Memorias en la Nada [Novela Original] XII

Aquí la anterior parte

De palabras y dibujos (XII)

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—Uhm, nada, solo deseaba verte —respondió Aristo tras titubear un poco.

—Y ahora que me ves, ¿estás contento?

—Sí… Bueno, no del todo.

—¿Por qué?

—Es que te vas. Siempre desapareces, siento que ya no me prestas atención.

—Te estoy prestando atención ahora. Deberías guardar este pequeño momento en tus recuerdos.

—Tendré que hacerlo así, sí.

—Será lo mejor. —la joven se puso de pie, sacudiéndose la ropa en las áreas donde el polvo se le adhiriese. A continuación, mientras Aristo también se erguía frente a ella, agregó—: Es hora de irme.

De los sonidos emitidos en aquella última frase, ninguno contenía siquiera una pizca de inseguridad, titubeo u otra cosa que denotara o se asemejara a algún arrepentimiento. Aristo guardó silencio durante unos largos y reflexivos segundos, tiempo en el cual se daba cuenta lentamente de que, por sobre todas sus esperanzas, la realidad era totalmente opuesta a sus designios. Quizá tendría que pedirle a la muchacha que repitiera lo que acababa de pronunciar, en un intento desesperado por confirmar si de verdad esas habían sido sus palabras, pero, por temor al posible dolor que ello significaría, se resignó a esperar, tratando de alargar el momento en que ella, de la forma que fuera, se despediría.

—¿Viste la cosa que cruzó el cielo? —preguntó Melinda.

—¿La…? ¿Te refieres a ese punto negro que dejó un camino blanco?

—Sí.

—Pues, lo vi, o la vi. Pero, ¿cómo es que tú lo hiciste? Tuve que estar parado en la cima de la montaña más alta para ello. No estabas allí.

—Las nubes se apartaron un instante por acá. Pero no nos detengamos en eso, quiero saber si fue obra tuya, si lo dibujaste.

—Uhm, entiendo… No, no lo dibujé. Ni siquiera sé qué era.

—Ah, entonces es cierto. Lo sospechaba.

—¿Qué sospechabas?

—Es mi señal. Debo irme.

—Tu señal… Explícame, ¿de qué hablas?

—No lo entenderías. —Melinda empezó a caminar, en dirección al fondo del bosque, pasándole por un lado, no sin antes darle una palmadita en el hombro. El joven la siguió con la mirada, en su rostro se reflejaban todos sus temores, arrugaba la frente, la cual se le empezaba a perlar en sudor, casi como si algo le estuviese causando un lacerante dolor.

—¡Detente! —fue su reacción, el inicio de su último intento de impedir su marcha. La siguió, trotando, casi corriendo; la rebasó y se atravesó en su paso—. Quédate —dijo—, por favor.

El semblante de Melinda se llenó de una expresión que, en comparación con todas las que tanto amó ver Aristo, causó en él una especie de disgusto, combinado con más frustrante dolor. Era lástima, lo más seguro, aquello que la muchacha le mostraba, como comunicándole lo inútil de su súplica, una manera de demostrarle que, siempre, aunque hubiesen ocurrida miles de cosas distintas entre ellos, habría de tomar esa decisión. Sin explicaciones, dejándole totalmente desconcertado, le acarició brevemente la mejilla y, esquivándole, siguió caminando. Él, por su parte, volvió a intentar interrumpir su paso, pero esta vez no lo consiguió pues, siendo ello un hecho más de esos que no entraban en su comprensión, con suma lentitud, la consistencia de Melinda fue desvaneciéndose, su cuerpo se hacía transparente, y, una vez que Aristo llegó al punto donde se suponía que llegaría a significar un escollo a su paso, desapareció. Y entonces el tiempo se detuvo, el joven se paralizó, no sabiendo qué hacer a continuación, falto de ideas para asimilar lo que acababa de acontecer. Podríamos sugerirle que, con un poco de calma, volviera en sus pasos y tratase de analizar la situación, con ayuda de su amigo Nahuel, aunque sabemos que, en lo personal, Aristo no le considera más amigo que a Apolo. Así que, viéndolo de otro modo, quizá sería útil que mantuviese una conversación, al menos para bajarle al estrés, con el canino, que de seguro le escucharía atentamente. Sin embargo, estemos claros, tal y como se encuentra ahora, el pobre no tiene espacio en su cabeza para la meditación. Quedamente, casi podría afirmarse que en cámara lenta, fue doblando las rodillas, hasta el punto en que se apoyó sobre el suelo con ellas; posteriormente, se sentó sobre sus talones y, con un diferente movimiento, algo agitado, se tapó el rostro con ambas manos, dejando salir sus sollozos.

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Afuera, en la linde del bosque, seguía Nahuel, en cuclillas, sosteniendo a un inquieto Apolo, que insistía en salir en pos de Aristo. El cielo amenazaba con lluvia, se escuchaban nuevos truenos, pero aquella agua jamás llegaría. El viento soplaba fuerte, el sombrero del hombre voló lejos en una de las ráfagas que sacudían su ropa. No se inmutó por ello; se encontraba sumido en sus pensamientos, recordaba su visita al dormitorio sellado de la casa, donde hallase algo que le aclaró muchas cosas sobre ese mundo. Se preguntaba si Melinda también habría visto lo que él, si también, como en el presente, sentía compasión por el joven, quien habría sufrido bastante ya, de ser cierto lo que sugería la existencia de todas aquellas páginas. No cabía reflexión en todo ello, solo un poco de compasión y, si se es lo bastante cruel, algo de lástima. Él no se consideraba cruel, por supuesto. De no ser mala su percepción, la Melinda que conoció (aquella ambigua muchacha) caminando por las montañas, era capaz de herir al joven e inocente muchacho. ¿Sería ese el caso? ¿Sería eso lo que pasaba allá dentro, entre los árboles? ¿Estaría ella destruyendo las emociones de Aristo? Solo lo sabría cuando el encuentro terminara, cuando viese a alguien salir de ahí.

El rostro de Aristo estaba ausente de toda expresión. Caminaba arrastrando los pies, veía a Nahuel, allá lejos, con Apolo a su lado. Al hombre le faltaba el sombrero, su cabellera bailaba al ritmo del viento; las luces de los relámpagos lo bañaban todo a cada momento. Apolo se soltó del agarre de Nahuel, o este le dejó ir, no importaba, y vino a su encuentro, pero se detuvo a metro y medio de distancia, captando algo extraño en la mismísima presencia del muchacho. Aristo ya no era el mismo.

—Aristo, ¿pasa algo? —La voz de Nahuel se oyó lejana. Sin darse cuenta ya había alcanzado la linde del bosque.

—Nada —respondió.

—¿Y Melinda?

—Se fue.

—¿Adónde?

—No lo sé, se fue, eso es todo. Vamos a casa.

—¿No vas a seguirla?

—Es imposible. Desapareció, no me preguntes cómo.

—¿Desapareció?

—Sí, se desvaneció.

—¿No te dijo nada al respecto?

—Absolutamente nada. De hecho, creo que estuvo alejándose de mí desde el momento en que decidí dibujarte.

—Eh… ¿En serio? No entiendo.

—Ni siquiera es necesario que entiendas nada; lo arruinaste todo. Es hora de acabar con esto, vayamos a casa.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué piensas hacer?

—Nada importante.

—Pues yo pienso que sí lo es. ¿Vas a romper los dibujos? —La voz de Nahuel reclamaba con enojo, un enojo medido, fingido, por decirlo de algún modo, pero enojo al fin.

Aristo se tardó en responder. Apolo caminaba a su lado. Nahuel, por su parte, les seguía, y se acercaban, ya a pocos metros, a la falda de la montaña. El mundo, así como estaba, le parecía ahora el lugar más frígido, insípido y muerto que pudiese imaginar. Qué importaba el cómo Nahuel adivinase sus intenciones, qué importaba que hubiese acertado, quizá con algo de suerte, por su propia percepción, o porque alguien o algo le advirtiese al respecto. No había marcha atrás.

—Estoy en mi derecho —dijo por fin.

Las protestas de Nahuel no cesaron, siguió tratando, como hiciese con Melinda en alguna ocasión, de convencerle de cambiar su decisión. Mala suerte para él que hubiese aparecido en el lugar donde las personas más tercas convivían, o convivieron. Trató de no rendirse, le siguió durante todo el viaje de regreso, junto con Apolo. No hubo problemas con la última montaña; ningún obstáculo se les impuso, aparte de algunos rayos caídos cerca de ellos.

Hubo un cambio de actitud en el perro Apolo, quien se la pasó caminando de aquí para allá, aun siguiéndoles pero en zigzag, marcando cada sitio que se le atravesaba, y, en otras ocasiones, ladrándole a algo e incluso al mismo Aristo, como si de un enemigo mortal se tratase. Estas eran sus tretas para intentar llamar la atención del muchacho, pero, evidentemente, todas fueron inútiles; Aristo ya se encontraba en otro sitio, un lugar apartado de su mente donde todo se derrumbaba, donde las postrimerías de aquel mundo no se demoraban en llegar.

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En la zona atemporal se encontraban una casa de dos plantas en perfectas condiciones, con una hermosa balaustrada ornamentada allí en su terraza, una biblioteca, al contrario, desvencijada, desgastada, y un jardín de flores falsas, de vivos colores. Tiempo atrás aquel lugar había sido una simple isla que flotaba sobre un espejo infinito, pero ahora estaba rodeado de tantas cosas, cosas que recordaban a la persona que las imaginó, una joven que, proveniente del efecto causado por una frase al azar, había traído a la vida del solitario niño, ya hecho un muchacho, un tanto de desenfrenada emoción. Pero había terminado todo, ella se había ido, se había esfumado por voluntad propia; aquel beso ahora dolía como si le acuchillaran miles de hojas metálicas a la vez. Debía terminar con el dolor ahora, debía apresurarse, correr en pos de la cura. Los pies del joven empezaron a obedecer a su deseo, la velocidad se hacía mayor cada vez, pasó sin prestar atención por un lado del jardín, ignorando, con mayor razón, la biblioteca, allá a varios metros, la cual parecía llamarle. Saltó los escalones que daban al pórtico, cruzó la puerta de entrada, dejó atrás la sala de estar, subió las escaleras, llegando al pasillo donde se encontraban las tres puertas. No perdió tiempo y entró en el estudio; las rumas de papel estaban por todos lados, llenaban la mesa, cubrían gran parte del piso. Ya los rincones no se veían. En la tabla de trabajo se encontraba la última de sus creaciones, un ave de pico grande y ancho.

—Si destruyes alguno de los dibujos, yo también me iré —dijo Nahuel a sus espaldas.

Aristo se dio la vuelta y le vio allí parado, con Apolo meneando la cola a su lado. El hombre tenía su traje bastante sucio, fruncía el ceño. El muchacho, por su parte, seguía inexpresivo. Se acercó, caminando en reversa, como si poseyese ojos en la nuca, a la tabla de dibujo, se detuvo a su lado y, tomando el papel con serenidad, lo rajó a la mitad. Nahuel relajó el semblante. Decepcionado, miró a Apolo unos segundos antes de decir:

—Ya está, veo que decidiste. Me iré, pero te dejo una recomendación, que espero escuches. Cuando termines aquí, échale un vistazo al dormitorio que no usas, ya sabes cuál. —Luego, dirigiéndose al perro, agregó—: Vámonos —y, a continuación, ambos abandonaron la casa.

Se escuchó el portazo de la puerta de enfrente. Fue esta la señal esperada, Aristo se encontraba más dispuesto que nunca a acabar con todas sus creaciones, desharía cada cosa, incluyendo aquellas que nunca terminó, aquellos ojos color todo y el barco. ¿Qué más podía hacer? Respiraba con dificultad, las lágrimas querían salir de sus ojos, le temblaban las piernas; desde lo más profundo de su mente algo gritaba, algo le exigía que terminara con el sufrimiento. Sus manos, convulsivas, despedazaron lo que quedaba del pájaro, luego se dirigieron al primer montón que tenía más cerca, uno que se hallaba sobre la mesa. Jirafas, árboles, monos, aves, insectos, lagartos, caballos, montes, todos pagaron el precio. Tomó una representación de la montaña más alta y llevó a cabo su ataque lleno de impotencia y frustración. A lo lejos, empezó a oírse un estruendo, luego que acabara con varios de los perfiles de la mencionada montaña, un fragor que, de no ser por su lejanía, rasgaría los oídos de cualquiera. El mundo empezaba a despedazarse. Podríamos detenernos a describir lo que significó aquel largo declive, el hecho de que el estruendo no se detuviese hasta que Aristo acabara con el último vestigio de tierra, la última porción de las ideas imaginadas por Melinda. Durante todo ese proceso, sus lágrimas se desbordaron, no dejaron de brotar a montones. Cuando los seísmos alcanzaron la casa, no quedaba mucho por destruir. Las paredes se sacudieron con furia, los cristales de las ventanas volaron en pedazos, pero Aristo no se detuvo, siguió rasgando, rompiendo. Lo último que tuvo en sus manos fueron los dibujos de Nahuel y Melinda, los cuales, sin vacilar, convirtió en pequeños trocitos. Ni siquiera se dio cuenta de en qué momento despedazó a Apolo.

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Ya exhausto, luego que volviera a reinar la calma, se sentó en medio de tanto papel inservible, sin ganas de hacer nada más. Allí permaneció por las siguientes horas. Podrían contarse diez, veinte, treinta horas, nunca lo supo; para él ya todo había acabado, así que no necesitaba saber qué venía luego. Hubo bastantes cosas de las que no se enteró, como el hecho de que, antes de destruir la montaña más alta, ya Nahuel y Apolo habían desaparecido; el hecho de que, ahora, el Gran Espejo había vuelto a la normalidad, a su pulida y perfecta faceta; el cielo era, de nuevo, atemporal; la realidad de que, además de haberse caído todo el continente hacia una oscuridad impenetrable, por una especie de fallo, quién sabe si del azar o de alguna mente todopoderosa, la mitad de la biblioteca se había ido también. La casa, por su parte, debido a la influencia de los terremotos, ya no era tan hermosa y perfecta, su terraza había caído sobre el piso del pórtico, bloqueando la puerta, sus paredes habían perdido parte de la pintura que les cubría, y, dentro, muchas otras cosas se habían roto. Y esto no lo supo él porque, luego que recordase algo, la recomendación que le hizo Nahuel antes de irse, sus acciones le llevaron a otro lado. Arrastrando los pies, como lo hiciese cuando salía del bosque multicolor, se aproximó a la puerta, tomó el pomo y tiró de él. Salió al pasillo, se acercó a la puerta de en medio, la puerta que daba a un dormitorio que, por una decisión suya que no recordaba, se había prometido no visitar.
Se necesitaba de un pequeño truco para abrirla, debía tirar del pomo hacia afuera, levantarlo un poco y luego, con mucha velocidad, girar y empujar. Lo hizo tal cual. Entonces pudo ver lo que había allí, aquello que Nahuel viera antes que él. La cama, la mesilla de noche, la ventana, todo se hallaba oculto bajo una inmensa montaña de papeles rotos, de viejas representaciones de seres y cosas, creaciones que venían de su propia mano, dibujos olvidados para ignorar los hechos acontecidos con anterioridad. Quizá aquella estancia poseía una especie de magia, pues la memoria tan maltratada del joven se recuperó instantáneamente. Recordó de dónde venía, recordó las cientos de veces que había visto a Melinda marcharse, las miles de criaturas que, por petición de ella, había traído a ese mundo, sus repetidos viajes junto a Apolo a través de las montañas, todas las veces que Nahuel le sugirió revisar el dormitorio. Todo regresó, incluso aquellos recuerdos de su infancia en una desolada tierra que de seguro ya no existía. Lo tenía todo, pero debía volver a olvidar, por supuesto. Cuando lo hiciese, incluso los peores daños causados por sus impulsos desaparecerían, su casa regresaría a la normalidad, él sería niño de nuevo, y, aunque se viera en la obligación de revivir los mismos errores, al menos no se sentiría tan abrumado. Valía la pena, según su juicio, y no dudó en reiniciar el ciclo…

No funcionaba. Al cerrar la puerta, estaba seguro, su memoria se reprimiría de nuevo, pero ello no ocurrió. ¿Por qué esta vez se le resistía? No lo sabía, no lo comprendía, y empezaba a emitir sonidos, gemidos de desesperación, volviendo a abrir y cerrar la puerta como un robot programado, dando cada vez portazos más fuertes. Entonces una voz conocida habló a sus espaldas, desde algún punto en lo alto. Aristo se asustó, pues se suponía todo estaba destruido, toda creación había desaparecido.

—¿Quién es? —dijo.

—Aristo, creo que olvidaste matarme a mí —dijo burlón el rostro de cadenas flotantes.

—¿Cómo es esto posible?

—Calma, chico. No vine a atormentarte.

—Ca… ¡Cállate! ¡No quiero saber nada de ti! ¡Lárgate!

Las pataletas del muchacho le llevaron a dar golpes contra la pared, casi al punto de hacerse daño.

—¡Silencio! —espetó el rostro con autoridad. Aristo enmudeció, seguro de que no era una broma. Luego, tomando un tono más amable, aquella boca metálica prosiguió—: Aristo, eso ya no va a funcionar; no podrás borrar tu memoria. La razón es que alguien ha detenido el proceso.

—Qu…

—Alguien te ha salvado del tormento.

—No entiendo.

—Le han arrebatado el amuleto a ella.

La tempestad de pronto amainó en la mente de Aristo, quien de súbito se concentró, apaciguando su respiración poco a poco.

—No sabía que eso se podía hacer.

—Pues sucedió, Aristo. Ella ya no tiene ningún vínculo con este lugar y, por lo tanto, tu sufrimiento, inherente a su persona, se ha detenido. Y estarás así hasta que alguien la suplante y traiga alguna otra cosa.

—Pero… Eso significa que no la veré otra vez, jamás.

—¡Son buenas noticias! Aristo, al fin podrás tener paz.

—Yo quiero verla.

—No, tú sólo tienes dentro un capricho, una obsesión que inevitablemente morirá estando aquí. Pronto ni siquiera sabrás por qué estabas enamorado de alguien así. Serás libre.

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Era demasiado todo aquello para procesarlo en menos de un segundo, por lo cual tuvo que sentarse en el piso para tomarse todo el tiempo posible. El rostro solo se quedó allí, flotando, observando con curiosidad los gestos que hacía Aristo mientras sus neuronas asimilaban la nueva realidad, una realidad que nunca pensó que sería posible, una realidad que en su inmadurez jamás imaginó recorrer, pues su mente estaba predispuesta para ser una víctima de personas muy caprichosas. En un momento de fugaz lucidez, preguntó: «¿Y ahora qué haremos?», a lo cual respondió el rostro con un lacónico «Dar un paseo». Y tras esta breve frase, el mundo empezó a desvanecerse, la casa se convirtió en humo, la isla también; todo, mejor dicho, a excepción de aquel rostro y Aristo, quienes fueron arrastrados a un universo totalmente abstracto, lleno de formas geométricas cambiantes, azarosas, formas que crecían constantemente pero seguían siendo las mismas, como los fractales. Allí, en dicho espacio, si se puede llamar así, fueron testigos de la verdad, de una verdad tan abrumadora que les habría matado de estar vivos. Pues no lo estaban, no del todo.

Continuará...

Nota: Es hora de tomarme un largo descanso. Esta es apenas la primera parte de mi novela, que como habrán notado, tampoco es que sea muy larga. Sin embargo, lo que se viene es la faceta de ciencia ficción y debo esforzarme bastante, aparte que en lo que sigue voy a anexar harto material nuevo, que no formaba parte de la vieja novela, aquella que es esta misma, pero escrita hace tiempo, cuando aún no lo tenía todo claro. En fin, hasta la próxima publicación, y por si acaso, dejo un enlace a la página de Facebook donde voy compartiendo cada parte que subo a steemit.

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¡Gracias por leerme!

@matutesantiago93

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