Mi padre me regalo un cuaderno, no mayor a una libreta de notas. Lo recuerdo tocando despacio la puerta, atisbando, entrando a mi habitación, sentarse en la cama a mi lado, sacársela del bolsillo y entregármela con una ligera sonrisa. Todo con gesto rápido y fugaz. Desde entonces siempre la he llevado conmigo. Sin embargo, nunca he podido escribir en el. Ni siquiera la mordedura del dolor, y la ansiedad que me provoca, me ha llevado atravesar el umbral. Como si pudiera vislumbrar por el resquicio de una puerta entornada una tierra impoluta y sin hollar, y me sobrecogiera el temor de profanarla. Solo balbucear de miedo. El miedo a no decir realmente, sino apenas, rasguñar la superficie. Que la mirada endurecida y severa de mi padre, velando cada una de las hojas, recaiga sobre mí. Entonces mi mano tiembla y no puede astillar el fondo de las cosas. Mi intuición me hace pensar que los objetos y las personas tienen, como acobijado en la ternura de un tronco hueco interior, una dimensión más. Y la mirada de mi padre es genuinamente eso, algo más. Una ruta. Cuando me hizo el obsequio sonrió y el nunca sonreía, no verdaderamente. A veces pienso que la libreta es en realidad, su verdadero ser, la entrada al camino que tanto quería mostrarme. También me consuela saber que la tengo y en los momentos solitarios, tristes, busco su refugio. Un consejo. Pero no hay nada escrito. Al pasar las hojas me parece que el blanco de su silencio me revela, emergiendo de la profundidad donde sea que se halle la dimensión, una senda larga, muy larga y tortuosa, que se pierde en la lejanía. Es cuando la libreta, la libreta que me regalo mi padre en un acto insignificante, se convierte en el recinto de su presencia, en el silencio y la violencia que siempre desprendió su figura y nunca supe descifrar, y es en aquel instante cuando el cuaderno se parece tanto a su mirada.