La guaca (Cuento)
“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.
Mateo, 6:19-21.
Hoy, siendo un anciano que ya está en paz con la muerte, recuerdo aquella búsqueda de la guaca como una de las mejores experiencias que pude vivir. Sí, por supuesto que se confunden algunas imágenes con los años, y que la imaginación rellena los espacios que la memoria traicionera va dejando vacíos, pero igual, entre todo lo que revolotea en mi atiborrado ático de vivencias, aquella búsqueda de la guaca es mi recuerdo más feliz.
Todo comenzó el día que cumplí diez años. Como todos los años, en este tampoco tuve una fiesta o una torta, porque en casa éramos muy pobres. Mi padre murió antes de nacer yo, y mi madre, encargada de trabajar sin descanso para conseguir nuestro sustento, casi nunca estaba con nosotros. De los ocho hermanos que éramos el mayor cuidaba al menor, y este al que le seguía, y así hasta llegar a mí, que no cuidaba a nadie porque era el menor de todos.
Tampoco Laura recordó mi cumpleaños aquella vez. “Hoy estoy cumpliendo diez años, Laura”, le dije, cuando esa tarde pasó a visitarme como lo hacía todas las tardes desde que nos conocimos. “¡Qué bueno!”, exclamó ella, sinceramente sorprendida. Tenía doce años, y padecía en su casa una situación igual o aún peor que la nuestra. Por eso, cada tarde me buscaba para que escapáramos en nuestros juegos infantiles del dolor y el miedo del mundo real. “Hoy vamos a ir adonde no hemos ido antes, Javier”, me dijo ella, con sus ojos incendiándose de chispas de felicidad. No podía disimular su sonrisa amplia. “¿Adónde vamos a ir, Laura?”, le pregunté, a pesar de saber que con ella iría al mismo infierno si me lo pedía. Era mi mejor amiga, la única persona en el mundo de la que recibía un poco de ternura y comprensión. “Vamos a resolver todos nuestros problemas”, dijo ella, y continuó: “vamos a buscar una guaca que está en el bosque”. “¿Una guaca? Le pregunté. ¿Y eso qué es?”. “¿No sabes qué es una guaca? Qué ignorante eres… Una guaca es un tesoro antiguo, que está escondido en un sitio solitario. Se sabe que hay una guaca cuando se ve un espanto rondando cierto punto. Por lo general, ese espanto está relacionado con el tesoro, y por supuesto quiere recuperarlo o cuidarlo desde el más allá. Así me lo explicó mi mamá una vez, cuando comenzó a aparecer una sombra en el patio de la casa de los vecinos”. “¿Y tus vecinos encontraron un tesoro?”, pregunté. “No”, me respondió ella, “por más que buscaron, y abrieron hoyos por todas partes, nunca apareció nada, salvo algunos tubos oxidados y montones de basura”. Yo tenía sincero interés en todo lo que Laura me contaba. Ella sabía tantas cosas y las narraba tan bien, que aprendía más de sus cuentos que con las aburridas clases de la escuela. “¿Y acaso viste un fantasma en el bosque, para que pienses que hay una guate ahí?”. “¡Guaca, Javier, no seas burro! Y sí, sí vi un fantasma en lo más profundo del bosque, un día que excursionaba sola. Era como una sombra, una silueta que arrastraba los pasos y giraba una y otra vez en torno a un gran árbol de mango. Yo me escondí detrás de un arbusto, y a pesar del miedo tan grande que sentía me quedé ahí para ver qué más hacía el fantasma. Pero él solo daba vueltas y vueltas alrededor del árbol, quejándose y arrastrando los pasos”. A medida que Laura me contaba la historia, yo sentía que el corazón me daba un vuelco en el pecho. “¿Y viste sus ojos?”, fue lo único que se me ocurrió preguntar. “Sí”. Me dijo ella. “Y los tenía de candela. Cuando me miró fijamente, tuve mucho miedo y salí corriendo lo más rápido que pude, sin voltear ni una vez, porque temí que el espanto me siguiera hasta la casa. Pero, mientras corría, además de rezar, pensaba en que apenas juntara valor volvería para robarle su guaca. Pero no quiero ir sola, Javier. Como hoy estás cumpliendo años, me gustaría compartir contigo parte de este tesoro. ¿Qué dices? ¿Vamos?”.
Como ya mencioné, yo habría ido hasta el fin del mundo si ella me lo hubiera pedido. Me daba un miedo tremendo sospechar que íbamos a adentrarnos en lo más profundo del bosque por caminos desconocidos para enfrentarnos a un fantasma penante y robarle su guaca; pero, con tal de estar con Laura, con tal de poder vivir junto a ella una aventura memorable, logré sobreponerme al miedo y decirle que sí. Fue un tímido sí, pero sí al fin. Ella sonrió, gritó que qué bueno, entonces sígueme si puedes, y echó a correr a toda velocidad por el sendero que llevaba al bosque. Como siguiendo el rastro de sus pisadas, yo también comencé a correr tras ella todo lo rápido que pude para evitar quedarme atrás.
A los pocos minutos entramos a la arboleda. Laura tomó mi mano –su mano era suave y cálida, como una caricia-, y me condujo por un camino distinto al que normalmente usaban las personas para cruzar el bosque. Cuando solo se escuchaba el canto de los pájaros y el sonido del viento entre los árboles, ella se sentó sobre una piedra, y me pidió que hiciera lo mismo. Sacó del bolsillo trasero de su vaquero una caja arrugada de cigarrillos y una caja de fósforos no menos arrugada. “¿Quieres?”, me preguntó, extendiéndome un cigarrillo. “Yo nunca he fumado”, le dije, mientras agarraba de todas maneras el pitillo que me ofrecía. Ella sonrió, me dijo que siempre había una primera vez para todo, y luego encendió con un fósforo su cigarrillo. Me daba risa verla con aquel gran cigarro en la boca, echando humo por todos lados y tosiendo a cada bocanada. Si ella lo hacía, no podía ser tan malo. Yo también encendí mi cigarro y, a pesar de ser una de las cosas más horribles que probé alguna vez, seguí dándole chupadas cortas por miedo a quedar como un cobarde ante Laura. Ella, con los ojos aguados y sin dejar de fumar, reía como nunca al verme tosiendo como un tuberculoso. “Detente ya, o te va a dar una vaina”, me decía, desternillada sobre la grama.
Después de eso, mi dulce amiga volvió a asir mi mano, y continuamos la marcha por un sendero que solo existía en su imaginación. Llegamos a un punto ciego del camino, cerrado por un grupo de matas tubulares muy altas y tupidas, y ella gritó: “¡Colchones de agua!”, antes de comenzar a saltar y arrojarse contra estas matas para abrirse camino. “¡De qué colchones hablas!”, le dije, cuando la vi en el piso, riendo a carcajadas, lista para levantarse y lanzarse otra vez contra aquel muro de malezas. Sin poder resistirme al encanto de su risa, yo también me lancé con todas mis fuerzas contra aquella pared inexpugnable, lo que para mi sorpresa no solo no resultó doloroso, pues las matas eran muy blandas y amortiguaban la caída, sino que además era realmente divertido. Y así, poco a poco, a fuerza de saltos y de revolcones, fuimos abriéndonos camino hasta llegar a lo que parecía ser otro sendero del bosque.
Esta vez encontramos un caminito apenas visible, que seguía en su recorrido a un riachuelo de aguas turbias y hediondas. Unas florecillas rojas indicaban dónde estaban los márgenes del pantano. Una y otra vez hundimos los pies en el lodo, y nuestra ropa empapada de barro y agua enferma del riachuelo comenzó a molestarnos para caminar. Pero a pesar de esto seguimos adelante, pues ya nada podía detenernos en nuestra búsqueda de la guaca.
Laura volvió a tomar mi mano y tiraba de mí para ir a un lado u otro, según los caprichos de su imaginación. “Es por aquí”, me decía, y echábamos a correr en esa dirección, “Es por este otro lado”, corregía, y así seguimos, como una veleta, cambiando de norte a sur y de este a oeste, por las cálidas corrientes de aquel bosque encantado.
De pronto, Laura se detuvo y me pidió que me sentara. “Vamos a mirar las nubes, ahora que se muestra el cielo entre los árboles”. A ella le gustaba buscarles formas a las nubes. Yo no encontraba bríos en mi corazón para preguntarle si recordaba por dónde era el camino, o si estábamos perdidos. Entregado a su voluntad, me tendí boca arriba en el piso, y comencé a ver las nubes que flotaban a lo lejos. “Aquella parece un perro flaco que corre”, dijo ella, tumbada a mi lado en la grama, más libre y feliz que nunca. “Esa otra, parece un dragón que echa a volar”. Y continuó, señalando más allá con su delicado dedo: “Y esa que está ahí parece un hombre que grita, un tipo atormentado, como si le suplicara a Dios quién sabe qué cosa”. Como yo no tenía el don de su imaginación fecunda no podía ver ninguna de esas maravillas, pero me hacía feliz decirle que sí y sentir que compartía con ella aquellos misterios que solo sus ojos podían ver.
Al aburrimos de mirar nubes, retomamos nuestra expedición para buscar la guaca. Fue entonces cuando comenzamos a deambular por senderos más oscuros y tenebrosos. “Es por aquí”, decía Laura sin dudarlo, siempre escogiendo los caminos menos agradables. “Ahora, es por aquí”, decía, indicando un camino peor aún, y agregaba, al ver mis ojos de vidrio: “No tengas miedo, cabeza de chorlito, que yo te cuido”. Yo iba aferrado a su mano como si fuera lo único vivo en aquel mundo aterrador, sin prestar atención a dónde pisaban mis pies.
Llegamos a un rincón muy oscuro del bosque. Tenía mucho miedo, y el fuerte latido de mi corazón se notaba sobre mi camisa. Ella se lanzó al suelo y me pidió que me agachara, porque ya estábamos llegando. Casi en el acto, como un soldado en plena batalla, me arrojé de cabeza al piso y me puse a reptar. Pensé que si hacía todo lo que ella me pedía, tal vez lograría sobrevivir y saldría de allí más o menos entero. Era tanto mi terror, que ya no recordaba qué era lo que estábamos buscando. “Vente detrás de mí”, me susurró ella, mientras se deslizaba por el suelo del bosque muy despacio, escondiéndose del espectro guardián de la guaca. “Oye”, murmuró, “¿ves aquel árbol grande? Ahí está la guaca. Pero tenemos que esperar a que se vaya el fantasma. Lo acabo de ver cruzando para aquel lado”. Yo tenía ganas de llorar. “¿El fantasma?”, le pregunté, con la voz trémula por el miedo. “¿De verdad lo viste? ¿Y cómo es?”. Cuando ella comenzó a describirlo cerré con fuerza los ojos, mientras el espíritu iba tomando forma en el fondo negro de mis párpados cerrados. “Es muy alto, como de tres metros. Los brazos casi le llegan al piso, y tiene las piernas muy largas y flacas. Arrastra los pasos como si fuera muy viejo o estuviera cansado, y siempre va mirando el piso. Hasta ahora no ha hecho ruidos, pero cuando los hace murmura, no se le entiende nada, como si se quejara con la boca cerrada”. Yo tenía tanto miedo, que sentí de pronto unas imperiosas ganas de orinar, y así se lo hice saber a Laura. Ella me respondió con gravedad: “¡Estás loco! ¿Cómo vas a hacer pipí ahorita? ¿No ves que estamos cerca de la guaca, y nos puede descubrir el espanto? ¡Aguanta como los machos, carajo! Además, deja el miedo que ya te dije que yo te cuido. Mientras esté aquí, contigo, no te va a pasar nada malo”. Entre sudores y temblores, creo recordar haber murmurado que sí, que yo me aguantaba, y no sé qué otras tonterías dije. De pronto, Laura se levantó del rincón donde estábamos escondidos, me miró como una ráfaga y chilló: “¡Corre, que el espanto se acaba de alejar! ¡Vamos a agarrar la guaca!”. Yo salí corriendo detrás de ella, con la vista fija en el piso para no caer pero sin atreverme a mirar nada más por miedo a encontrarme cara a cara con aquel horrible espectro del más allá. Nuestra carrera fue de apenas unos cien metros, pero a mí se me hizo eterna. Creí que nunca llegaríamos a aquel árbol del demonio donde estaba la fulana guaca que desde hacía rato había dejado de interesarme. “¡Corre, Javier, corre!” Me gritaba Laura, cuando estábamos a punto de llegar al destino.
Jadeando, paranoico, asustado a morir, llegué donde estaba Laura, presintiendo la sombra del fantasma sobre nuestras cabezas. La abracé por la espalda y cerré los ojos. “Suéltame; deja de ser tan cobarde”, decía ella, mientras trataba de zafarse de mi abrazo granítico. “Ayúdame a buscar la guaca, Javier, rápido, antes de que venga el monstruo. Debe estar cerca, en una vasija de barro”. Tuve que echar mano a mi reserva de valor para poder soltarla y abrir los ojos otra vez. Miré a la izquierda, a la derecha, y otra vez a la izquierda, y en cada rincón aparecían sombras idénticas a la de aquel fenómeno horripilante que me describiera Laura momentos atrás. “Vámonos, Laura, vámonos”, le supliqué entre lágrimas. Ella tomó mis manos, y me pidió que cerrara los ojos y me quedara en silencio, mientras ella rezaba una oración que su mamá le había enseñado para hacer visibles las guacas hechizadas. Yo cerré los ojos con todas las fuerzas que me quedaban; pero… En lugar de escuchar un canto mágico, sentí toda la cálida y húmeda dulzura de sus labios sobre los míos, unida para siempre a mi alma en lo que fue mi primer beso de amor.
Hoy, anciano y al borde de la muerte, quizá este hermoso recuerdo sea la única guaca que me dejó la erosión del tiempo, así que la llevo bien sembrada y protegida dentro del corazón.