Caminamos durante un buen rato, el asfalto ya no era más, era tierra la que pisaban nuestros pies, era dejar las casas atrás, los ranchos hechos con lata, con madera, con bolsas negras, con cualquier cosa que puedan imaginar. La ruta era estrecha cada vez más pero te adentrabas en una especie de bosque encantado, la música la pautaban las aves, la caída del agua y la risas de niños que ya estaban sumergidos en estas aguas. El olor empezaba a cambiar, si era el azufre imponente y penetrante.

Gente sencilla aguardaba en el lugar, niños, ancianos y hasta perros ambientaban el espacio. Sin embargo, era un escape alejado del bullicio, de estrés, de las preocupaciones y allí estaban todos los arboles, matorrales, inmensas piedras fomando un tipo de cueva que a su vez fungían como el espacio de cambio de ropa para las damas bajo la luz del sol.

La naturaleza en su espacio crece y abre los caminos para ser transitados. Cuando decides mirar el cielo observas que en medio del caos hay luz, en medio de este bosque lleno de aguas que te queman y de barro con el que cubres tu piel para luego retirarla descubres que hay paz, que hay risas y la posibilidad de pasar un día no convencional.

Y así fue, el día no fue convencional, fue maravilloso, fue simple. Lo más gratificante es que en la noche de ese lunes no laborable el sueño fue reparador y gratificante. Ergo, es menester regresar.