente muchas de sus acciones están mal, pero es tan poco lo que conocemos de ellos que nos cuesta juzgarlos. Tan sólo vemos a individuos que estuvieron toda su vida buscando al otro: Alguien que lo cuide, le dé de comer, lo vista, lo bañe, alguien que simplemente lo ame y reinicie su vida, a pesar de las cicatrices que ya están.

La película nos recuerda que todo lo que hacen está mal, a pesar de que no estamos hablando, necesariamente, de malas personas. En la escena donde Shanto y Lin roban una tienda, el vendedor, quien ha podido denunciarlos a la policía, ha decidido regalarles dos tubos de colores, dándoles la lección de qué es lo que no deben hacer. Parece que Shanto, un niño inocente a quien aún pueden adiestrar, ha entendido el significado, puesto que por un momento olvidamos la posición del otro -del que ha sido robado- y, no conforme a ello, tampoco sabemos nada de su vida, tan sólo una vaga interpretación que podemos hacer en la escena donde advertimos al comercio cerrado. De inmediato razonamos sobre la culpa que siente el pobre niño y de cómo, ni él mismo, puede dar marcha atrás ¿Es esto lo que le está enseñando a su hermanita? De repente, la escena en el supermercado era lo que necesitaba Shanto -y nosotros- para terminar de atar los cabos sueltos. Quería y necesitaba que lo atraparan, pero esto no lo sabemos hasta que su padre adoptivo le confirma haber planeado fugarse y abandonarlo. Sin embargo, seguimos sin poder pensar mal o de estimar la cobardía que pueden tener. En cambio, es preferible quedarse con la visión de un grupo de individuos que necesitan encontrarse y estar juntos, aunque se trate de un final diferente.