05.11.19

Hace unas noches soñé con una playa. Una playa de un mundo post apocalíptico. Tome un autobús en una parada en medio del camino, y recorrí kilómetros y kilómetros de un gran desierto. Por la ventana del autobús se veían, en la lejanía, unos riscos que ondulaban por efecto del calor. Cuando llegue y baje, tuve un dejavu. Tuve la certeza de haber estado antes aquí, en algún otro sueño. Solo que ahora todo estaba destruido. Unas chozas se alzaban de la nada, en medio de un viento feroz, sobre arena sucia. Un pueblerino, vestido con andrajos se me acerco y me jaloneo. Hacía gestos y caminaba encorvado. No podía hablar. Yo buscaba un museo.

En mi anterior visita a la playa había ido a un museo. Recuerdo solo la sombra que proyectaban sus columnas blancas sobre la arena, y el capitel en forma de arco. Y la sombra, más profunda, del significado. Esa aureola que tienen las cosas en nuestra imaginación. Era un lugar tranquilo y fresco. Ya no estaba. En cambio, había un mirador lleno de turistas que charlaban y comían, en picnic, alrededor. El mirador enfocaba una tierra calcinada y podrida donde se veían las chabolas hundidas en la arena.

Me perdí en el interior hueco del mirador hasta que encontré un pasillo. Un corredor alargado sostenido por los pilares donde una vez descanso un museo. Yo seguía a alguien. A la mitad del recorrido la persona giro en un recodo y yo quede solo. El sol entraba por una ventana cercana y el artesonado y parte del suelo enlosado destellaba en reflejos amarillos. Los costados del pasillo quedaban ocultos en sombras, acentuadas aun más por la claridad. Sin embargo, la oscuridad y la luz se cruzaban. Yo tenía miedo por alguna razón de ese entrecruzamiento. Intente caminar pero los pasos sonaban fríos y vacios. No había eco. Nadie podía oírme. El pasillo con las luces cruzadas convertidas en una, con la alfombra de silencio tejiéndose a mi alrededor, era lo voz del campesino que intento hablar. Podía ser tantas cosas, y eso me aterrorizo. No sabía que interpretar aquel temblor que recorría las paredes. Era importante. Quizás el pasillo era la muerte, solitaria, sin nadie delante, sin nadie detrás, vagándolo siempre. Había algo vital.