El misterio del piano.

in #cervantes6 years ago

En la habitación sonaban las notas de un piano. Era siempre la misma canción: Nuvole Bianche. La colocaba a todo volumen, se podía escuchar desde afuera. Los fines de semana sonaba algún baby no, tamos bien, hacer que tu piel suba la temperatura o el reggaeton de turno, el que correspondiese con la época, con el año y con la moda, pero en su casa, en su habitación, sólo sonaba Nuvole Bianche.

Ludovico Einaudi es un pianista italiano, Nuvole Bianche es una de sus obras. Escúchala en Youtube, te invito: es relajante y no sufre de cambios de ritmo chocantes. Es una obra de arte, según muchos, y la suelen usar bastante en situaciones que ameritan alguna clase de inspiración.

Él, el hombre de la casa en la que sólo sonaba un piano, miraba a la nada mientras la canción volvía a sonar. Se levantaba todos los días a las seis de la mañana, ansioso, y encendía la laptop mientras gotas de sudor fluían desde sus sienes hasta su cuello. Su mano deslizaba, temblorosa, el mouse hacia el símbolo de Chrome, esperaba que el explorador cargara medianamente y escribía “L” en la barra de direcciones. Tenía guardado, en favoritos, el link del video: “Ludovico Einaudi – Nuvole Bianche HD”. Está demás decirlo, pero al escribir la “L” sólo debía pulsar Enter y entraba directamente al video. Al hacerlo, al concluir esta acción, al escuchar las notas del piano, dejaba de sudar, el pulso se le calmaba. Y lo dejaba sonando: creaba un bucle, repetía la canción todo el día.

Cuando debía salir, sin apagar la música, tomaba el Mp3 viejo, los audífonos beat azules y salía a la calle. Estando en la acera, en una esquina cerca de su casa, en el punto exacto en que ya no podía escuchar el piano desde dentro, encendía el Mp3, se ponía el audífono izquierdo solamente, seleccionaba “Nuvole Bianche” en la lista y se disponía a hacer lo que fuese a hacer.

En la calle, donde lo vieses, siempre estaba escuchando a través del audífono. No tenía problemas para comunicarse, pues tenía su otro oído, ni tampoco tenia problemas en el trabajo, pues trabajaba en su casa: era diseñador gráfico. Muy pocas personas podían decir que habían hablado, hablado realmente, con él. No se le conocía familia, el trato con sus vecinos era cordial, cálido a veces, pero no pasaba de lo simple. Podías observarlo y pensar que era un tipo perfectamente normal, quizás un simple friki de la música. Pero la gente observa, opina, curiosea: la gente siempre empieza a hablar.

A su alrededor se había desarrollado una especia de cuento urbano, de leyenda, como resultado del aura misteriosa que lo rodeaba. Unos decían que era un robot, que a través de los audífonos le emitían las ordenes; otros decían que la música estaba repleta de mensajes subliminales; otros afirmaban que había vendido su alma al diablo para ser exitoso, rico y atractivo. Pero nada de lo que decían tenía sentido: no era ni rico, ni tan exitoso, ni se le había visto nunca con pareja. Lo único que destacaba en él, en realidad, era la presencia de los audífonos y su cabello rubio. Pero la gente habla, la gente curiosea.

En todo barrio hay señoras viejas, gordas y arrugadas, que disfrutan, al reunirse todas juntas, como una bandada de cuervos, comentando cualquier mierda hayan escuchado, comentando cualquier falacia, rumor o pensamiento sobre las personas del barrio. Brujas chismosas de la cloaca, eso es lo que son. Él las odiaba, sabía que hablaban, que tejían, como viejas arañas negras, rumores e historias, que lo observaban. Y, aunque no se equivocaba, pues las viejas despotricaban sobre casi todos, sobre él hablaban usando un tono más serio, un tono más tenso, como si algo supiesen, como si algún secreto hubiese.

Las brujas de la cloaca tenían nietos, unas seis ratillas de 10 años. Los seis eran los únicos niños del barrio y, como todos los niños de barrio, se la mantenían jodiendo todo el día. Cuando sus abuelas hablaban, ellos solían aburrirse, solían perderse en cualquier sitio lejos de la aburrida conversación…, pero cuando hablaban de él, del hombre extraño, se sentaban a escuchar, embobados por el morbo, atraídos, los seis, por el tono, por la forma y por el aura que producía la mera mención del nombre: Tulio.

Los niños oían. Hay fuerzas poderosas y peligrosas en el mundo: los tornados, los tsunamis, los terremotos, los grandes ejércitos, una enfermedad… una idea, una idea plantada en una mente curiosa, una idea prohibida plantada en la mente de unos curiosos y morbosos niños de 10 años que no tienen nada que hacer; esta última era realmente peligrosa.

Uno de ellos, el más alto, el líder natural, esbozó un plan: entrarían a la casa a averiguar qué diablos se cocía en la extraña vida de Tulio y saldrían de la casa hechos unos hombres. Comenzaron a estudiarlo: notaron que salía poco y que duraba poco afuera. 129 minutos en promedio, calculó el gordito inteligente del grupo, pasaba el hombre en la calle, luego de observarlo por 10 días; esto era, más o menos, lo que duraba la batería de un Mp3.

Llegó el día de la acción. La casa era de dos pisos, la música provenía del segundo. El hombre abrió la puerta frontal, dio un paso adelante, se volteó, pasó seguro a la puerta, se fue hasta la esquina, se colocó el audífono, encendió el Mp3 y, sin mirar hacia atrás, se alejó hasta que desapareció de la vista de los Ratillas. Salieron del callejón, se aseguraron de que ningún otro adulto imbécil los estuviese observando, y corrieron hasta la puerta delantera. El más pequeño de los niños, el de las malas mañas, saco la ganzúa de su papa, la introdujo en el agujero de la cerradura y… clank, el sonido metálico indicaba que el seguro cedía, que solo debía girar un poco la ganzúa. Y lo hizo, la puerta se abrió.

Teresa, la vieja bruja más vieja y más bruja del aquelarre de viejas chismosas, estaba sentada en su silla mecedora, tomándose su té de Jamaica. Frente a ella, en un sillón rustico de madera, estaba sentada Bárbara, la nueva bruja del barrio. El conocimiento se imparte tradicionalmente de abuelo a nieto, ellas lo transmitían de bruja vieja a bruja joven. Hablaban sobre él.

La música sonaba muy alto. El contraste entre el temor y la excitación que sentían los Ratillas y la calma que transmitía Nuvole Bianche era bastante marcado: era como escuchar una carcajada en un velorio. Los niños entraron, cerraron la puerta tras de sí y empezaron a meter sus narices en todo.

-Bárbara, deja de insistir, por favor
-La curiosidad me carcome, comadre. Cuéntame por que todas se ponen tensas cuando hablan de Tulio.
-Uff… vale. Todo empezó hace muchos años, 30, más o menos. Todas nosotras éramos unas muchachitas, treintañeras apenas. Había un hombre, ahí, donde vive Tulio, un hombre hermoso, un hombre talentoso, un hombre muy bueno. Este hombre nos volvía locas, Bárbara: era pianista, muy, muy talentoso. Nunca le paró bolas a nadie, él. Era bien bohemio, bien cerrado, pero era buena gente, te lo digo yo.

Los niños se sentaron en los muebles, excitados. Uno de ellos, el pelirrojo, dijo. –Ya estamos aquí y no hay nada, vayemosnos-. El líder le dio un tatequieto en el cuello. –No seas cagón, apenas estamos llegando-. Unos abrieron a nevera y saquearon lo que había, otros fueron de puerta en puerta para ver qué encontraban. La casa, al menos en la planta baja, era normal, como cualquier otra.

-Aja, marisca, ¿y qué paso con él?
-Bueno, un día se enamoró. La noticia fue la sensación de la zona: un día llego con una rubia preciosa, con rostro de ángel. Se mudó ahí, a la casa esa. Se les veía enamorados, como tórtolos. ¿Has notado que la casa tiene grandes ventanas y que de allí fluye bastante bien el sonido? Pues bueno, de la casa surgían, intercalándose entre sí, dulces notas de piano y gemidos desquiciados. Ese hombre debía romperle el culo a su mujer, y, cómo no, lo hacía con mucho amor. Un día empezó a notársele la pancita. A los seis meses nació un angelito, tan rubio como su madre y tan precioso como su padre: nació Tulio.
-Mierda marisca, que lindo.
-Aquí empiezan las cagadas. La mujer, luego de parir a Tulio, quedo débil, como una hoja de papel de lo flaca, te lo digo yo. Nunca fue la misma, y, muy cerca de cumplir el año del nacimiento, la rubia despampanante se desvaneció. El padre de Tulio quedó destrozado, pero crio a su hijo con un amor inmedible. Los años pasaron, Tulio cumplía 8 años ese día, justamente ese día, marisca, y su padre tocaba el piano, al igual que siempre.

El pequeño Tulio estaba contento. Era un niño muy inteligente, cariñoso y conversador, además, amaba a su padre. Eran, ellos dos, mejores amigos: admiraba a su padre, lo tenía como modelo, era todo para él; y su padre lo trataba como a un igual, quería a Tulio con su vida. El pequeño Tulio miraba a su padre, mientras tocaba el piano, mientras tocaba Nuvole Bianche, y se sentía en total paz, se sentía completo. Cumplía 8 años, y con días de anterioridad le había pedido a su padre algo muy especial: quería que su padre grabase Nuvole Bianche para él en un cassete.

Los niños empezaron a subir las escaleras. Se acercaban más y más a la fuente del sonido. Sólo una puerta de madera los separaba de la habitación donde se encontraba el home theater y donde, presumían, trabajaba y dormía. Al entrar, lo primero que vieron fue un cuadro inmenso, enmarcado en madera. Allí, en el cuadro, se veía a un hombre muy parecido a Tulio, de cabellos oscuros, con exactamente el mismo peinado. Había muchas fotos en blanco y negro del mismo hombre, enmarcadas en la pared. A los niños les temblaban las piernas, el pelirrojo quería irse de allí ya. El gordo movió el mouse de la laptop y la pantalla, que estaba oscura, se encendió mostrando el video de Youtube, de Nuvole Bianche. Al minimizar el explorador se encontró, de fondo de escritorio, con una foto de un niño rubio, abrazando a un hombre de cabellos oscuros, ambos sentados en la silla de un piano. Querían irse, no había nada realmente maligno o perturbador, pero tenían un muy mal sabor en la boca. El líder decidió que ya era hora de salir de ahí, así que todos fueron en tropel hacia la puerta principal. El líder estaba por colocar su mano en la manecilla, cuando ésta empezó a moverse y a traquetear. Tulio había llegado.

Tulio y su padre eran personas solitarias. A ambos les gustaban las celebraciones pequeñas, reservadas. Habían colocado, en el centro de la sala de estar, una torta azul con un piano dibujado, de forma bastante cutre, en el medio. Cantaron cumpleaños, los dos, y, luego de comer cada uno su respectiva ración, empezaron a hablar. –Pequeño, tengo un regalo especial para ti-. Sacó un cassete. –Aquí esta, Tulio. Ya no necesitaras que esté aquí para poder escuchar tu canción favorita, sólo tendrás que…-. Tulio interrumpió. –Siempre necesitare que estés aquí, Pa-. El padre se levantó a buscar el reproductor de cassetes. –Te amo, hijo. Como decía: sólo tendrás que colocar aquí la cinta, apretar en el interruptor y esperar 10 minutos, pues este aparato tarda en reproducir. Así, mira. -Y el padre de Tulio apretó el interruptor. La cuenta regresiva, los diez minutos, habían empezado a correr.

-Esa noche corrió sangre, Bárbara. Murieron tres personas. Se encontró al pequeño Tulio, o eso dijeron oficialmente, acurrucado en una esquina, con los ojos totalmente abiertos, sonriendo. De fondo sonaba la bendita canción esa, Nube Blanca o como se llame. El niño fue sacado de ahí, llevado a psicólogos, fue internado en psiquiátricos. Pasó muchos años fuera de su casa, pero hace poco, hace tres años, regresó. Normal, había regresado normal: lo único peculiar era la música alta y los audífonos.

-Se descargó más rápido de lo que debía, este aparato de porquería…-. Y Tulio se quedó frío al ver a los 6 enanos en la sala de su casa. Los Ratillas corrieron directo al piso de arriba, sin detenerse a conversar, y aseguraron la puerta. Tulio estaba molesto, “al menos la música sigue sonando” se decía. –Niños, necesito que abran la puerta, necesito que salgan de ahí a hablar…-. Los niños estaban pálidos, orinándose del miedo.

En una situación de riesgo, sufrir de pánico, de miedo incontrolable, es casi lo mismo que ser un torpe. El pelirrojo era, en aquel momento, un ser completamente torpe: jadeaba, pestañeaba mucho, sudaba y moqueaba; buscaba una salida, al igual que los demás, pero lo que logró fue tropezar con unas cajas… y desconectar, por accidente, el home theater. “Mierda, la cagué”, pensó el pelirrojo. “Mierda, la cagaste”, le aseguraron los demás. Tulio, que estaba junto a la puerta, dejó de escuchar las notas, sus notas. Se puso serio, empezó a temblar. La fiesta había empezado.

El padre de Tulio colocó el cassete y se fue a preparar chocolate caliente. Pasó muy rápido todo. Abrieron la puerta con una ganzúa, la puerta era jodidamente fácil de abrir. No notaron a Tulio, pues éste se escondió debajo del sillón. Fueron a por su padre. El patrón de la casa no lo pensó dos veces: le lanzó el chocolate caliente en la cara a uno de los dos intrusos, luego empezó a forcejear con el otro. El forcejeo duró 45 segundos; el sonido del puñal, entrando y saliendo del cuerpo de papá, duró 15 segundos; el desplome hasta el suelo duró 5 segundos. El llanto y los últimos alientos agitados se extinguieron en un lapso de 40 segundos. Tulio estaba paralizado: veía cómo su mejor amigo, su héroe, se reducía a llantos ahogados; veía cómo se desvanecía, cómo se quedaba sin nada, completamente solo. Y, luego de verlo, enloqueció.

Tulio enloqueció. Empezó a golpear la puerta con todo su cuerpo, hasta con su cabeza. Los niños lloraban, ya no razonaban. Tulio golpeaba y golpeaba. La puerta terminó cediendo.

Y Tulio salió de su escondite. Fue a por el hijo de puta que no tenía la cara llena de chocolate, fue a por el que le quitó todo. Le brincó en la espalda. Se había convertido en un animal: su boca se dirigió a la oreja y, de cuajo, se la arrancó; sus dedos fueron hacia los párpados, sus uñas afiladas de niño de 8 años se clavaron en los globos oculares. La sangre brotaba de lo que antes era la oreja y de lo que antes eran los ojos. El hombre tiró a Tulio, pero ya no podía ver. Tulio fue directo, en menos de un respiro, en búsqueda del arma con la que habían matado a su padre. El segundo hombre, cuando siquiera se percató de lo que pasaba, vio como una criatura de 1,40 metros degollaba a una cosa sin ojos, a lo que antes era su compañero.

Al líder lo alzó por el cuello, le rompió la garganta y lo dejó tirado, sin más. Con el resto se dejó llevar. Al gordo le golpeó la cabeza contra el suelo tanto, tantas veces, que consiguió alterar la forma del cráneo. Al de malas mañas le arrancó los dedos de la mano derecha de un mordisco, le rompió las piernas y dejó que gritara, que agonizara hasta desangrarse. Los dos ratillas que nunca fueron nombradas por no hacer nada memorable sólo serán rememoradas por su muerte: Tulio le arrancó, esforzándose bastante, la cabeza del torso a la primera; a la segunda solo le basto con repetir lo que hizo treinta años atrás, la dejo sin ojos y sin oreja. El pelirrojo era un sobreviviente: podía cagarla en todo, pero corría como nadie. Mientras la fiesta seguía arriba, el pelirrojo se escabullía, bajaba las escaleras y corría a la casa de su abuela. Su abuela era Teresa, cómo no.

-Luego de muchas terapias y pruebas, de muchísimas terapias y pruebas , Bárbara, probaron con el piano. Parecía ser que el asunto de aquella noche lo había dejado loco, lelo, primitivo, furioso y hambriento. Probaron con Beethoven, con Chopin, con Bach, y sólo conseguían que pasase de la locura a la total inacción. Dieron un día con la cinta, la que había grabado el padre. Luego de indagar, dieron con el nombre del autor y el de la canción. Probaron, y, Bárbara, milagro. Tulio volvía a razonar. La música, esa canción, lo hacía volver a él, hacía que el animal se fuera. Luego de años de terapia y de mucho trabajo, lograron reacondicionarlo.
-No puedo creer que la música funcione como sedante, Teresa.
-Pues sí, comadre. Si tan solo esa puerta no fuese tan fácil de forzar…, aunque ahora que lo noto, hay mucho silencio, la música no parece estar sonando.

El pelirrojo llegó a la casa dando un portazo. Miro a su abuela y a la otra doña, y se desplomó a llorar. – ¿Qué tienes, niño? ¿Qué pasó?-. Y el pelirrojo, entre mocos, sólo dijo. –La casa, la música, mis amigos, yo la apagué… ¡Yo la apagué!-.

Tulio no tardó mucho en acabar con cara de chocolate. Era más rápido, era una pequeña fuerza infrenable… y el cara chocolate no era ningún objeto inamovible. Clavó y clavó, en la barriga, en las piernas, en los brazos. La sangre se regaba por todo el suelo. Cara chocolate se desplomó y Tulio seguía clavando, separando piel.

Tulio observo a los niños muertos, y, mientras se echaba a llorar, corrió a conectar el home theater: la música volvía a sonar. Se acostó, en el charco de sangre y tripas, y sonrió.

El pequeño Tulio estaba solo, y sabía que había hecho algo malo. No estaba herido, pero le dolía el pecho por la pérdida y por la culpa. Se desplomó, en el charco de sangre, tripas y chocolate, y empezó a llorar. El reproductor de cassetes arrancó, los minutos habían pasado. El pequeño Tulio empezó a escuchar Nuvole Bianche, y sonrió.

-Ya no necesitaras que esté aquí para tocar tu canción favorita.
-Siempre necesitaré que estés aquí, Pa.
-Te amo, hijo.

Fuente 1

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