Sin Salida (Cuento)
Sin Salida
Coco no la miraba, aunque llevaban varias horas compartiendo aquella funesta morada. Su único empeño era el de trepar por la pared, con gran tenacidad pero con pocos resultados. Subía un centímetro con mucho esfuerzo, y luego dos, tres, para bajarlos todos de golpe por un resbalón. Y, cada vez que se caía, iba a parar en un pocito amarillo y fétido represado al fondo del urinario, en el que se agitaba con violencia para volver a ganar la orilla. Este ritual no parecía cansarlo, sino todo lo contrario: mientras más se le mojaban las patas y el caparazón, más se enfurecía, y más ganas le daban de escapar de aquella prisión infernal. Hablaba solo, como si se hubiera vuelto loco por la desesperación. “Tengo que salir de aquí y volver al árbol”, decía, una y otra vez, a veces murmurando, y otras a plena voz, en un tono seco y áspero que le repugnaba a Mariposa.
Mariposa sentía una mezcla de miedo, lástima y asco por Coco, a pesar de llevar pocas horas conociéndolo y de haber quedado unida a él por la fatalidad. Pero ya había visto suficiente como para sacar sus propias conclusiones sobre aquella criatura infeliz. Era terco, de poca chispa y no muy confiable, pensaba para sí mientras lo veía subir y bajar por la blanca y lisa pared de porcelana. Ella no sabía qué era aquella sustancia amarilla y hedionda en la que Coco se sumergía luego de cada resbalón; pero, por su olor fuerte y fétido, podía deducir que no se trataba de nada bueno y saludable. Tenía sed, pero por ningún motivo tomaría ni un solo trago de aquel líquido. Le bastaría con extender un poco la trompa para alcanzar una gota que estaba cerca, pero no… Eso jamás. Una mariposa azul preferiría la muerte, antes que humillarse a beber otra cosa que no fuera néctar de flores, agua pura y fresca de lluvia, o un poquito de rocío matinal. Mientras Coco seguía resbalándose por la pared cóncava, ella analizaba su situación, tratando de encontrar una oportunidad en medio de la desesperación. Tenía el ala derecha pegada a la porcelana, y, cada vez que intentaba moverse, se le desgarraba un poco más la membrana. No confiaba en Coco, ni tampoco le agradaba, pero, dadas las circunstancias, era su única posibilidad de salir de ahí con vida para volver a sus flores, al viento cálido del mediodía, al mágico jardín, a su vida de placeres, colores y alegría.
“Oye… detente un segundo… ¿Cómo te llamas?”, le dijo ella, tratando de dulcificar su voz. Coco, sin mirarla ni detenerse, respondió: “Tengo que salir de aquí para volver al árbol. En el árbol está mi casa, mi compañera, mis amigos, mi comida… Tengo que volver a la casa, al árbol…”. Mariposa, que tenía la voz muy delicada, apenas un tañido suave y agudo, tomó una bocanada de aire amoniacal, y le repitió con más fuerza la pregunta al escarabajo. Él, un poco fatigado de trepar, la miró por un segundo, y decidió tomarse un descanso para responderle. “Si quieres que hablemos debe ser rápido, porque tengo que salir de aquí para volver al árbol. No puedo perder más tiempo. Me llamo Coco; todos nosotros nos llamamos Coco, y caí aquí por culpa de la luz”. Mariposa, soportando el desprecio que sentía por aquella criatura desdichada y horrible, le pidió que se quedara con ella unos segundos más, pues quizá entre los dos pudieran encontrar la forma de escapar. “Yo sé cómo escapar”, dijo Coco, con la expresión encendida por una chispa de orgullo, y continuó: “Por ahí, trepando; volveré al árbol, a los míos”, y señaló la pared del urinario que llevaba horas tratando de escalar. Mariposa no le prestó atención al comentario. “Yo también estaba siguiendo la luz”, dijo ella al fin, con un dejo de amargura: “una luz radiante, irresistible, que por un momento fue la única del mundo, la principal razón de la vida. Nunca había sentido una urgencia tan grande como la de alcanzarla, para empaparme y zambullirme en ella. Ni siquiera recuerdo qué estaba haciendo antes, ni para dónde iba, y después de eso todo es confuso, porque no podía ver nada más allá de su brillo, ni sentir otra cosa aparte de su calor. Tropecé varias veces contra el cristal, hasta que en un mal golpe me abandonaron las fuerzas y ya no pude seguir volando. Me vine abajo, sin control, ebria todavía de aquella luz asombrosa. Cuando por fin volví en mí, estaba en este sitio de espanto, con un ala inmóvil, sin poder volar para escapar. Tú quieres volver a tu árbol, ¿verdad?, y yo también quiero volver al jardín, para que podamos continuar con nuestra vida tranquila y feliz. Creo que tenemos una esperanza, Coco; pero debemos trabajar juntos para salir de aquí”. El escarabajo, cansado de escucharla hablar, le reprochó: “Las mariposas son tontas, son unos gusanos tontos y aburridos, que se creen más listos que nosotros”, y dio media vuelta dispuesto a seguir escalando la pared del urinario. Mariposa decidió no importunarlo por un tiempo, hasta que se cansara lo suficiente y se detuviera a escucharla con atención. Debía tenerle paciencia, ya que Coco representaba la única barrera que la separaba de la muerte.
Dos horas después, Mariposa volvió a llamar a Coco, para intentar establecer un nuevo contacto. “Yo saldré por ahí”, indicó Coco mientras señalaba la pared, aunque ya no parecía tan optimista como al principio. “Deja la necedad”, le reprochó ella: “pasarás días enteros tratando de salir, y no podrás hacerlo nunca. Te cansarás, y el cansancio traerá la locura, la rendición y la muerte”. “Eres una mariposa tonta, un gusano tonto y soberbio, y no puedes ayudar en nada a Coco para que vuelva a su árbol. Solo sabes decir pesimismos y tonterías”. “No”, le reprochó ella, “y entiende algo: yo no soy, ni fui nunca, un gusano; estás muy equivocado. Soy una bella mariposa azul; y claro que te ayudaré a salir de aquí. Si haces lo que digo, podremos salir ambos”. Coco movió las antenas, gruñó un poco, y luego dijo: “Todos fuimos huevos y gusanos alguna vez, pero siempre hay alguien que no lo recuerda, o que no quiere recordarlo”, y le dio la espalda para continuar escalando la pared.
Mariposa, dispuesta a no perder su única oportunidad de escapar, retomó la conversación. “Coco, por favor, cooperemos para salir de aquí. Ayúdame solo un minuto, para que yo pueda despegarme de la porcelana y volver a volar, y te prometo que le pediré auxilio a todos los insectos fuertes que encuentre por el camino, y los guiaré hasta aquí para que vengan a auxiliarte”. Coco se quedó mirándola fijamente, sin decir palabra, como si le costara comprender lo que decía Mariposa, o como si estuviera recuperando fuerzas para seguir escalando la pared. Al final, movió las antenas, se acercó un poco más a ella, y le preguntó: “¿Y qué quieres que haga?”. Mariposa, después de un breve suspiro, le contestó: “Toma una de mis patas, y hálame con cuidado hasta que se separe el ala de la porcelana. Recuerda que debes ser muy delicado, porque las mariposas somos frágiles”. Coco meneó la cabeza a los lados, en forma de negación, y murmuró: “Las mariposas son inútiles y débiles. No como nosotros, que somos indestructibles. Ellas son unos gusanos débiles”. Mariposa, sin perder la paciencia y la ternura, le repitió que ella no era ningún gusano, mientras extendía una de las patas para que Coco pudiera sostenerla entre sus poderosas mandíbulas.
No sucedió nada al primer intento. Quizá Coco había sido demasiado delicado, para no dañarla. “Otra vez”, dijo Mariposa, frenética por la ansiedad de liberarse. “Otra vez”, repitió Coco, y volvió a halar la pata de Mariposa, ahora con más fuerza. En esta ocasión, la pata cedió a la altura de la articulación del fémur, y quedó atorada en la boca de Coco, moviéndose alocadamente, como si aquel miembro segmentado se resistiera a morir. Mariposa gritó por el enorme dolor de la mutilación. “¡Eres un bruto!”, chilló, “No haces nada bien. ¡Te dije que tuvieras cuidado! Ahora, ¡mira como me dejaste! ¡Me arrancaste una pata!”. Coco la miraba fijamente, con la pata aún moviéndose entre sus mandíbulas. “Hice lo que me pediste”, le reprochó. “Eres una mentirosa, que por un lado da órdenes y después dice lo contrario. Si hubieras sido un escarabajo, aún tendrías todas las patas; pero eres mariposa, y no escarabajo, y las mariposas son débiles y mentirosas”. Luego, soltó la pata que rodó hasta caer, por fin inerte, en el charquito amarillo, y dio media vuelta dispuesto a marcharse. Mariposa, a pesar de continuar aturdida por el dolor, juntó fuerzas para pedirle a Coco que no se fuera. “Espera, Coco… Todavía podemos intentarlo de otra forma. Además, estoy casi segura de que a las mariposas nos vuelven a salir las patas cuando las perdemos, así que no te preocupes por lo ocurrido. No me dejes sola… Discúlpame por las cosas malas que dije, pues fueron producto del dolor. No pienso que seas un bruto. Vuelve aquí, y salgamos juntos de esta prisión”.
“Quiero volver al árbol, a mi casa, con mi compañera”, dijo Coco, mientras se acercaba a ella nuevamente. “Y volverás”, le aseguró Mariposa, “Solo tienes que hacer lo que te digo”. “¿Y ahora qué quieres? ¿Te arrastro por otra pata?”. “¡No!”, respondió ella. “Probemos de otra manera. A ver… Si templar no sirvió, es mejor cambiar la estrategia. Quizá empujando… ¡Vamos! Mete tu cabeza debajo de mi espalda, y me das dos empujones suaves. Seguro así se me liberará el ala, y podré volver a volar”. Coco movía la cabeza con negatividad, como si no lo convenciera el plan, o como si no le interesara. Murmurando, se acercó a la mariposa, y con un largo “¡Vooooy!”, comenzó a empujarla según lo acordado. Mariposa daba las voces de mando: “Dale; detente; un poco más fuerte; continúa”, y, a los pocos segundos, casi explotaba de alegría cuando sitió que el ala adherida comenzaba a despegarse. Movida por el ánimo y la esperanza, le gritó a Coco que continuara con un poco más de fuerza, que ya casi estaba libre. Coco no decía nada, salvo sus gruñidos habituales y un sordo ronquido que emitía cada vez que empujaba a Mariposa. “¡Otra vez! ¡Tu puedes, Coco”, decía ella, ebria de felicidad al sentir que estaba a punto de liberarse, y, para ayudar en la maniobra, comenzó a batir su otra ala con frenesí, soltando un ligero polvillo azul en cada aleteo. Coco siguió empujando, una y otra vez, al son de las instrucciones que gritaba Mariposa.
El desastre ocurrió de pronto, y ninguno de los dos se dio cuenta de cómo pasó. El ala se rasgó por completo, como un papel viejo, junto con un terrible lamento de Mariposa. La mayor parte de la membrana quedó pegada a la losa blanca, mientras que un mezquino pedacito que ya no servía para nada permaneció adherido al dorso de mariposa. Ella no daba crédito a lo que veía. Junto con su ala desprendida, se le fugaba también la esperanza y lo que le quedaba de vida. Miró a Coco, que no paraba de mover la cabeza y murmurar, y ni siquiera encontró fuerzas para culparlo y gritarle alguna ofensa. Echó un nuevo vistazo al ala huérfana, y renunció a seguirle buscando soluciones al abismo insalvable donde el mal azar la había colocado. Arriba, muy arriba, brillaba aquella luz potente, hermosa e inalcanzable, convidándola a soñar con universos mejores que aquel urinario cutre que se convertiría en su última morada.
Coco murmuraba una y otra vez que las mariposas eran tontas y frágiles, que se creían muy listas pero que sus planes no servían para nada, que solo él sabía cómo escapar de ese urinario para volver al árbol, y continuó intentando trepar la pared, con una obstinación excepcional.
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