Memorias en la Nada [Novela Original] V
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Melinda cerró el volumen y lo colocó, horizontalmente, sobre otros que, en su posición vertical, aún tenían espacio para un acompañante entre ellos. Aristo no vio esto con buenos ojos pero guardó silencio al respecto. Dejó que la chica se le adelantara un poco en el camino de regreso y le preguntó:
—¿Sabes cómo es un árbol?
—No, pero me hago una idea.
—¿Cómo voy a dibujarlo entonces?
—Cooperaremos.
En sus anteriores intentos por dibujar alguna forma, correspondiente a palabras que, aunque reconocía, debido a sus conocimientos adquiridos por métodos incógnitos, no lograba asociar con ningún objeto, se había dedicado a hacer trazos al azar, exprimiendo su imaginación hasta el hastío. Nunca, en esos momentos, que por cierto conformaban la mayoría de sus hallazgos, había obtenido nada. Era una cosa demasiado difícil para un ser que ni siquiera se imaginaba que pudiese existir Melinda; no había en esa isla, ni fuera de ella, ni en la superficie del Gran Espejo, algo que le ayudara a estimular su mente. Ahora, con este nuevo proyecto, sólo podía confiar en esa frase tan segura y alegre, «me hago una idea», que pronunciara su bella compañera, cuyas ocurrencias al menos le daban esperanzas. En poco tiempo había traído a la isla algo de variedad; usar su cocina, preparar aquellos deliciosos platos, lanzarle piedrecitas a su ventana, instarlo a arrojar el pedrusco por la orilla del desfiladero (eso antes de siquiera aparecer), saltar por encima de la estantería y, por último, usar el truco de detectar las sílabas de las palabras por separado en el mar de los grafemas azarosos.
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Saliendo de sus pensamientos, el niño escuchó algo, o tal vez lo sintió. Volteó a su derecha y miró hacia arriba, un tanto a lo lejos, hasta donde se lo permitía el estante. Antes hubo ocasiones en las que experimentaba aquello; se trataba, para su desventura, de la hora de apagado. En efecto, las luces empezaban a abandonar la estancia a la penumbra, que daría paso a esa oscuridad que tanto temor le causaba, y esta vez no tenía ninguna forma danzante en la mente que le distrajera, que le indujera a ser más valiente. No, de hecho, ahora esa figura era real, caminaba delante de él, llevándole unos tres pasos. Salvando esa distancia, veloz, se le puso al lado y le notificó la situación, indicándole que mirara a los lados, puesto que el proceso, como se ha mencionado antes, se desarrollaba desde ambos extremos hacia el centro de la biblioteca. Melinda no se preocupó, sino que demostró un poco de interés por este suceso, y estuvo a punto de sugerirle que se quedaran a presenciarlo, a bañarse de oscuridad. Pero entonces Aristo la retó a una carrera, para ver quién llegaba primero a la salida; fue, con un efecto en suma gratificante, la mejor opción que se le pudo ocurrir para evadir el enfrentarse al miedo.
Los pasos se hicieron ruidosos pero rápidos. Las piernas de Melinda eran más largas que las de Aristo, y también más raudas; lo dejaba atrás sin mucho esfuerzo. Sin embargo, él también tenía sus trucos. Como hiciera cuando entrara a encontrarse con la frase que lo llevó a dibujarla, empezó a adquirir aquella ligereza sin explicación que sólo podía lograr allí dentro. Sus pasos dejaron de sonar y de pronto empezó a alcanzarla, rebasándola al instante. La oscuridad se aproximaba, se cernía sobre ellos. Las sombras que proyectaban empezaban a desdibujarse, a fundirse con la creciente penumbra. Melinda había aumentado los esfuerzos por ganar, sus excesivas energías le permitían mantenerse cerca, lo suficiente como para que el chiquillo escuchara su respiración, apenas audible entre la bulla de sus zancadas. No llegarían a tiempo, cuando se apagara el último bombillo, quizá el que tenían arriba, quizá alguno que estuviera más a un lado, no era seguro, todavía les faltaría un buen tramo por recorrer. El corazón de Aristo se empequeñecía ante la idea de dejarse atrapar por primera vez. Pero entonces, tras de sí, empezó a oír la risa de Melinda, quien seguramente había tenido alguna ocurrencia alocada. O tal vez no; era posible que sólo estuviese riendo porque sí. Eso cabría en su mente misteriosa, suponía él.
Apenas un instante luego de pensar en dicha posibilidad, los pasos de la muchacha se fueron haciendo más ligeros, menos ruidosos, hasta el punto en que dejaron de escucharse; también dejó de reír. A continuación, su mano pasó alrededor de los hombros de Aristo, suavemente, sujetándolo. La mejilla de la chica estaba junto a su oreja, podía sentir los largos cabellos acariciarle la cara y el cuello.
—Vamos muy lento —dijo ella.
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Fue un contagio, según pudo entender Aristo. De inmediato, luego de ser pronunciadas aquellas palabras, se sintió más ligero que antes; sus pies casi no tocaban el piso. Los estantes y los libros se convirtieron en borrones, simples y alargadas manchas a los ojos de los chicos; pero, por supuesto, dicho efecto sería perceptible si ambos se dignaran en echar un vistazo a los lados, cosa que de seguro terminaría por desorientarlos. De modo que, en realidad, pues sus miradas estaban concentradas en lo que tenían adelante, apenas por el rabillo del ojo presenciaban el fenómeno; allá al frente, seguían distinguiendo las cosas de manera consistente. Eso sí, acercándose muy rápido. La imagen de la mesa donde reposaban las máquinas de mecanografiado empezó a hacerse manifiesta, primero como un simple puntito oscuro al final de las estanterías, acrecentándose, tomando forma, hasta que la tuvieron a menos de veinte metros y, escuchando el sonido del tecleo veloz en concomitancia con la vibración notable de la mencionada mesa, decidieron, sin necesidad de participarlo a viva voz, disminuir la velocidad con el objetivo de frenar, detenerse antes de chocar y causar un desastre. El contacto con el piso aumentó, el ruido de sus pies se sumó al barullo de los aparatos. Se vieron obligados a afincarse, deslizándose varios palmos antes de darle un final definitivo a la carrera apoyando las manos en el borde del tablero.
Las luces seguían apagándose. Melinda rodeó la mesa trotando, entre risas y jadeos. Por su parte, Aristo trató de imitarla, tanto en el trote como en la risa, aunque esta última le sonó demasiado forzada. Cuando estuvo en el umbral de la puerta, la oscuridad terminaba de tragarse el interior de la biblioteca; entonces se sintió aliviado. Todavía sin saber a ciencia cierta los motivos por los cuales huía de ese modo de la negrura y sin siquiera guardar interés alguno por averiguarlo, decidió olvidarse del asunto e ir a lanzarse boca arriba en la grama, otra vez exhausto, pero no lo suficiente como para querer dormirse. La muchacha se acostó a su izquierda, aunque sobre un costado, con las rodillas dobladas y la cabeza apoyada en la mano, que se soportaba en el codo. Su brazo libre lo dejó descansar a lo largo del cuerpo. De este modo, podía mirarlo mientras hablaba.
—¿Te da miedo la oscuridad? —inquirió ella.
Los ojos del niño se centraban en las nubes, en sus formas irregulares, estáticas como si pertenecieran a una fotografía. Por un instante pensó en ignorar la pregunta, pero sentía, muy en lo profundo, como una especie de necesidad por hablar con ella de lo que fuera. Eran esa voz, esos ojos y esos cabellos; iban calando dentro de sí, en su memoria, y se convertían, lentamente, en parte de su mundo. Quizá, con el pasar del tiempo, la entendería a la perfección, sabría de dónde venían sus ocurrencias y por qué era tan enérgica. Sabría la razón de que, apenas habiendo aparecido hacía pocas horas, cosa que podría considerarse una especie de nacimiento, aparentara guardar mayores recuerdos y conocimientos que los suyos, porque a pesar de que él tenía la apariencia de un niño, en realidad llevaba una larga época allí; así se sentía siempre.
Fueron pocos segundos los que se demoró en cavilar estas cuestiones; una vez vencido por el impulso que lo venía embargando, dijo:
—Me siento muy raro cuando los bombillos empiezan a apagarse. No me gusta eso.
—Entonces fue por eso que me retaste a correr, ¿no?
—Sí.
Melinda se quedó pensativa, mirando un punto muy cercano a la cara de Aristo.
—Aunque te gané —dijo.
—No es cierto. Fue un empate.
—Sí te gané.
Aristo volteó a mirarla a la vez que ella hacía ese gesto infantil de sacar la lengua, abriendo paso entre los labios apretados, y regresarla de vuelta dentro de la boca, velozmente. Seguido de aquello, la chica mostró otra de sus llamativas sonrisas, una sonrisa de Duchenne. Hasta ahora ninguna de sus expresiones había sido fingida; cada cual comunicaba lo que Melinda deseaba transmitir y provenían, en gran parte, de impulsos inconscientes de sus emociones. Por supuesto, Aristo, en la ignorancia de quien vive aislado, no reconocería la diferencia, aunque fuese marcada, entre una sonrisa auténtica y una falsa. De igual modo que ahora, se sentiría avivado por la picardía de la joven, aun si ella estuviese fingiendo.
—¿Quieres hacer otra carrera? —preguntó.
—Ahora no —dijo Melinda—. Mejor vayamos por ese árbol. Hay que dibujar.
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Gracias por tomarme en cuenta, me da ánimos para seguir publicando.