La caja de los demonios

in #cervantes6 years ago (edited)

Escribí este cuento hace unos años para una colaboración en una revista literaria. Al leerlo, se darán cuenta de por qué ninguna editorial ha querido publicarme.


La caja de los demonios.

  —¡Pronto! ¡Ayudadme! —pidió Karl a sus compañeros mientras tiraba con fuerza del pedazo de soga con el cual se cerraba la trampilla del sótano.   

  Las risotadas y el estrépito del caldero al chocar con las paredes de piedra de la casa, las escudillas rotas y otros cacharros menos identificables provenientes de arriba erizaban el pelo. Jayn y Andrew bajaron las escaleras de madera corriendo y cargaron la tranca entre los dos. Atrancaron deprisa. Enseguida, los tres tosieron con el polvo que les cayó encima cuando los cacodemonios volcaron la librería de Igor.  

  —Igor nos matará cuando vea lo que hicimos —señaló Jayn lo obvio.  

  —O algo peor —respondió Andrew.  

  —Luego nos preocupamos de Igor —Karl los hizo callar—. Ahora, esperemos que vuelva antes de que a los cacodemonios se les ocurra largarse a Beulen. Entonces sí que estaremos jodidos.  

  El ruido de más muebles lanzados al suelo hizo que Jayn hundiera la cabeza entre los hombros.  

  —Entonces —dijo ella—, ¿cómo queréis detenerlos?  

  —¡No sé! —Karl se rascó la cabeza impotente— ¡Andrew! ¡Di algo, que esto es culpa tuya!  

  De pronto, una voz conocida para ellos resolvió el dilema.  

  —¿Con un…? ¡Llama de Ankúr!  

  Aquel sótano lleno de paja y tierra se inundó con la luz que se coló entre las rendijas de los tablones que hacían de suelo y techo. Karl se cubrió los ojos con el brazo para no deslumbrarse. No imaginaba el desastre que harían los cacodemonios en Beulen, Sterrn, Dolmand o cualquier otro pueblo, de haberse escapado. Tuvieron una condenada suerte de que Igor llegara. Venía el momento de sufrir.   

  —¡Jayn, Andrew, Karl! ¿Dónde estáis? —tronó Igor— ¡Salid ahora!  

  Andrew subió las escaleras y fue a desatrancar. Enseguida, abrió la trampilla y salió del sótano. Karl y Jayn se miraron por un momento. Ella negó con la cabeza y también regresó arriba. Entonces, él decidió seguirla al degolladero. Haría lo posible por defenderla, no importaba si eso significaba tundir al mejor mago del reino de Grails… o morir intentándolo.   

  Los tres se colocaron uno junto al otro, con la cabeza gacha, dejando el sótano abierto. La única y gruesa ceja de Igor se arqueó amenazante. La piedrecilla en la punta superior de su báculo era todo el alumbrado disponible ahora que las lámparas acabaron despedazadas y el frío nocturno se colaba por las ventanas. Hasta el fuego de la chimenea se apagó. El cofrecillo del que salieron los cacodemonios quedó tirado, abierto boca abajo, entre el maestro y sus discípulos.   

  —Decidme —dio un golpe en el suelo con la punta del báculo—, ¿quién lo hizo?  

  Nadie habló. Pero, Karl trataba de urdir una buena mentira. Que pareciera accidente. Si Jayn abría la boca, estaban perdidos.  

  —Así que decidisteis callaros —Igor se quitó su sombrero puntiagudo para rascarse la calva—. Siendo así, os enviaré con Baba Yaga. Seguramente quedará complacida al teneros como discípulos. Empacad ahora vuestras cosas mientras llamo al carruaje.  

  Baba Yaga era la vieja bruja a quien Igor compraba ingredientes para sus pócimas que no podía conseguir en otro lado: ojos de ciego, uñas de dragón gélido, polvos de momia, raíces y hojas de planta carnívora, criadillas de minotauro, cabezas reducidas, muñecos malditos. Nada temible hasta ahí. Pero, rara vez tenía discípulos. Corrían rumores de que, si éstos la disgustaban, se convertían en parte de su mercancía. Jayn enredaba los puños en su delantal. Se le salió una lágrima.   

  —¡Fue Andrew! —lo señaló ella de pronto—. ¡Andrew abrió la caja de los demonios!  

  —Sabia elección, querida —dijo el mago mientras se agachaba a enderezar una silla, apoyado en su báculo—. Te escucho.  

  —Todo empezó en la mañana, cuando vos fuisteis donde la bruja Baba Yaga a comprar callos de titán colosal...  

  Karl sintió ganas de llorar también. No pudo evitar a tiempo que ella contara la historia a Igor. Sólo faltaba ver qué castigo les impondría. Siendo honestos, tendría toda la razón.  



  Una noche antes, el príncipe Sigfried, gobernador de Beulen, visitó a Igor en secreto para pedir un remedio contra el brote de peste que asolaba su pueblo. Al principio, el mago no quiso colaborar porque no tenía ingredientes para más de cinco mil dosis. Pero, cambió de opinión en cuanto tuvo enfrente un saco de dinero para él y otro con el cual comprara lo que hiciese falta. Se puso a trabajar ni bien despidió al visitante e hizo a sus discípulos elaborar los encargos de otros clientes. Por suerte, la mayoría eran sencillos aunque laboriosos. Andrew, por ser la vela menos brillante del candelabro, lidió con lo más fácil: cocer filtros de amor —populares entre princesas feas— a fuego lento en una marmita y colar matarratas en un pocillo. Todo marcharía bien mientras no se equivocara de frasco a la hora de verter las pócimas. Jayn inventarió substancias para averiguar lo que Igor debía conseguir. Karl, por su parte, confeccionaba los quinientos amuletos restantes para un regimiento de caballería que marchaba la semana entrante a la guerra contra el reino de Tubal.  

  —Hace falta caléndula —informó Jayn sin levantar la vista de la tablilla donde anotó—. También se terminará el vello de troll, las cigarras, el callo de titán colosal...  

  Los indoctos —forma benigna de referirse a quienes no eran magos— creían redundante llamar titán colosal a un monstruo de ochenta o cien metros de alto. Claro, no sabían que uno común apenas alcanzaba los veinte.   

  —No sigas. —Igor pidió la lista a la chica con un ademán—. Déjame ver eso. —Se puso a caminar de un lado a otro mientras la repasaba—. El vello de troll no es problema; hay una tribu amigable acampando en el valle de Acor, prácticamente a las puertas de la casa. Vosotros podríais cazar cigarras. En el mercado tienen caléndula, cilantro, tabaco masticable y pan de cebolla. —Se detuvo—. Tendré que ir a por el callo donde Baba Yaga —suspiró—… y el príncipe Sigfried quiere el remedio listo para pasado mañana.   

  Dicho eso, descolgó el morral de la garra del búho disecado sobre la chimenea de piedra, se lo terció al hombro. Luego, cogió su báculo y se puso su Fez del gremio mágico.  

  —Me voy de una vez —informó—. Regresaré por la noche.  

  Abrió la puerta y, antes de marcharse, dejó instrucciones para todos.   

  —Jayn —dijo a su alumna más destacada—, prepara el remedio del príncipe Sigfried con lo que resta. Debe alcanzar para cien dosis, pero a lo mejor sale menos. Los demás, seguid con lo que estáis; cazad cigarras y limpiad la casa cuando acabéis.    

  Cerró de un portazo.  

  Karl se concentró tanto en meter fragmentos de piedra lumbre y serrín de acacia a los saquitos de terciopelo rojo con los cuales armaba los amuletos, que notó el paso del tiempo hasta que Andrew y Jayn comenzaron a discutir.   

  —Andrew, ¿dónde está el hacha? —dijo ella.  

 —Donde siempre —respondió éste—. Afuera. 

  —Pues no la hallo —la chica se apartó de los ojos un mechón de su verde cabellera—. Necesito partir más rápido el callo de titán.   

  —Ah, bueno. Por ahí hubieras empezado —Andrew se puso de pie, y se desperezó poniéndose las manos a la espalda—. Si quieres que algo salga rápido, necesitas ayuda.   

  —No, gracias. No me apetece que eches a perder otra pócima.  

  —¿Y quién dijo que sería yo?  

  Andrew se acercó a la librería de Igor y repasó los lomos de los libros con el dedo, como buscando deprisa un tomo en especial. Karl lo miraba desde su banquillo. Sabía que su condiscípulo tomaba los documentos de Igor mientras todos dormían para leerlos e intentar mejorar, aunque fuera un poco. No había querido intervenir, pues las equivocaciones del chico a veces resultaban entretenidas. La mejor fue aquella en la cual elaboró una pomada que debía curar forúnculos pero los transformaba en espinillas porque confundió un manojo de toronjil con hierbabuena. Sin embargo, cambió de opinión al advertir el texto elegido por su compañero de estudios.  

  —Yo que tú devolvía ese libro donde estaba —Karl se levantó despacio—. Igor dice que está maldito.  

  —¡Cuentos de viejas! —respondió Andrew— Igor tiene un montón de cosas malditas. Las tocamos siempre y nunca ha pasado nada. ¿O sí?  

  —No, pero…  

  —Pero nada. Has visto cuán atrasada va Jayn. Si no terminamos el trabajo a tiempo y nos ponemos a ayudarle, la cura de la peste se retrasará también y el príncipe Sigfrid nos pondrá a todos en la picota. Yo no quiero acabar en la picota. Y, por si fuera poco, ya me estoy cansando de tanto colar matarratas.  

  —Entonces, ¿qué harás?  

  —Espera un poco —abrió el libro y comenzó a pasar las páginas ruidosamente.   

  —¿Y qué opinas tú? —Karl dejó caer la pregunta en manos de la peliverde.  

  —Que deberíamos quitarle el estúpido libro.  

  Los dos ya iban a por Andrew. En ese momento, levantó una mano para indicarles que se detuvieran.  

  —¡Ya encontré lo que buscaba!   

  Se dio media vuelta, cogió el banquillo de Andrew con la mano desocupada y se paró encima para darse altura y bajar de la repisa más alta una pequeña y vieja caja de madera con runas talladas, oculta bajo pergaminos.  

  —¿Y qué es eso? —Jayn se cruzó de brazos.  

  —Esto es una caja de demonios —Andrew la alzó, como para que los demás vieran, después se la puso entre las piernas para leer una explicación en el libro—: Los cacodemonios son los espíritus domésticos cautivos en una caja de demonios, a los cuales se puede ordenar cumplir cualquier tarea. Pero, debe ejercerse especial cautela. Si estos espíritus escapan de la caja, crearán destrozos innúmeros y de toda clase a su paso. Procure asignarles deberes que no precisen más de una persona. Bastará abrir la tapa de vuestra caja de demonios y recitar “daemon expērtus” para hacer salir a uno de ellos. Completada la tarea, será reabsorbido.  

  Karl se imaginó a dónde iba Andrew.  

  —No me gustaría que un cacodemonio hiciera mi trabajo —expresó con preocupación—. Devuelve eso donde Igor lo tenía y haz los filtros y el matarratas tú mismo.  

  —Karl tiene razón —dijo Jayn con gesto serio—. Yo también haré mi trabajo por mí misma. Deberías hacer igual.  

  —Bien, os lo perderéis entonces.   

  Karl volvió a la mesa donde elaboraba los amuletos y Jayn salió a buscar el hacha. Andrew devolvió el libro a su sitio, pero se quedó con la caja de los demonios. Abrió la tapa. “daemon expērtus”, recitó grandilocuente.   

  Karl se levantó de su banco aprisa y se la arrebató.  

  —¿Qué has hecho, idiota?  

  La caja se puso tan caliente que la dejó caer al instante. Se sintió como plomo en la hornaza. De ella, salió un líquido maloliente y parduzco, parecido al que brotaba del pozo ciego atrás de la casa al desbordarse. Luego, ese fluido se concentró en una burbuja sucia. Se le formaron piernas y brazos escamosos con dedos lobulados y una cabeza de orejas puntiagudas. Al final de aquel proceso, la criatura resultante movió los ojos de un lado al otro, rápido, como si algo le asustara y a la vez tratase de reconocer dónde estaba. Enseguida, hizo una reverencia.  

  —¿Llamasteis? —dijo con una vocecilla chillona que sonaba nerviosa, casi infantil.  

  —Sí —dijo Andrew—. Quiero que vacíes el matarratas en esos frascos de ahí y los rotules. —Señaló una hilera de recipientes de vidrio frente a la chimenea.   

  El demonio se acercó al fuego. Sacó de ahí el pocillo con veneno y vertió el contenido con cuidado en los frascos hasta acabárselo. Después, cogió una barra de grafito de la mesa de Karl y escribió “matarratas”, con la misma letra de Andrew, en el espacio pintado de blanco que se usaba para indicar el contenido. Ni bien rotuló el último, la caja de demonios se abrió y aspiró al engendro del averno.  

  Jayn, que había visto toda la faena desde la puerta y sin soltar el hacha, miraba con la boca entreabierta y el ceño fruncido. Seguramente se sorprendió tanto como Karl de que una magia tan avanzada funcionara con Andrew.  

  —¡Quién lo diría! —fanfarroneó Andrew.  

  —Eso fue pura suerte —objetó Jayn—. Ahora que tengo el hacha, más te vale no ayudarme.  

  —Entonces ayudaré a Karl.  

  Antes de que éste pudiera oponerse, otro cacodemonio salió de la caja.  

  —Pero, no recité —dijo Andrew mientras se rascaba la cabeza. Se le notaba muy confundido.  

  —El conjuro sólo era para la primera vez —aclaró la criatura—. Vendremos cada vez que necesitéis.  

  —Entonces vuelve a la caja —exigió Karl—. No te necesitamos.  

  —No es tan simple —contestó el demonio—. Se debe cumplir una tarea —se encorvó un poco y juntó las manos frente a sí—. O nos quedaremos aquí para siempre… ¡y eso es desquiciante!  

  —Bien —intervino Andrew—. Termina los amuletos protectores de mi amigo.  

  El demonio abrió la tapa de la caja, y otro idéntico saltó de ella.   

  —¡Hey! —protestó Andrew— ¡Debes hacerlo tú solo!  

 —Es demasiado trabajo —respondió el engendrillo—. Volveremos dentro. Os lo prometemos. 

  No dieron tiempo de replicar. Los dos corrieron a la mesa de Karl. Uno molía la piedra lumbre mientras el otro rellenaba los saquitos rojos con serrín de acacia.  

   Jayn daba hachazos a una bola en el suelo, del tamaño de una piedra de molino y que parecía hecha de carne cruda. Pero, no conseguía partirla. El callo de titán colosal no es tan duro… a menos que se lo guarde mucho tiempo. La chica daba lástima. Si bien tenía práctica cortando leña, el viejo callo no iba a ceder tan fácil. Incluso, el filo del hierro sacaba chispas a cada golpe sin que aquel necio ingrediente se agrietara aunque fuese un poco. Probablemente un bloque de granito se hubiera roto antes.  

  —Pues, como no estoy haciendo nada —dijo Karl—, iré a dar una mano a Jayn.  

  —Oye —Andrew lo detuvo por el hombro—. Tampoco vas a poder. Ese callo de titán seguro ya estaba viejo cuando mi abuela nació. Dejemos que los cacodemonios lo hagan.  

  —¡No, Andrew! —Karl se soltó con brusquedad— ¡Basta! Conozco tus hechizos. Y, si algo no ha salido mal ahora, no tardará en hacerlo. Ahora, déjame.  

  Jayn se dejó caer en una silla, sin soltar el hacha, sudorosa y roja como un pimiento.  

  —¿Quieres ayuda?  

  —No, gracias. Creo que echaré entera esta cosa en el caldero. Estoy harta de ella.  

  —Entonces, lo pondré al fuego y lo echamos juntos dentro. ¿Te parece bien?  

  —Sí. Está bien. De todos modos, el callo sólo es para que la pócima no sepa mal.  

  Ella se levantó y salió de la casa mientras Karl ponía el caldero al fuego. Después, echó también los últimos leños que había junto a la chimenea. Supuso entonces que Jayn fue a traer más del cobertizo.  

  —Cortad el callo de titán colosal —ordenó Andrew.  

  Karl se dio media vuelta para encontrarse con que otro cacodemonio acababa de coger el hacha con la que Jayn había tratado de partir aquel ingrediente impartible. Le daba furiosos golpes. Pero, no conseguía más que hacer saltar chispas del filo.   

  —¡Idiota! —Karl le dio un empellón a Andrew.  

  Llegó un punto en que la criaturilla empezó a jadear con la lengua de fuera, igual que un perro. En ese instante, corrió hasta ellos, arrebató la caja a Andrew e hizo salir a dos compañeros más.   

  —¡Oye, tú, demonio! —dijo Karl— ¡Basta ya; regresa a la caja!  

  —¡Es imposible! —chilló éste mientras estiraba con ambas manos el escaso pelo que le cubría el cráneo— ¡No he terminado mi deber y tampoco puedo hacerlo solo!   

  Los otros demonios cogieron una espada que Igor guardaba en su dormitorio y un azadón. Intentaron con todas sus fuerzas hasta que el arma y la herramienta se quebraron. Luego, los dos que habían estado preparando los amuletos dejaron ese trabajo y se les unieron.   

  Karl tuvo un mal presentimiento. Los engendros de la caja se veían cada vez más molestos y él no tenía idea de lo perjudicial que pudiera ser eso. Tampoco sabía si lo atacarían por detenerlos. En ese instante, Jayn apareció en la puerta con una carretilla, que se volcó en cuanto ella la dejó para echárseles encima y apartarlos del callo.   

  —¡Haz que paren! —dijo ella.  

  —¡No puedo! —respondió Andrew— ¡Se irán si terminan el trabajo!  

  —Yo me encargo —Karl cogió un atizador y empezó a darles con él.  

  Los demonios esquivaban los golpes con ágiles brincos o agachándose. Pero, en algún momento de aquella persecución, Andrew intentó detener a sus condiscípulos.  

  —¿Qué hacen? ¡Déjenlos! —Se interpuso.  

  —¿Por qué los defiendes? —protestó Karl sin soltar el atizador.  

  —Porque los cacodemonios enloquecen de furia si no pueden terminar una tarea.  

  Aquellas palabras fueron como cerillas arrojadas a la pólvora. Los cinco cacodemonios se tiraron al piso y comenzaron a rodar, gritar, patalear, estirarse el cabello. Luego, se pusieron de pie aprisa, alzaron el ingrediente irrompible y lo arrojaron por una ventana.   

  —¡Todos al sótano! —advirtió Andrew, siendo el primero en escaparse.  

  Por increíble que a Karl le pareciera, Jayn huyó segunda. Y también él tuvo que hacerlo pues uno de esos seres rabiosos le arrojó el atizador con el que les había pegado rato antes. Los tres muchachos quedaron encerrados bajo la casa hasta que Igor volvió... Seguramente los cinco minutos más largos y aterradores de la historia.   




  —Tuvisteis suerte —dijo el mago—. De no haberme topado con Baba Yaga en el valle de Acor, o descubierto que no tenía callos de titán, lo hubierais pasado mal.  

  —Pues, fue en verdad una suerte —Andrew se limpió el sudor de la frente.  

  —No hablaba contigo —dijo Igor.   

  El mago dio un golpe con su báculo en el suelo. La caja de los cacodemonios se enderezó por si misma de golpe. Se abrió, como una boca inmensa, hasta quedar del tamaño de Andrew y le devoró de un mordisco.  

  —Empacad todo —ordenó Igor—. Nos largamos. ¿O queréis terminar en la picota?  

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