Cuando fueron creadas todas las cosas, también fueron creadas la vida y la muerte. Porque una no era nada sin la otra.

Entonces le fueron entregados los sentimientos a cada una.
A la vida, le fue entregada la dicha, la alegría, la bondad, el amor y todas las virtudes para que se sintiera plena.

Así también, a la muerte le fue entregada la tristeza, el desamor, la depresión, el dolor y todas las demás antivirtudes.

Y la vida y la muerte iban siempre acompañadas, una al lado de la otra, como a un día le corresponde su sol y a la noche su luna.

Y en su ligado compartir de todos los momentos, cada una expresaba una sensación distinta.
Así la vida, no era posible que experimentase dolor, ni tampoco tristeza.
Pero la vida veía como la muerte no expresaba tan siquiera una pizca de agrado ante tantos momentos en que la dicha la agolpaba.

La vida que no cansaba de maravillarse quiso compartirle a la muerte un poco de lo que ella sentía.
Y entonces le dio un poco de alegría, de dicha y así, de cada uno de los sentimientos de los que la vida ahora dejaba de ser única dueña.

Y la muerte experimentó con asombro lo que nunca había sentido.
Y maravillada por todo lo que empezaba a sentir, la muerte prefería sentir alegría y no tristeza, le agradaba sentirse plena. La muerte ahora empezaba a sentirse viva.

La muerte empezó a notar que la vida ya no explotaba de emoción y que ese ímpetu natural parecía haberse desvanecido. Al darse cuenta que la vida también empezaba a sentir dolor, tristeza, amargura, desconfianza; la muerte se sintió triste, pues creía que había despojado a la vida de su esencia.

Así, aprovechando que la vida sucumbía ante un sueño perfecto, la muerte decidió dejar a la vida a tener que soportar verla triste y desolada aunque fuera en momentos.

Dicen que desde entonces, la muerte se llevó algo de la vida y tal vez por eso, la vida se la pasa esperando la muerte.

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