Silencio ancestral: la disidencia sexual entre los pueblos indígenas del Amazonas venezolano
Las trans indígenas amazonenses viven en un estado de marginalidad, marginación, vulnerabilidad e indefensión y en condiciones paupérrimas comparadas incluso con las ya menguadas posibilidades del resto de los indígenas urbanos.
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Era todavía la tarde de domingo y el viento arrastraba un perfume de lluvia. Habíamos perdido la salida de bus ese día en medio de la temporada de inundaciones y el aire pesaba como un destino. Desde esa fecha, ya no volví a pasar la noche en Marcelino, resuelto a no tener que reensayar despedidas y sentir otra vez la opresión de la atmósfera caldeada, cambiando el fausto de aquella morada por la más modesta habitación de los indios.
Al volver del ambiente sobrecargado de mortandad y urea del hospital, tomé asiento frente a la mesa de comedor abultada por la humedad o tal vez hecha áspera por el apetito de la plaga, y di inicio a la relación a la que por respeto a la casa y por no dar lugar a desconfianzas, se siente obligado un extranjero a quien han acogido gentes que recién lo acaban de encontrar. Hablé profusamente, dando rodeos sólo cuando por una prudencia urbana advertía la improcedencia de discurrir por los detalles, intentando ser leal a la sucesión de hechos y tanteando con la máxima de que mentir no es lo mismo que ocultar la verdad. Al rato le revelé a mi interlocutor, que se mecía ahíto sobre la armadura de una hamaca, que no habiendo visto a la persona que buscaba, había pasado la mayor parte del tiempo conversando con alguien que me había sido presentado como una de las esposas del capitán de una comunidad ye’kwana y jivi del Alto Orinoco, y que estaba allí al cuidado de su sobrina, hija de su primo, que en el sistema de parentesco de los jivi es más bien un hermano.
Su curiosidad se vio interpelada por lo distante que estaba aquella mujer de su hogar; a ese asombro extendido con franqueza le siguió la pregunta igualmente franca sobre cómo la había conocido, a lo cual respondí como si hubiera memorizado un catecismo, para que me preguntara después cómo se llamaba, a lo que respondí con menos seguridad.
–Héctor –le contesté deprisa sin darme tiempo a reconsiderar aquel principio autoimpuesto que tan poca utilidad concedía a la mentira.
La distancia lo había hecho ajeno a aquella herencia de milenios. Aquél receso lo había devuelto extraño a la tierra sobre la que había visto la primera estrella.
Vinieron enseguida los interrogatorios habituales; le comenté más extensamente acerca de Héctor, tuve que explicarle cómo solía vestir, qué universo histórico y axiológico la hacía posible. Le hablé de esposas secundarias, de las categorías de género; le hablé de la no identidad entre el género culturalmente aprendido y el sexo asignado al nacer; vomité toda esa sabiduría en pastillas que se consume en los talleres pensados para inducir al reflexivo arte de lanzar consignas a una caravana de borregos, y al final reaccionó con una mezcla de resignación y el desconcierto honesto del principio, contándome que en verdad todo aquello no lo había visto: sí en Caracas, sí en las ciudades, incluso en una ciudad provincial y sin ninguna importancia como Puerto Ayacucho, pero no entre hermanos indígenas.
Danilo, mi interlocutor, es un hombre wǫttüją, nacido en Puerto Ayacucho y nieto de una octogenaria que no habla un ápice de castellano; su ambición pecuniaria, su visión comercial y doce años de residencia en Caracas entre parlamentos, reglamentos y alcoholes, hacían pensar que eran serias las razones para sospechar que había observado un régimen de lavado cerebral por medio de los más cursis y módicos bálsamos de la cultura occidental. La distancia lo había hecho ajeno a aquella herencia de milenios. Aquél receso lo había devuelto extraño a la tierra sobre la que había visto la primera estrella.
Su impresión, su gesto de desconocimiento o de ajenidad, ya había podido constatarlo sin embargo entre personas más familiarizadas con aquella feroz realidad. La interrogante que entonces surgía era por qué aquel fenómeno que parecía haber hecho implosión era tan inusual antes. Una cosa sí era segura: aquellas personas, las “personas así” para usar la denominación local, venían huyendo de algo; eran prófugos de una justicia que venía haciéndose mecánica y que ya no les dejaba opciones. El odio de los propios y la hipocresía de los anfitriones pavoneándose de haberles salvado de una violencia que no era ya una amenaza eran preferibles a la consumación final de aquel paciente castigo.
Por qué los invisibles se hacen algo cada vez más común. Un poco de antropología.
Un signo es una manifestación material que está en lugar de otra cosa. Su necesidad viene dada por la infinita complejidad de los hechos del mundo, que es preciso reducir para hacerlo soportable para la mente humana. Las culturas son dispositivos de reducción de la complejidad de la realidad extralingüística; son sistemas de sistemas de signos socialmente compartidos. En el interior de una sociedad, una cultura funciona como un escudo de defensa contra la tensión y la angustia provocada por las diferencias entre los grupos de edad, los sexos y las clases sociales. Las culturas proporcionan formas de reprimir ciertos deseos, pulsiones y fantasmas y al contrario, estimular la expresión abierta de otros (Marta Lamas. Cuerpo: diferencia sexual y género).
Los individuos y los grupos de individuos participan diferencialmente de sus respectivas culturas. Ciertos conocimientos y tareas son delegados a determinado género, grupo etario, mitad, clan, linaje, fratría, familia u ocupación pero no a otro(s). A veces son los bienes poseídos los determinantes para que un haz de saberes les sea transmitido a una familia o a un individuo.
Los individuos son capaces de cuestionar su propia cultura y actuar dentro de ella con la intención de introducir modificaciones en las pautas de funcionamiento y en los comportamientos sociales, sin que ello deba confundirse con el deseo de destruirla.
Los miembros de una cultura pueden tener o tienen con frecuencia ideas y percepciones diferentes cuando no directamente contrastantes sobre un abanico considerable de temas que, puestas en conjunto, constituyen auténticas ideologías en torno a los mecanismos de funcionamiento social por medio de las cuales pueden presentarse tanto proyectos alternativos de sociedad como opiniones de la propia identidad que se apartan de la concepción dominante. Cada sociedad tiene grados variables de flexibilidad y tolerancia hacia las divergencias entre sus miembros; los márgenes de ese rango están ocupados por la negación de la identidad étnica de los suscriptores de la tendencia menos poderosa, cuando la solución cultural no significa la anulación de sus vidas.
La existencia de estas ideologías étnicas alternativas es, en todo caso, un factor endógeno de cambio cultural. Los individuos son capaces de cuestionar su propia cultura y actuar dentro de ella con la intención de introducir modificaciones en las pautas de funcionamiento y en los comportamientos sociales, sin que ello deba confundirse con el deseo de destruirla.
Adicionalmente, las culturas indígenas se encuentran en una situación de sujeción colonial, lo que hace que se vean alteradas compulsivamente; las diferencias entre los pueblos van diluyéndose para aglomerarse bajo la denominación de “indio” impuesta por el régimen colonizador y la consolidación de éste impide el desarrollo autónomo de las culturas originarias, provocando la erosión de los contenidos culturales originales y restándoles vigencia hasta empujarlas a la sustitución y al olvido. La vergüenza étnica cultivada por la existencia de esta estructura de dominación hace que eventualmente saberes, ideales, prácticas y valores no sean transmitidos a las generaciones más jóvenes, sepultando paulatinamente las posibilidades de supervivencia cultural. Son estas condiciones las que permiten la aparición, dentro de pueblos indígenas, de identidades que son propias de la civilización occidental (como la de homosexual).
Puerto Ayacucho: la arena movediza de la última frontera.
En al menos tres sentidos, Puerto Ayacucho es una ciudad fronteriza. En el primer sentido, lo es desde el punto de vista político: está emplazada en una de las riveras del Orinoco, frente a la población colombiana de Casuarito. Desde la perspectiva física, se ubica en un área de transición entre la llanura y la selva y entre los Llanos orientales colombianos y el Escudo guayanés. En el aspecto cultural, Puerto Ayacucho no puede sino constituir una zona de choque, un límite en disputa entre las culturas amazónicas y la civilización occidental. Es por eso una ciudad de contrastes: una enorme masa urbanizada en una región que nunca ha soportado grandes densidades poblacionales, en la que la presencia de las iglesias cristianas es casi asfixiante y en la que lo indígena se incorpora a la arquitectura, el paisaje y la estética local.
–En mi cultura, cuando veían que había alguien así simplemente lo mataban –me contesta Inés Wenéwika , una lideresa indígena tsatse (piapoco).
En la expresión de su rostro creo ver una especie de prejuicio velado, de opacidad, y hasta la terquedad de un dogma inoculado como una verdad universal. Su aliada y compañera de lucha, Micaela De’aruwa me confirma que la transexualidad es también condenada entre los wǫttüją.
Sucede un silencio de piedra; de repente me asalta esa meditación como un viento frío que quema como un desengaño.
Inés y Micaela son funcionarias públicas. Hacen trabajo social en nombre de su organización de mujeres indígenas aprovechando la infraestructura del gobierno bolivariano. Como casi todas las funcionarias civiles, Inés y Micaela son trabajadoras subpagadas, sin embargo, emplean su sueldo y sus alianzas para cumplir con los pedidos del gobierno o con el programa de la organización, atendiendo sobre todo a las mujeres de las comunidades, que son las más desfavorecidas.
Como un deber institucional, Wenéwika tuvo que sostener reuniones y entrevistarse con mujeres transexuales, muchas de ellas mestizas e indígenas (como una proporción abrumadora de la población de Puerto Ayacucho), despertando la censura de su pueblo. Afortunadamente, la sanción no fue más allá de la censura, ya que es reconocida entre sus parientes (nombre que dan los indígenas a los propios de su nación, sobre todo a los que habitan fuera de la ciudad) por prestar apoyo en muchas otras materias, por su trabajo político y su atención a las necesidades. A pesar de eso, cuenta que dejó de reunirse con las mujeres trans sin poder encontrar razones para ese descuido. Ella es una mujer evangélica cercana a cumplir cincuenta años; asiste al culto todos los domingos, por lo que admite tener “ya otro estilo de vida”. Contraviniendo su cultura, ella manifiesta “no tener nada en contra de esas personas” porque la motivación de su actividad política es luchar contra las injusticias.
Los pueblos originarios de la Amazonía venezolana vieron fuertemente transformadas sus costumbres con la penetración misionera. Los arawaks del sur, familia lingüística que comprende, en Venezuela, a los baniwa, los kurripako, los baré, los yavitero, los tsatse y los wálejkena, abrazaron fundamentalmente las ramas protestantes. Entre los tsatse, los baniwa y los kurripako la acción misionera estuvo a cargo de Sophia Müller, una neoyorkina llegada al Amazonas con auspicio de la Summer Institute of Linguistics y posteriormente considerada una evangelizadora independiente.
Entre las prácticas que virtualmente han desaparecido por influencia ideológica del cristianismo se cuenta el infanticidio en los nacimientos múltiples y de las personas con discapacidad entre los jivi (piénsese en el mandamiento de la ley de Moisés “no matarás”) y el asesinato de las personas no heterosexuales y transgénero entre los tsatse al que ya hemos hecho alusión). A esto hay que sumar las penas establecidas por el código penal venezolano por los delitos de asesinato y homicidio calificado, que han sido ejecutadas sobre la población indígena desde que existe presencia efectiva del Estado venezolano en el territorio del actual Estado Amazonas, aun desconociendo la autonomía jurídica y la agencia para la resolución de conflictos de estos pueblos culturalmente diferenciados y resultado de una línea de evolución histórica distinta de la de la sociedad envolvente (población venezolana mayoritaria) y de la civilización occidental.
Todo esto ha contribuido a abandonar estas prácticas, pero en modo alguno ha abonado a la supresión de castigos o creado una atmósfera de empatía hacia esta población. Si antes los jivi segaban la vida de los mellizos o gemelos, ahora entregan a uno de ellos a otra familia, para que los hermanos crezcan separados. Si para los tsatse la muerte era la medida disciplinaria para la disidencia sexual (entendiendo por ello no sólo una orientación sexual distinta a la normativa, sino también, en cuanto representa una renuncia a los privilegios o prerrogativas sexuales concomitantes, una identidad y expresión de género distintas a las correspondientes a la genitalidad del individuo), ahora lo es, como entre muchos otros pueblos, el aislamiento y el destierro.
Los pueblos originarios de la Amazonía venezolana vieron fuertemente transformadas sus costumbres con la penetración misionera.
A los ojos modernos estas penas suenan terribles (mis excusas por la sinestesia), pero es probable que sólo rara vez hayan sido aplicadas. Escribe Rita Segato que es en la modernidad occidental que las normas jurídicas se vuelven independientes de los sujetos que imparten justicia, de las personas a las que hacen justicia y del contexto en que son aplicadas. Es también en el Occidente moderno que se hacen mecánicas: no hay, en teoría, leyes que no se apliquen. En cambio, en el derecho consuetudinario de los pueblos indígenas una ley es simplemente una figura de discurso limitada a disuadir que las infracciones se cometan efectivamente. Sin embargo, por influencia de la occidentalización, estas “leyes” han venido tomando el sentido que tienen para nosotros, de manera que lo que antes era sólo un tropo que aconsejaba no ir contra las normas (o habría un castigo) se ha convertido en una sentencia que no es posible apelar.
Enlace para descarga del artículo de Rita Segato, “El sexo y la norma: frente estatal, patriarcado, desposesión, colonialidad”: http://www.redalyc.org/pdf/381/38131661012.pdf
La ciudad de las mariposas.
Cada febrero, la capital del Estado Amazonas es el escenario de un concurso de belleza que en sus comienzos tuvo una audiencia reducida, mas ahora es multitudinario: el festival de las Mariposas Azules. Se trata de un certamen establecido por iniciativa privada por la empresa Corpoturismo Amazonas, que en sus primeras ediciones se realizó en interiores, pero que ahora debido al aforo ha tenido que mudarse a un anfiteatro a cielo abierto: el mítico Áparo, un complejo recreacional presidido por un sapo de tamaño colosal que aparece en las narraciones baniwa sobre el origen de la lluvia. El show ha sido tan exitoso que ha logrado integrar mujeres travestis de otros estados del país y las ediciones más recientes han significado la internacionalización, con concursantes provenientes de Colombia. Además de las Mariposas en Puerto Ayacucho tienen lugar otros espectáculos de drag queens en espacios más pequeños, no necesariamente locales “de ambiente”, y con mayor frecuencia.
Estos eventos son aprovechados por las participantes para exhibir la imagen que han construido de sí mismas y lanzar mensajes a favor de la tolerancia y en contra de la homofobia (los travestis se autodenominan “gais”, no obstante a que desde la perspectiva emic se trata de colectivos diferenciados). La noche se hincha de vanidad, el cielo nocturno se colma de lentejuelas y el baile y un poco de licencia y de desparpajo proporcionan un ligero entretenimiento que irrumpe como una bacanal en un templo en la monotonía de una ciudad provincial por tanto tiempo acostumbrada a no ver pasar nada. Cuando lo común es el silencio monacal y la música de los pájaros es menos frecuente que el tañer de los campanarios, el estrépito, más que significar una molestia, se agradece.
En mi estancia en Puerto Ayacucho pude apreciar brevemente las condiciones de vida de las personas trans indígenas. Algunas de ellas han conseguido integrarse al mercado de trabajo formal: dos con las que pude tratar son enfermeras en el derruido Hospital Doctor José Gregorio Hernández, sin que haya, al menos para una de ellas, rechazo de parte del personal ni irrespeto a su identidad de género. Es una mujer jivi que responde al nombre de “Manzanita”, y es la única que pude conocer que afirmó vivir en las afueras.
Sus pares son menos afortunadas. Como la generalidad de la población trans en el mundo, las trans indígenas amazonenses viven en un estado de marginalidad, marginación, vulnerabilidad e indefensión y en condiciones paupérrimas comparadas incluso con las ya menguadas posibilidades del resto de los indígenas urbanos. Una de ellas, una jivi que se hace llamar “Aleisi”, y que los vecinos del barrio autoconstruido de Promoamazonas conocen también como “Pescadito”, pero que a mí se me presentó una apurada mañana después de lo que debió de haber sido una noche de copas como “La Culpable”, vive con su novio en un cobertizo en el que apenas hay espacio para una cocina, un reproductor de audio y una cama. No tiene celular, ni ningún otro medio para comunicarse que no sea el golpe de los puños sobre el latón de la puerta del cobertizo.
En situación de incomunicación parecida vive Mati, una wǫttüją a la que abordé en las inmediaciones de la estación de servicio de La Florida. Como cabizbaja, ligeramente amilanada, como pensándose un fraude, se presentó con un escueto, pero sonriente (la sonrisa de quien se ríe impiadosamente de sí misma): “mi nombre real es Martín, pero mis amigas me dicen Mati”. Asumí que era una de sus amigas, y la llamé Mati por el resto de la conversación. Su andar tambaleante, aun dando pasos acelerados, me sugirió que podía proceder de una comunidad. El timbre de su voz me afianzó en esa impresión, que obtuvo confirmación más tarde cuando me dijo venir de Limón de Parhueña, una comunidad selvática en el Eje Carretero Norte.
Me confesó no haber visitado su comunidad en los últimos meses, quizás años; me contó incluso que había venido a la ciudad y se había quedado sin haberlo planificado. Sabía que no debía ahondar en las razones y que no tenía sentido hacer preguntas para obtener las respuestas que ya conocía. Me dio la impresión de sentirse en un cuerpo que no era el suyo. Sonría espléndidamente y todo el tiempo, aunque nerviosa, como sintiéndose disminuida e incapaz de exorcizar sus fantasmas. Pienso que escuchaba y asentía no sin cierto recelo, a pesar de que a todas luces debí de parecerle simpático, porque –y es algo que descubrí a lo largo de mi estadía en Amazonas– en el mundo indígena, el mundo mutilado y puesto de cabezas por la situación colonial, por la modernidad y el nacionalismo y todos esos discursos que cultivan la veneración a los indios muertos, hay ciertos actos, o todos los actos que solicitan la injerencia del juicio, que presuponen que nadie es inocente hasta demostrar lo contrario. Mati escuchaba cascabeles, el rumor de unos pasos y el arrebol de unos ojos empañados por la sangre. Transcurridos unos minutos nos despedimos y ella prometió escribirme. Yo me alejé por la avenida Orinoco con dirección a Constitución y ella tomó por la avenida golpeando el asfalto con un taconeo diligente. Después de eso ella no escribió y ya no nos vimos más.
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muy buena publicación te felicito.
Gracias :)
Felicidades por tu publicación, muy interesante. No sabía que en Venezuela había este tipo de poblaciones indígenas trans. Existen comunidades de este tipo en México, India, Filipinas y algunos otros países.
¿Te refieres a que hay población transexual viviendo en las áreas rurales de la India y Filipinas?
Me refiero a que hay ciertas etnias en los países que menciono que, como parte de su cultura, deciden que ciertos miembros masculinos de su población asuman roles femeninos y se comporten como tales, incluso transformando su apariencia física.
Ah, ahora entiendo. En el Estado venezolano de Amazonas no sucede así. De hecho, los transgéneros (distintos a los individuos transexuales) son sancionados negativamente por la mayoría de las diecisiete culturas originarias del territorio (hay otras tres de las que unos pocos miembros han migrado desde Colombia), aunque algunos cambios han sucedido y culturas en que las diferencias entre los géneros eran muy marcadas, como los ye'kwana, han permitido casamientos entre tres personas de las cuales una es transgénero. Éstas son personas amaneradas, pero no visten como mujeres, a pesar de que hacen las tareas de ellas. En este artículo me refiero sobre todo a los indígenas urbanos. En cuanto a la homosexualidad y la transexualidad femenina, desconozco prácticamente todo. Son más invisibles que los varones.