LA CASTA INMACULADA.

in #cervantes7 years ago

El barco mecía sus bastiones y baluartes desde el extremo izquierdo de la popa hasta la orilla diestra de su aflasto, aprisionando a cuanto marino e investigador hallaba entre tablas. La excursión de biólogos marinos y entusiastas –mayormente- había sido arrojada al mar –que jaspeaba de blanco la punta de sus cabellos --orquillados-- y palidecía sus pómulos y sus hoyuelos con las perlas de los collares que sujetaban las sirenas en sus cuevas-, y sólo el capitán, el guía pesquero y dos marinos rasos estaban a bordo; el equipo de estudiosos era esmerilado contra las rocas que asomaban sus fauces para tragarlos.

Las opciones eran tres: encallar la embarcación, intentar virar –a riesgo de volcarse- y regresar a mar abierto a padecer hambruna, o ponerse los trajes de buzo y nadar a la orilla, buscar la playa e instalar una guarida para aprovisionar recursos y esperar el rescate. Decidieron lanzarse al agua.

Los dos marinos fueron atrapados por un cardumen de sirenas; el capitán y el guía llegaron a las costas. Luego del desmayo merecido –un cliché además- despertaron atados a un tronco, apuntados por flechas y cerbatanas -presumiblemente envenenadas-, y rodeados por figuras abismales y lenguajes disuasivos que no les permitían recomponerse del primer impacto. Entre saltos y manoteos fueron desatados y conducidos a una cabaña.

Allí se atendieron como invitados de honor. El pan, las frutas, las ardillas, zarigüeyas, conejos y mirlas, el licor de maíz, el agua –estupendamente refrescante y cristalina-, las mejores damas de compañía –por supuesto que no se trataba de recatadas damiselas de guantes blancos, cabello recogido, cuello almidonado con brillantes ajuares, zapatillas semipreciosas de talla única, y faja moldeadora-, y el rezo tras cada dos horas que ejercía uno de los habitantes de la aldea, les acompañaba siempre. "Aldea” era lo que el capitán sugería que debía estar emplazado a su alrededor, pues aun cuando tenían toda la libertad y lujos que podían imaginar –dentro de su cabaña de dos pisos-, no les era permitido salir fuera de aquel confinamiento, y comprobarlo.

El guía lucía apesadumbrado empero del festejo en el que daba rienda suelta a sus carcajadas y a sus pies, y a su boca, estómago, hígado y riñón. Al quinto día de su llegada, los invitados fueron conducidos a la cima de un pequeño cerro ubicado al noroccidente del islote –unos setecientos metros lineales desde la cabaña, lo que para el capitán fueron poco menos que mil cuatrocientos pasos-; tenían sus cabezas cubiertas con costales de piel de conejo.

Cuando se detuvieron les fueron removidas sus cubiertas. El sol lanzó déspota millones de fotones sobre sus ojos, cegándolos por unos instantes; cuando el capitán tuvo razón de su contexto logró ver a lo lejos un peñasco que se alzaba y se sujetaba a una gran cascada. Le recordó a su esposa, “¿qué sería de ella?”, cuando alisaba su cabello frente al tocador de blanco hueso en el que se reflejaba él, besando sus hombros y su cuello, destapando su pecho y rozando sus pezones delicadamente…-. Luego fue tomado toscamente con una mano y arqueado sobre un tronco. En ese momento volvió del trance y vio al guía –con su templanza habitual- sonriéndole y sujetándole con la mirada para que no la desviara hacia otra parte. Finalmente vio caer un artilugio afilado sobre el cuello del guía, y en ese momento un espasmo recorrió su cuerpo; su mente tuvo un flashback de dos segundos, y apenas si se percató de lo que sucedía cuando sintió el adormecimiento de su consciencia.

Aquella casta de isleños habitaba celosamente aquellas tierras, y no permitían que el hombre y su tecnología –así debieran renunciar a la ciencia y la filosofía-, contaminaran con su avaricia las mentes de su pueblo. Engañaban viajeros vistiéndose como sirenas y acechando las costas para evitar su encallamiento. Cuando no daba resultado, les recibían y atendían como reyes humanos para ofrecerlos –no de sacrificio a un dios; estamos hablando del siglo XXII- como abono a la tierra que les proveía el alimento, y conservar así su casta inmaculada.

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