Memorias en la Nada [Novela Original] IX

Aquí la anterior parte

De palabras y dibujos (IX)

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Pero antes de sumergirnos en esta aventura, debemos retroceder, dar marcha atrás en el tiempo. Bien es sabido que de por sí esta tortuosa historia ya trae consigo suficientes recovecos, enredos inextricables, misterios, enigmas que quisiéramos resolver. Ahora, no obstante, nos hace falta echar un vistazo a interesantes sucesos que tuvieron lugar mientras Aristo dormía. Y recordemos que no habíamos hecho esto antes. Quizá todo parecería un sueño si no nos dignáramos en asomar nuestra nariz a los terrenos donde el Yo del protagonista se halla ausente. Nos haríamos a la idea de que tal vez en esos lugares no estaría pasando nada, que toda imagen o situación se materializaría una vez los sentidos del jovencito se hallaran presentes. Pero no era así, porque durante las horas de sueño del niño, sus dos creaciones tuvieron conversaciones, interacciones muy reales que continuarían a expensas de la incapacidad de Aristo de ser omnipresente. Se preparaba Nahuel un jugo de papaya en la cocina, tarareando una melodía que acababa de recordar. Pocos minutos atrás había ayudado a Melinda a trasladar al chico al dormitorio, y se había asegurado de que ella lo acompañara por lo menos durante el tiempo suficiente para cerciorarse de que estaba bien. No ocurría nada especial en sus pensamientos, no reflexionaba sobre las razones por las cuales se hallaba allí, y posiblemente pasaría mucho tiempo antes de siquiera planteárselo. Su serenidad era tal que ni siquiera se imaginó lo que vendría a continuación, aunque hubiese visto los indicios con anterioridad.

—Esa ropa te sienta bien —dijo la voz de Melinda a sus espaldas.

—¿En serio? Pues, es parte de mi gusto —dijo él con tranquilidad, antes de sorber un poco de su jugo, el cual había servido en una copa de cristal profunda—. Nunca pienso en lo atractivo que pueda verme, sino en el estilo.

—Ah, entiendo. Pero, ¿no es lo mismo? ¿No estarías pensando en lo atractivo al considerar el estilo?

—Quizá.

La muchacha se aproximaba, sus dedos iban adelantándose, buscando sujetarse de algo. En poco tiempo ese algo estuvo a su alcance. Enganchó el brazo al de él, como lo haría una enamorada. Nahuel dejó la copa sobre la encimera para encontrarse con los ojos brillantes de ella. Parecían inusualmente oscuros, profundos, llenos de una amplia pero enigmática red de pensamientos. O no se trataba de eso; las pupilas en el centro de aquellos iris se habían dilatado. Era sencillo para él darse cuenta, pues su instinto se lo decía; hacía tiempo, cuando era joven, si es que alguna vez lo fue, aprendió muchas cosas observando a las personas. Sí, en sus recuerdos había gente, otras gentes, de rostros borrosos, indescifrables, pero efectivamente estaban allí. Y gracias a ello podía relajarse ahora, no sentirse abrumado por lo que quizá estaba pasando por la mente de la joven, porque era capaz de verlo con claridad.

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—Lo que sea que busques, no lo encontrarás aquí —dijo.

—Qué sabes tú de lo que busco.

—Más de lo que crees.

—¿Y a ti eso qué te importa?

—No lo sé. En mi cabeza no entran muchas cosas que importen o no importen. No es algo que medite realmente, en ningún momento.

—Interesante —dijo ella, aumentando el brillo de sus ojos.

—Solo te advierto, mi hermosa Melinda, que con quien quieres embrollarte es una persona cuyas emociones son sucintas, y a la vez inmensas.

—Y eso significa…

—Significa que podría herirte.

—Tú no puedes herirme. —Melinda casi reía, contenía una carcajada.

—Cierto, lo sé.

A continuación, retirando el brazo de Melinda del suyo, se bebió en pocos tragos el resto del jugo para luego abandonar la estancia. Cuando iba saliendo por la puerta, volteó a mirarla con el rabillo del ojo y la invitó:

—Ven, vamos a recorrer el nuevo terreno.

Habría más conversaciones al respecto del tema tratado, continuadas insistencias de Melinda, intercaladas entre comentarios acerca del ambiente que ambos pudieron disfrutar, los tallos resinosos de los pinos, las acículas, las ramificaciones verticiladas, el viento frío que parecía haber salido de un acondicionador de aire gigantesco, el cual solo en ese lugar, esa montaña, desde la falda hasta la cima, poseía bajas temperaturas, como en un páramo. Una característica peculiar que vino de los dibujos, de la mente de Aristo. Debemos aclarar que todos los intentos de la joven fueron fallidos, no logró convencer a Nahuel, aunque de igual modo disfrutó cada conato. Y así pasó el tiempo, de modo que, no habiendo otro evento más sobresaliente que, digamos, una que otra insinuación empachosa (para alguien que no fuera Nahuel), ahora nos vemos arrojados de vuelta al tiempo presente, donde dejamos al par de personajes a punto de salir a buscar a Melinda.

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La caminata los llevó hacia lo alto de la montaña, donde el frío era casi insoportable y ni el pijama del niño, ni el chaqué de Nahuel, servían mucho de abrigo. Melinda no apareció hasta un par de horas luego, cuando ambos decidieron bajar al otro lado, donde se veía el desfiladero hacia el gran espejo; la chica se encontraba sentada sobre una roca tres veces más grande que ella y mantenía cerrados los ojos en una especie de meditación profunda. Fue en esa ocasión que Aristo notó, apenas echando una mirada más allá de la orilla del barranco, que el espejo se había rajado y, de hecho, como le explicara Nahuel, había escupido la montaña junto con el trozo de tierra que la sostenía. Pero, por supuesto, su atención se mantuvo al mínimo con respecto a este tema, pues le preocupaba que Melinda no se encontrara bien, que se hubiese hecho daño, cosa que jamás le había pasado ni a él mismo; no obstante, por alguna razón ahora pensaba en ello como una posibilidad. Por su parte, la joven estaba feliz; en cuanto los oyó llegar a su lado, abrió los ojos y les sonrió, iniciando una charla sobre lo hermoso que era aquel lugar, lo grandioso que resultaba el simple acto de recorrerlo. Se hallaba muy emocionada y, en un arranque de inspiración, le pidió a Aristo que dibujara otras cosas para llenar más ese mundo inanimado. Exactamente usó dicha expresión, inanimado, quizá para dar a entender lo insípido que se sentía hallarse en una simple isla sobre un simple espejo, o quizá solo recurrió a ella para completar la oración, como suelen hacer a veces las personas cuando no se dan cuenta o no piensan en las implicaciones de emplear ciertas palabras, cuyos sinónimos probablemente, de ser seleccionados, suenen menos agresivos dentro de la oración.

Así, entre una que otra protesta, Aristo se embarcó en una oleada de dibujos, y no se detuvo con unas pocas cosas, sino que dibujó diez, veinte, cincuenta nuevas formas, y más. Su fuente de páginas era la biblioteca; para adquirirlas debía robarle material a las máquinas de escribir, antes de que este fuera marcado por las letras azarosas. En compañía de Nahuel, se dio a la tarea de conseguir un montón de páginas para complacer los deseos de la chica, deseos que se llevaron, aproximadamente, si contamos entre días y noches, como si tales cosas existiesen allí, seis meses. En tan poco tiempo (al menos para quienes entendemos que la creación de un simple microorganismo no se da en menor tiempo del que tarda en extinguirse una especie) un pequeño país había nacido, flotando sobre el enorme agujero que, con notable fragor, dejase al surgir desde el interior del Gran Espejo. Allí reinaba la naturaleza; distintos tipos de especies, aves, lagartos, perros, gatos, monos, vacas, caballos, correteaban y se alimentaban, convivían en paz, replegados entre llanuras y montañas. Árboles de las más variadas clases crecían y daban frutos por doquier. Quedó demostrado, para quienes tuviesen dudas, que, aunque menor al de Nahuel, Melinda tenía un amplio conocimiento del lenguaje, pues describió, en un par de sesiones de dibujo, unos veinte tipos de tortugas, tan diferentes unas de otras que cualquiera hubiese pensado que la muchacha era especialista en la clasificación de especies. Pero la aparición, la creación, de formas de vida existentes en nuestro mundo no fue lo único que ocurrió allí; la imaginación de Melinda fue más allá y decidió que Aristo dibujase los árboles multicolores, resultando en un bosque que bien parecía un arcoíris, además de aquellos llamados árboles andantes, a los cuales les dedicaremos más adelante su momento de apreciación. Al final, la larga y trabajosa serie de dibujos causó tanta fatiga en Aristo que este empezó a frecuentar el dormitorio más de lo usual. A veces dormía doce horas seguidas, otras llegó a hacerlo durante diecisiete horas, aunque no era nada comparado con los cuatro días que se tardó luego de terminar la última idea de su amiga, el ferrocarril de inteligencia propia que recorría de cabo a rabo todo el terreno plano existente.

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Nahuel, al finalizar la sempiterna siesta de Aristo, le contó que Melinda no había vuelto a casa en todo ese tiempo, cuatro días, que se había propuesto recorrer el terreno entero, visitar cada rincón, observar a cada animal. Él había intentado convencerla, luego de acompañarla un buen tramo de camino, de regresar, pero ella se empeñaba en que debían disfrutar del paisaje. No le entendió bien, su expresión parecía ausente, suponía que se encontraba ante la debilidad de la pobre, que no se resistía ante cosas que, para personas como él, se convertían en normales, comunes, apenas poco tiempo luego de haberlas visto. Aristo se tomó el asunto con aparente calma, mas sin embargo, al poco tiempo de haberse levantado salió en pos de su amiga, inició una búsqueda que le quitaría bastante tiempo.

Ante todo, deteniéndonos ahora que empieza su angustiosa exploración, debemos retroceder para saber lo que fueron esos seis meses desde la perspectiva del niño. En un principio, se lo había tomado con un tanto de calma, cosa que no duró demasiado pues cada vez se sentía más abrumado. Le abrumaba que la chica, tan emocionada, sólo hablara de sus inquietudes e intereses con el recién llegado Nahuel, le abrumaba que, aun con los momentos que pasaron en la biblioteca, ahora se comportara como si nada y solo le dedicara momentos para describirle las nuevas formas que imaginaba, o que sacaba de su memoria prediseñada por el mismísimo azar (quién sabe qué tan real pueda ser dicha afirmación), lo cual le dejaba angustiado. Y es que no entendía, no entraba en su cabeza, que probablemente lo que sentía por ella no era un apego cualquiera, no se trataba de simple aprecio de amigo. En lo profundo de su ser latía un flujo de emociones que podría catalogarse como necesidad apremiante, es decir estaba enamorado de la chica, aunque dicho amor ya empezaba a lastimarse, a resquebrajarse y convertirse en otra cosa. La pesadez en su pecho se hacía más fuerte a cada instante en que se iba dando cuenta de que, muy pronto, como lo insinuara en cierta ocasión, Melinda le abandonaría. Pero lo hacía de aquella manera, de aquella forma en específico que le dolía como si alguien usara un cuchillo de sierra para cercenarle el corazón de la forma más lenta posible, con el doloroso movimiento de vaivén que solemos utilizar para ir penetrando más y más en la carne.

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No era tanto lo que ocurría como para que el dolor lo abrumara de ese modo. Más era lo que pasaba en el mundo que desconocía, por hallarse ausente, perdido entre los brazos de Morfeo. Las horas perdidas eran momentos en los que Melinda sufría los cambios más significativos. Nahuel debía soportar su constante persecución, sus comentarios directos, sarcásticos, persiguiéndolo por toda la casa. Si él decidía que iba a comer, ella venía a prepararle un onigiri o un dim sum, o cualquiera de los platos que se hallaban en su repertorio, sin parar de intentar sacar conversación. Si en otra ocasión el hombre quería visitar la terraza, y observar el paisaje mientras meditaba, ella se le aproximaba desde atrás para abrazarlo cual ardiente amante. Sin razón aparente, la muchacha había desarrollado un interés caprichoso por su persona, quizá solo desde el punto de vista carnal, aunque nunca llegó a decirlo en voz alta.

—¿Cuándo crees que se acabarán estas travesura tuyas? —le dijo una vez Nahuel, en el estudio de dibujo.

—No sé de qué hablas. No estoy haciendo nada malo.

—No he dicho que sea malo.

—Entonces…

—No hay interés real en lo que haces.

—¿Qué quieres decir?

—No me conoces.

—Pero podría, ¿no?

—Sí, podrías.

—Cuéntame sobre ti. ¿Qué clase de persona te gusta? ¿Cómo prefieres el café? ¿Alguna vez piensas en tu futuro? ¿A qué le temes?

—Ah, ya entiendo. Buscas algo en específico.

—¿Ah, sí?

—Pero piensa, Melinda, puesto que no somos más que creaciones de Aristo, ¿por qué pensaría en mi futuro? ¿Qué importa lo que me guste?

—Hay cosas que a mí me gustan, y tienen importancia. Me da igual que haya salido de un dibujo, Aristo no es mi dueño, yo puedo hacer lo que quiera, y tú también… Por favor, no tienes nada que perder.

Nahuel se arrimó a ella, le tomó suavemente la barbilla, se acercó a centímetros de su rostro. Sus narices casi rozaban. Él sabía más cosas, entendía ciertos aspectos metafísicos de la realidad en la que convivían; sabía qué se encontraba por debajo del espejo, qué había más allá del horizonte mismo, comprendía ciertos misterios que regían las leyes de ese lugar, pero poco valía el revelárselos. Melinda estaba atrapada en un bucle, estaba atrapada en sus propios límites psíquicos, por lo cual no lograría hacerla razonar. Esa mente era un universo incompleto, al igual que él (porque también poseía sus propias restricciones); si llegaba a mencionar cualquier fragmento de sus conocimientos, sería como hablarle en una lengua desconocida. De modo que, habiendo reflexionado brevemente estas cuestiones, y otras más, respondió con voz cariñosa:

—Estoy aquí para acompañar a Aristo; para cuidar de él.

—No es cierto —refunfuñó ella, apartándose.

—En otras circunstancias, quizá te prestaría atención.

—Púdrete. —Melinda se fue dando un portazo.

Hasta luego de una exclamación soez como aquella, un agravio, la calma de Nahuel se mantuvo estable, imperturbable. Se trataba de una cualidad, por decirlo de algún modo, eterna, que emergía de un estado natural de su mente. Probablemente era incapaz de acceder a ciertas redes neuronales ligadas a la amígdala cerebral. En su aguda capacidad de concentración, esa habilidad que los dibujos de Aristo sólo habían podido traer en estado de fragmentación, casi era capaz de entender qué le hacía ser autosuficiente. No tenía más que conjeturar e idear un modelo mental, basado en conocimientos previos, que explicara cada cosa que cruzaba por su cabeza. Así, sabía por qué era imposible que Melinda lo persuadiera de mover un solo dedo para complacerla, y también sabía que debía proteger al chico, tanto de ella como de sí mismo. No había necesidad de guardar dentro una buena razón, aunque a todas luces, en alguna otra realidad, la tenía, pero aquí, en este sitio imperfecto, era una cuestión superflua.

Retornemos al momento presente, cuando Aristo decidió que debía ir tras Melinda. Observábamos que las cosas no se encontraban tan mal como para que sufriera, es decir, aunque sintiera algo por la chica, aquello que llamamos amor, o también necesidad emocional (que parece más acertado), debía existir otra cosa, muy en lo profundo de su corazón (entiéndase que hablamos de su mente), que lo trajera ya desde antes en cierto estado de vulnerabilidad. Sin embargo, ahora no somos capaces de verlo, es imposible mientras el chico mantenga esa puerta cerrada hasta para sí mismo. Lo único para lo que estamos aptos, a objeto de entender, es observar. Y lo que observamos no es muy alentador que se pueda decir. Aristo se había embarcado en una búsqueda que parecía interminable, una búsqueda que nosotros, como seres humanos normales, presentes en un universo con leyes naturales mucho más estrictas, jamás aguantaríamos. Sin comer, sin beber agua, sin dormir, el chico no paró, nunca lo hizo; estaba decidido a encontrarla.

Continuará...

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