El día que se marchó el amor
Aquél día llegué a casa embargada de un inmenso temor porque mi amor no se había comunicado como todos los días conmigo desde que nos conocimos... Ese temor indicaba incesantemente que algo andaba mal. Al abrir la puerta principal me encontré con los múltiples abrazos de gozo y alegría con que se recibe de costumbre a cada integrante de nuestro hogar cuando regresa a casa. Tardé poco en notar que faltaba un abrazo, una sonrisa, un beso; ese beso que se diferencia del beso de un hijo, un sobrino, un hermano, un nieto...
Dirigí la mirada a la puerta de nuestro cuarto, eran incontables los latidos de mi corazón por cada paso que daba mientras avanzaba. Sentí un silencio profundo en medio de las conversaciones de mis hijos y una voz inocente preguntando por su abuelo. En ese momento éramos solo la puerta ancha marrón de madera y yo.
Introduje la llave y le di vuelta, tan cuidadosamente como quien no quiere hacerse notar. Entré, di un paso adelante y con mi espalda empujé la puerta hasta cerrarla completamente para estar a solas y en silencio con la escena que mis ojos tenían al frente, mi corazón se aceleraba más y más.
A mi derecha miré el estante improvisado que juntos armamos para colocar nuestra ropa, ahí permanecían mis camisas, pantalones, faldas, franelas, fueron los primeros en quedarse solos en un espacio que compartían con la ropa que pertenecía a mi amor, volví la mirada al lado izquierdo, también quedaron solos los accesorios, correas, gorras, artículos personales y hasta sola estaba la medalla del diplomado que hacía poco habíamos culminado juntos.
Ya no sabía si lo que latía era mi corazón, mi pecho, o el alma entera... Miré al frente y sobre nuestra cama se encontraba una hoja blanca escrita con tinta azul, era su letra, era la más dolorosa evidencia de que mi amor ya no era más quien ocuparía ese lado de la cama. Como en una especie de negación puse mis manos en mi pecho, quizá en símbolo de apoyo a lo que estábamos sintiendo mi corazón y yo, lentamente y aún recostada a la puerta me deslicé hasta sentarme en el suelo. No sé cuánto tiempo lloré exactamente, un llanto silencioso, tal silencioso como cada lágrima que brotaba de mis ojos, hubiera querido gritar, llorar con todas las fuerzas que implican un desahogo, pero no podía olvidar que del otro lado de la puerta estaban mis hijos inocentes de lo que en mi cuarto estaba pasando.
Ya con un inevitable agotamiento me detuve a pensar, vinieron a mi mente muchos recuerdos, aquellos momentos de amor, el día que lo vi por primera vez, la primera cita, los días de entrega, de pasión, de dicha, aventuras, complicidades, planes de futuro y de promesas eternas... También recordé los días de desacuerdos, discusiones y ofensas, pero aun así, no lo asumía como un motivo válido para encontrarme en ese momento acariciando la soledad.
Después hice un corto recorrido por mi vida, cuántas veces lloré por amor, cuántos fracasos superé, cuánta fuerza hubo en mí cuando sentí tocar fondo y aun así, había emergido y había podido amar de nuevo a este amor que ahora se marchaba. Pensé en la resignación, en que era una prueba más por superar, entonces me levanté, tomé la hoja de la cama, la doblé tantas veces como pude sin leer una sola palabra y así la guardé.
Ya en ese momento sabía que debía volver a pedir fuerzas y valor a Dios, paz a mi corazón, sosiego al tiempo y apoyo a mi mente para volver a emprender la lucha contra el dolor que estaba sintiendo. Por experiencia sabía que la angustia en algún momento —corto, mediano, largo— pasaría al olvido, pertenecería al pasado y ya no me causaría dolor alguno. También sabía que debía ser fuerte, asimilar, aceptar y asumir que mi amor se había ido para no volver...